Lecciones de machete y fusil Autor: Osval Publicado: 13/06/2024 | 08:19 pm
Cada 14 de junio el calendario es exhortación redoblada para beber del ejemplo. Quiso el azar concentrar en esa fecha, aunque en épocas y naciones diferentes, el natalicio de dos seres humanos que supieron tocar las cumbres de la historia: el Lugarteniente General del Ejército Libertador Antonio Maceo y Grajales y el Guerrillero Heroico Ernesto Che Guevara; para los cubanos, Maceo y Che, dos héroes que coinciden en el recuerdo de un pueblo.
Un hombre de honor
Antonio de la Caridad Maceo y Grajales, el primogénito del matrimonio de Mariana Grajales Cuello y Marcos Evangelista Maceo, nació en 1845 en una modesta casita en pleno corazón colonial de la santiaguera calle Providencia, actualmente nombrada Los Maceo.
Al contacto con el ambiente de mulatos y descendientes de esclavos que le rodeaban, aprendió de responsabilidad, el aprecio al trabajo, la disciplina, la fortaleza de espíritu y de cuerpo, la vocación de servicio, y un profundo amor a la patria, que son el más alto legado de su formación familiar.
Con apenas 23 años ensilló su mejor caballo —con el que solía trasladar a la ciudad los frutos de la finca familiar en Majaguabo—, puso al cinto su machete y partió a la guerra, fiel a las lecciones de su madre, quien le inculcó que por encima del hecho mismo de la vida estaban la justicia, la libertad y la Patria.
Durante la contienda iniciada en 1868 despuntó por su gran capacidad política y militar. Las más de 800 acciones por la manigua oriental en la Guerra de los Diez Años; las lecciones de táctica ofrecidas al calor de la Invasión de Oriente a Occidente; las más de 30 heridas que, según indagaciones recientes, recibió su cuerpo; el recio antimperialismo demostrado en 28 años dedicados a la causa de los pobres, lo convirtieron en el Titán de Bronce.
Cuando la guerra a la que había entregado todo durante diez angostos años agonizaba a manos de un vil pacto, alzó enérgica su voz, y salvó con la histórica Protesta de Baraguá la dignidad patria y los anhelos emancipadores del pueblo. Tenía entonces 33 años.
Y es que Antonio Maceo no fue solamente el valeroso mambí: fue, ante todo, un hombre de honor, intransigente en la defensa de sus principios, cuya alta espiritualidad, insaciable curiosidad por la cultura y amplísima visión humanista acabaron por convertirlo en el excelso guerrero de modales cultivados a quien hasta sus enemigos se vieron obligados a reconocer como un caballero.
En la vida de pólvora y machete que escogió, siempre hubo lugar para la cortesía, el trato afable, los modales correctos y el sentido del respeto que le llevarían hasta a prohibir las palabras obscenas en el campamento. En tiempos en que las tropas peleaban con lo que tuvieran, el general Antonio gustaba de andar siempre limpio, bien vestido y discretamente perfumado, y exigía la misma pulcritud.
Según sus propias palabras, miró «más a la esencia, que al accidente de la vida». Mostró, con su ejemplo personal, la validez de los principios que aprendió desde la cuna, humilde pero virtuosa, y demostró que la autoeducación del carácter
es el mejor recurso para imponerse en todos los tiempos.
Aquel mulato disciplinado, responsable, siempre correcto y ecuánime, dejó clara su estatura moral cuando escribió al general español Camilo Polavieja: «La conformidad de la obra con el pensamiento: he ahí la base de mi conducta, la norma de mi pensamiento, el cumplimiento de mi deber».
Guerrillero del mundo
Por azar de la historia, también un 14 de junio, pero de 1928, nació en la provincia de Rosario, en Argentina, Ernesto Guevara de la Serna, el primogénito de Celia de la Serna y Ernesto Guevara Lynch, el Che de boina y fusil, símbolo de futuro.
Antes de ser el ícono de la causa internacionalista y ciudadano del mundo, fue un pequeño rodeado de amigos y una familia amorosa pendiente de su formación; un joven que alimentó sus sueños y descubrió caminos de la mano del estudio y la lectura, y a los 19 años decidió matricular Medicina; el estudiante impetuoso que, tras viajar por toda la América, al contacto con la miseria curtió su formación revolucionaria y descubrió que quería ayudar a la gente con su esfuerzo personal.
En México, le bastó una noche de charla con el joven abogado Fidel. Al amanecer ya era el médico designado en la expedición de 82 hombres que llegaría a las costas cubanas para escalar la Sierra Maestra y consumar, tres años más tarde, la definitiva independencia.
Las montañas orientales le vieron crecer como guerrillero y conquistar a fuerza de valor los grados de Comandante. La campaña de Las Villas mostró su talla de jefe y estratega, deseoso de demostrar que «los galones otorgados eran merecidos».
Luego del triunfo de enero de 1959 se nos reveló como esencial dirigente político y administrativo, uno de esos imprescindibles que caminan tras los sueños hasta hacerlos realidad. Un ministro que sería el primero en asistir e impulsar el trabajo voluntario, un funcionario creativo, siempre en guardia contra el dogmatismo desde una ética en la que ideas, palabras y acciones fueron siempre de la mano.
El Che fue el ícono político que supo hablar sin máscaras y dijo las cosas como las pensó; el economista, el soñador, el ser de principios que nos hizo creer en el Hombre nuevo, y en 1965, pese a ser una de las figuras más prominentes de la naciente Revolución, renunció a todos sus cargos en el Gobierno cubano y volvió a la guerrilla (primero en el Congo, después en Bolivia), y al marcharse escribió: «No dejo a mis hijos y mi mujer nada material y me alegra que así sea».
La historia nos lo devuelve también como el marxista heterodoxo, el comunista incómodo, rebelde y crítico de las burocracias, devenido leyenda en vida y después de su muerte, cuyas obras inspiraron a los revolucionarios de todo el mundo, y sus escritos sobre problemas económicos del socialismo hasta hoy nos abren los ojos.
Tras el paradigma de la izquierda mundial, está el luchador internacionalista convencido de que cumplía con «el más sagrado de los deberes», el revolucionario antimperialista guiado por grandes sentimientos de amor, que al valorar su huella advertiría: «He cambiado en el curso de la lucha, y (…) me he convencido de la necesidad imperiosa de la Revolución y de la justicia inmensa de la causa del pueblo».
Unidos en un ideal
Más allá de una misma fecha natal, el profundo sentido del deber y la entrega a la causa por la que ofrendaron sus vidas, su vocación antimperialista, el valor y la coherencia entre acción y pensamiento, Maceo y Che están también unidos por detalles muy humanos.
Los emparenta, por ejemplo, el amor por la lectura. Para Ernesto, los libros fueron desde la niñez sus amigos más fieles. La biblioteca de su casa juntaba clásicos de la literatura universal con textos de historia, filosofía, sicología, arte, aventuras…
También Antonio, el caudillo que dominó el oriente de Cuba, bebió en textos la cultura a la que no pudo acceder en ninguna escuela. Cuentan que se extasiaba lo mismo con la prensa que con obras de los grandes de su tiempo: Víctor Hugo, el alemán Heine, su coterráneo José María Heredia…
La decisión de imponerse a las dificultades es otro punto en común. Cómo evocar al Comandante de la estrella en la boina sin recordar el «jadeante e indetenible» ejemplo de quien no claudicó ante el asma ni en la Sierra ni en Santa Clara, ni en el Congo ni en Bolivia.
Tampoco se podrá desconocer que la personalidad del Titán santiaguero es fruto de su resolución de sobreponerse a un entorno social hostil, diseñado para aplastar la personalidad de los negros, y también a imperfecciones personales, como aquella tartamudez que corrigió a fuerza de perseverancia y hablar pausado.
Ernesto Guevara admiró al mayor de los Maceo Grajales y lo definió como uno de los pilares del esfuerzo de liberación del pueblo cubano, declarándose continuador de su legado.
Juntos en el calendario y en la historia, Maceo y Che renacen en la resistencia e intransigencia cubanas, y en las proezas cotidianas de nuestro pueblo. Sus lecciones de vida continúan marcando el sentir de generaciones, son inspiración cuando el camino es angosto, fuente de luz para los desposeídos del mundo, cálida presencia que encuentra continuidad con el machete o el fusil al brazo, por el bienestar del futuro.