Gonzalo Galguera Fotos: Nancy Reyes
Un «tropezón». Así de sencillo explica su encuentro con la danza el camagüeyano Gonzalo Galguera, el primero en obtener en 1998 el codiciado premio de la edición que inauguró el prestigioso Concurso Iberoamericano de Coreografía (CIC), gracias a su obra Peregrinos, y que ahora se halla en la capital montando la Segunda Sinfonía de Johannes Brahms para el Ballet Nacional de Cuba, cuyo estreno mundial tendrá lugar en el venidero 20 Festival Internacional de Ballet de La Habana.
«Yo estudiaba primero percusión. Pero como era muy inquieto y tenía mucha energía, me aburrí y pasé para el piano, y de este para el saxofón. Y parece que estaba volviendo locos a mis padres, porque me dijeron: “te vamos a poner en una escuela de música para que encuentres el instrumento que te gusta”, y así fue. Me llevaron a la Escuela de Arte de Camagüey y empecé a estudiar piano, saxofón y percusión. Ahí fue donde me di cuenta de lo que quería. Y no era ninguna de las tres cosas, sino bailar», explica el antiguo director artístico de la compañía del Teatro Anhalt, de Dessau, y ahora del Ballet de Brandeburgo, Alemania.
«Cuando terminaba mis clases me iba a la de los bailarines. Y un buen día llegué a la casa y sorprendí a mis padres: “Ni piano, ni percusión, ni saxofón: lo que quiero es ballet”. Por supuesto que me miraron perplejos y me dijeron: “No, lo que tú necesitas es un psicólogo”, pero demostré que no me había equivocado. Me presentaron en la Escuela de Ballet y Martha Bosch, lejos de preocuparse le encantó recibirme, porque sabía que ya tenía un buen adelanto. Veía bailar a Esquivel, a Lázaro Carreño, a Andrés Williams, a Orlando Salgado, y me decía: Ahí quiero estar, es decir, que mi encuentro con el ballet no fue nada espectacular. No fue un llamado del más allá, ni que me levantara un día y quisiera ser bailarín. Fue un proceso orgánico».
—¿Qué nos puedes decir de esta nueva obra con la que vienes al Festival?
Momentos del ensayo de Segunda Sinfonía..., que será interpretada por muy jóvenes bailarines de la compañia. —Voy a estrenar un ballet sinfónico. Es una obra compleja por su estructura a partir de una sinfonía de Brahms, importante músico alemán; una pieza musicalmente muy fuerte, emocional, melódica, rítmica y expresiva. Y todo eso llevarlo a la danza es un reto muy grande. Como no tiene una historia ni un argumento, el objetivo es hacer visible la música; transportar la orquesta al escenario. Cada bailarín asumirá la función de un instrumento e irá componiendo lo que el espectador va escuchando. Es un diálogo muy intenso entre música y danza. En lo formal encaja en el contexto neoclásico, con tutús y en punta, con mucha fuerza y virtuosismo.
—Todos son figuras muy jóvenes, en vez de bailarines consagrados. ¿Por qué?
—El que sean bailarines noveles me place, porque me gusta descubrir ese diamantico que tiene cada bailarín cuando llega a una compañía, cuando quiere comerse el mundo y tiene inmensas ganas de bailar. ¿Qué mejor para un coreógrafo que tener la posibilidad de descubrir eso? La propuesta me la hizo Alicia. Ella me dijo: “Míralos, tómate tu tiempo. Si te sientes a gusto con ellos bien, si no lo cambiamos”. Y mira, desde que empecé excelente la energía. Claro, dentro del elenco también hay bailarines con más experiencia. La mezcla es buena, hay un balance, un equilibrio, que a mí me parece magnífico.
—Ya eres un visitante asiduo al Festival de La Habana...
—Eso es lo más fácil de explicar, porque me formé en Cuba, en la Escuela Nacional de Ballet, aunque mi carrera profesional la he realizado esencialmente en el extranjero. Sin embargo, nunca perdí el vínculo con mi país, que adoro, ni con Alicia y la compañía. Desde el año 1994 participo ininterrumpidamente en el Festival. A veces con una obra; otras, traigo mi compañía o vengo y bailo. Y ojalá que ese puente, lejos de cerrarse, permanezca firme. Para mí es una cosa natural regresar a mi Isla y que mi compañía me reciba. Creo que la ganancia es mutua: de cierta manera yo traigo el quehacer artístico de Europa (específicamente de Alemania), y me llevo mucha experiencia.
—Mientras ensayabas tenías a tu lado a la maestra Aurora Bosch. En verdad, un lujo...
—Lo más grande que le puede suceder a un bailarín es que siempre pueda tener referencias de la persona que te formó. Aurora me graduó, pero nunca perdimos el vínculo, ni la comunicación. Recuerdo que cuando tenía 14 años hice una coreografía y tanto ella como su hermana Martha me ayudaron inmensamente. No lo vieron como una majadería de un adolescente que quería sobresalir, sino que esa necesidad de expresarme que debía ser apoyada. Aurora siempre siguió mis pasos. Y no solo eso, sino que me dio un consejo cuando lo necesitaba, me orientó, me sugirió, y todavía lo sigue haciendo. Yo, por mi parte, le comento mis obras y mis proyectos.
«Por supuesto, que verla sentada ahora a mi lado me llena de orgullo, por lo que representa para la danza cubana y mundial, pero es parte de ese diálogo permanente que hemos mantenido. Eso vale mucho».
—¿Satisfecho?
—Sí, no puedo quejarme. Vivo entre dos mundos, pero no puedo imaginarme lejos de Cuba. No podría existir sin regresar y compartir con mis padres, mis abuelos, mis hermanos, mis amigos, con mi gente, lo que me está sucediendo como ser humano y como artista. Del mismo modo que la vida me ha dado la posibilidad de conocer otras compañías, de comparar, también me ha posibilitado valorar en su justa medida lo que tenemos en Cuba y mi formación, me ha permitido mantener mis principios, mis ideales, mis raíces, mi gusto por el arte. Esa es la mayor felicidad. Que haya momentos mejores y peores, decepciones y alegrías, es parte de nuestra existencia. Quiero vivir, crear, tengo la cabeza llena de pasos y de ballets que quiero hacer. Espero que el tiempo me alcance para hacerlo todo.