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Onoloria

Autor:

Juventud Rebelde

Este fragmento pertenece a la novela corta Onoloria, de Miguel Collazo, reeditada recientemente por la Editorial Letras Cubanas. Realismo simbólico, lírica filosófica y fantasía humorística son algunas de las clasificaciones que da el crítico Alberto Garrandés a esta obra sui géneris

Miguel Collazo (1936-1999) fue dibujante, dramaturgo y asesor literario. Publicó, entre otros, El libro fantástico de Oaj (1966), El viaje (1968), Onoloria (1973), Estancias (1985), Bajo la gorrita del Papa (1991), Estación Central (1993) y Dulces delirios (1997). Recibió en varias ocasiones el Premio Nacional de la Crítica.

Capítulo II

Deslizándose en la biblioteca a esas tempranas horas, Onoloria solía sentarse ante el retrato y estarse quieta a medida que la luz iba desplazando a las tinieblas, y en las profundidades de la pintura comenzaban a insinuarse los volúmenes, las diferentes calidades de las superficies y los diversos matices de los colores, tal como ahora ocurría a su alrededor al derramarse la luz del amanecer por las ventanas. Entonces Onoloria curioseaba por los rincones, se inclinaba sobre la larga mesa, rozando apenas con sus manos pequeñas y ensortijadas los libros iluminados, los mapas y los misteriosos emblemas alquímicos de brillantes colores, todos esos objetos preciosos que resaltaban sobre el tapete negro modelados delicadamente por la luz, y que luego ella, de un modo casi imperceptible, variaba de posición.

Sus manos, al tomar cualquiera de esos objetos, permanecían un instante relajadas sobre la materia inerte, y después se abrían con sumo cuidado, como quien trata de dejar en equilibrio un castillo de naipes. Al sentarse a esa mesa y abrir los libros, Lisuarte podía sentir aún el perfume de su mujer, con tanta intensidad como cuando cogía aquellas manos entre las suyas y las cubría de besos; pero nunca estaba seguro de que su esposa hubiera estado realmente allí.

Onoloria permanecía en la biblioteca hasta que, con los primeros ruidos de la casa, se desvanecía el hechizo que sobre ella ejercía la contemplación de todas aquellas cosas. Para entonces, las hojas secas se arremolinaban a sus pies, y ella las miraba sin mucha atención; únicamente si ella las pisaba no crujían. Veíanse en todas partes y quienes estaban encargados de la limpieza se mostraban muy desconcertados al descubrir tanta hojarasca en la planta alta.

Pero era sobre todo en la pequeña cámara de los tapices persas donde más se acumulaban las hojas. Una verdadera alfombra de hojas doradas, azules o grises en una cámara silenciosa cuyas paredes estaban totalmente cubiertas de telas que incluían todos los matices del rojo.

Cada atardecer se quemaban montañas de estas hojas; el humo que se esparcía era espeso y aromático como el del incienso. Pero las hojas volvían a reaparecer en la casa casi con la misma rapidez con que el fuego las consumía.

Unas veces eran menudas, como pequeñas virutas de madera con un cierto olor a sándalo o a mirra; otras, eran grandes y muy arrugadas; entonces se convertían en unos cuerpecitos con muchas patas. Sin embargo, no lograban crear una impresión de suciedad y desorden; hasta podría decirse que era hermoso ver tantas hojas por los rincones.

Estas que Onoloria veía ahora, aunque parecían secas, conservaban un intenso color verde.

Los criados, armados con sus instrumentos de limpieza, se daban a la tarea de recoger hojas con un rigor admirable. Era una especie de lucha sorda y tenaz, algo casi maniático. Por lo demás, las hojas siempre vencían, y no eran precisamente sus amos quienes se molestaban con ello.

Uno de los primeros ruidos de la casa era el barrer de hojas en el zaguán.

Retrocediendo lentamente con los brazos abiertos, Onoloria alcanzaba entonces el umbral de la biblioteca y se retiraba a sus habitaciones. Esta mañana, sin embargo, al entrar Lisuarte, ella estaba todavía inclinada sobre la mesa. Cuando Onoloria advirtió su presencia, apartó la vista y recogió sus manos enlazándolas por encima de su vientre.

Días atrás él le había hablado de ciertos sabios señores que estaban de paso en la ciudad, y aunque no le había manifestado su deseo de entrevistarse con ellos, Onoloria había entendido que aquellos hombres vendrían a la casa; con toda seguridad, los esperaba en esos momentos.

En el alféizar de la ventana apareció el cuerpo escamoso de un lagarto; la mirada de Onoloria saltó de ese punto a un detalle iluminado en los artesones del techo, y de ahí a las manos un tanto inquietas de su esposo. Examinando los libros, algo obligó a Lisuarte a levantar rápidamente la cabeza y buscar con los ojos a su esposa, cuando de ella ya solo eran visibles los últimos pliegues de su falda.

Un instante más tarde la vio deslizarse silenciosamente por la alfombra del corredor. Después sintió pasos en el zaguán, y pudo ver a su mujer al pie de la escalera, rodeada por un manto de hojarasca, mirando subir a los visitantes. De alguna manera remota, aquello que le desagradaba parecía a la vez divertirla. Lisuarte, de pronto, le sonrió desde lo alto, y ella, quizá muy a su pesar, no pudo devolverle la sonrisa. Los cuatro hombres que habían llegado tenían en realidad aspecto de mercaderes, pero ninguna avidez podía descubrirse en sus pupilas; sus manos eran blancas y estaban siempre relajadas.

Cruzando ante las ventanas, Onoloria veía los signos dibujados cuidadosamente por aquellas manos, los dedos recorriendo los libros abiertos, las cabezas muy unidas y los rostros vueltos hacia lo alto, como si entre las oscuras vigas del techo se escondiera el más inquietante misterio.

Entonces desplegaban hermosos emblemas, y un hombre de barba azafranada explicaba el arcano de las figuras en un lenguaje de fórmulas químicas y confusas alegorías. Sentada junto al fuego en un sillón guarnecido de cuero verde, Onoloria observaba con curiosidad los relieves del bronce y las cabezas infernales que sostenían la leña. Su sombra se proyectaba agigantada sobre los tapices. Lisuarte podía ver sus manos dormidas en el regazo, el paño azul que caía desde sus rodillas y se abría como una mancha en el suelo. Aquí y allá, prendidas en la tela, resaltaban algunas hojas pálidas y otras rojas.

Extrañamente, como si el aposento contiguo donde estaba su esposa pudiese girar gracias a un formidable mecanismo oculto, el ángulo visual de Lisuarte abarcó de pronto la figura completa de Onoloria, y fue como si ella hubiera estado todo el tiempo mirándolo y él no se hubiese dado cuenta. El rostro de su esposa se destacaba nítidamente contra el fondo de apagados lilas y azules de las cortinas. El que hablaba ahora, un anciano de ojos grises y afables, se volvió en ese instante, pero solo vio algo borroso en el espejo, y luego fijó su atención en el montoncito de hojas que se movían en el umbral igual que torpes insectos trepando unos sobre otros.

Onoloria ya no estaba en su sitio.

A partir de ese momento, Lisuarte y aquellos hombres comenzaron a no entenderse.

Por otra parte, había algunos puntos oscuros en los cuadernos de Lisuarte que ellos no habían pasado por alto, y discutían entre sí como si no lograran ponerse de acuerdo, en un idioma que a él le era enteramente desconocido. Finalmente, el de la barba color azafrán contuvo sus palabras y el anciano meneó con benevolencia la cabeza.

Los otros dos, algo más jóvenes y probablemente discípulos de aquellos, parecían olfatear el aire. Cuando Onoloria apareció de improviso en el salón, Lisuarte recordó que los hombres se irían después de la cena.

En la mesa, su esposa mantuvo la vista baja, y su silencio, su apacible semblante, su deslumbrante belleza, todo en ella, sobrecogió un tanto a los huéspedes. Un tema sobre filtros y hechicería iniciado festivamente por uno de los que parecían discípulos, tropezó con una extraña resistencia, y al no encontrar resonancia languideció por sí mismo. Luego sobrevino el silencio. Incluso los más jóvenes se dedicaron a sus platos, pero ninguno de ellos probó el vino. Por encima de este silencio y de las cabezas inclinadas, Lisuarte y Onoloria se miraron.

Cuando la cena terminó y se levantaron los manteles, los señores volvieron al salón para firmar el pliego de cortesía. Entonces Lisuarte notó con sorpresa que solamente los discípulos habían dibujado al final de sus firmas la cruz latina.

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