Cuentan mis abuelos que fueron días realmente estremecedores, grises, como si no quisiera salir el sol y fuera imposible reír, como si se respirase un aire más denso y hasta conversar, compartir, realizar actividades sociales, significara un peso nada habitual. Y aun en la distancia geográfica, sin importar en qué lugar de Cuba una se encontrase, estaban todos pendientes de las noticias sobre la búsqueda de los restos de las víctimas y de aquel avión despedazado en pleno vuelo el 6 de octubre de 1976.
Se trataba de un hecho extremadamente cruel, una página demasiado dolorosa, difícil de imaginar. Se sabía cuánto se estaba haciendo por amedrentar a los cubanos y cubanas, a quienes habían escogido el camino de la soberanía y del antimperialismo a solo 90 millas de su enemigo histórico; se conocía también que ya muchos hechos de terror se habían cometido desde 1959, pero la explosión del avión de Cubana de Aviación al despegar en Barbados —colmado de personas inocentes, en su mayoría jóvenes alegres, saludables, llenos de vida— era extremadamente doloroso.
Los días posteriores confirmaban las sospechas: la falta de humanidad, la irracionalidad y el sinsentido se habían impuesto y la maldad había extendido sus garras sin piedad. Los responsables vivían tranquilamente —lo hicieron hasta hace muy poco— en las calles de Estados Unidos; allí, donde mismo se han articulado y financiado durante décadas actos terroristas contra Cuba.
El tiempo ha pasado y recordar aquellos sucesos no los han hecho menos dolorosos. Para los mas jóvenes, quienes hemos escuchado las historias de nuestros padres y abuelos, de vecinos y amigos que han conocido o sufrido en carne propia las secuelas del terror, estos no se han convertido en escenas de ficción y mucho menos, lejanas. Están vividas en la memoria y en el corazón de este pueblo heroico y rebelde por esencia; cada una de ellas nos han unido más y nos han hecho repensar y ratificarnos el camino elegido, entre todos y para todos.
Hoy es inevitable volver a las imágenes de aquel avión despedazado, a las voces ensordecedoras de la tripulación que el 6 de octubre de 1976 informaba sobre la explosión a bordo, a las de los millones de cubanos y cubanas que los lloraron junto a sus familiares y amigos —aún lo hacen— y a un Fidel que nos dejó para la eternidad la certeza de que «cuando un pueblo enérgico y viril llora, la injusticia tiembla».