Entrenados como estamos los periodistas en mensurar la realidad a partir de los acontecimientos que cubrimos, de las personas que escuchamos y de los hechos que (nos) conmueven, no tengo dudas de que la gran metáfora actual, en la caligrafía de nuestra historia, es que un viernes Raúl nos abrió el Congreso y el lunes siguiente Díaz-Canel nos lo concluyó. ¿El puente entre un momento y otro? Un abrazo de los dos.
Ese es el retrato de esta nación, que hasta en su geografía está determinada, dada su esencia «archipiélaga», por un conjunto de tierras, pequeñas solo en apariencia, que en su abundancia funcionan porque allá abajo, en lo profundo, están raigalmente unidas.
Así pasamos el turno de la conducción política, de Raúl a Díaz-Canel, como se pasa de Batabanó a Gerona sin perder la conciencia de que somos amorosamente fieles a ambos escenarios y de que el mar, en millas como en años, no hace más que abrazarnos. Así seguimos, como el día en que Martí ensanchó la senda de Céspedes fertilizando —¿sin saberlo?— los surcos que más tarde abriría Fidel.
El resultado, obvio pero urgido de recordación, es un lienzo nacional único en el mundo, tejido en la tierra y en la gente con los irrompibles lazos de la hidalguía.
Se dice siempre, tal vez se haya abusado de la expresión, pero ahora sí —y con ello «ganamos la guerra»— es harto pertinente la idea de que, apagado el último aplauso, este 8vo. Congreso comience verdaderamente en las calles, los centros de trabajo, en la sala y la mesa familiares.
No pasa en Cuba como en tantos sitios donde el cambio de altos cargos conlleva altísimas descalificaciones, asedios judiciales y, a menudo, platos —y «vajillas políticas» completas— rotos.
Es ejemplar que el anterior y el actual primer secretario del Comité Central ofrezcan, ante los ojos del país, la imagen de la concertación que llevará al futuro, intactas y engrandecidas, las viejas luchas de los mambises, pero no bastan la continuidad y la unidad en la dirigencia: ambos principios deben palpitar en nosotros.
Los líderes de hoy —que como los viejos patricios de la manigua subordinaron a la causa sus variopintos anhelos personales— han sido los primeros en recalcar esa necesidad.
Es el sino de las revoluciones: siempre se está comenzando, lo que implica que todos tienen un lugar. ¡Todos! Lo supo mejor que nadie José Martí, quien en su convocatoria a la Guerra Necesaria llamó a pinos nuevos de todas las edades —recuérdese su expresión «eso somos nosotros» y, sobre todo, recuérdese su certeza de que el viejo Gómez debía estar entre los primeros convocados— para asegurar, con unidad continuadora, el triunfo del levantamiento. Más que en los anillos de los árboles, el que todo lo veía ubicaba la lozanía y el vigor en el poder volcánico del levantamiento.
Tantos héroes después, la historia no es diferente. Todos formamos el tupido pinar de la Revolución. En cuatro días, en el paisaje de ropas, pieles, edades y acentos del Palacio de Convenciones, vimos de nuevo el pinar descrito por Martí: en un claro de ese bosque, junto a las nuevas semillas encarnadas en Díaz-Canel, estaba apuntando al sol el rebrote verde olivo que emana de Raúl Castro.