El cambio más puro Autor: Abel Rojas Barallobre Publicado: 20/03/2021 | 08:46 pm
Buscando en lo más temprano de la infancia, incluso en los años juveniles, no recuerdo haber seleccionado a mis amigos por el color de su piel. Más bien yo me acercaba a quienes mejor sabían sonreír, a los más divertidos o a quienes con una facilidad pasmosa sabían quitarme una rana del camino. Éramos, lo mismo en el aula que en el barrio, de todos los colores, como trazos de un rico abanico de cabellos y perfiles.
Nuestros maestros también mostraban apariencias diversas; y en las etapas de escuela al campo —esas en las cuales nos íbamos a otras provincias como Pinar del Río a sembrar la tierra y a vivir en campamentos de madera— todos andábamos felices e inocentemente mezclados. Así veía yo las cosas desde mi diversión y mi ingenuidad, sin preguntarme, como tampoco hacía con otras conquistas de la Revolución, si aquella suerte de paraíso tenía alguna explicación histórica.
Entrando en la adolescencia ciertas frases que empecé a escuchar rompían mi era de la candidez, e intentaban levantar muros invisibles, lamentables y muy poderosos, entre quienes tenía un color oscuro de la piel y los más «claritos».
Yo no había reparado en eso «de pelo bueno», «pelo malo», «adelantar o atrasar la raza», «el negrito ese…», «la blanquita esa…», «un negro con alma de blanco», «una blanca que baila como si fuese una negra». De pronto, como una avalancha incomprensible y terrible, comencé a escuchar que «negros… los zapatos», que «cada oveja con su pareja», o que «si tengo que dar mi sangre para un hermano negro lo hago, pero para mis hijas no los quiero».
Fui entendiendo poco a poco que, así como la violencia es algo que se aprende, la actitud de discriminar a nuestros semejantes —ya sea por el color de su piel o por cualquier otra característica, física o social—, no es algo intrínseco a la naturaleza humana, sino una actitud que también se incorpora a nuestro universo sicológico a través de prácticas muy complejas, las cuales son como camisas de fuerza que difícilmente abandonan a una persona en toda su vida.
«En buena medida, no deberíamos ni estar hablando de racismo ni de discriminación racial, por muchos motivos; en primer lugar porque en la naturaleza del hombre no está la existencia de razas», dijo hace algún tiempo en el espacio televisivo de la Mesa Redonda, y en un razonamiento bien lanzado a lo profundo, el historiador Rolando Rensoli Medina.
«Ese mismo concepto que ha creado el hombre de la diferenciación por razas no se aplica a nuestra propia especie —acotó Rensoli—; ya lo ha demostrado la biología, somos descendientes del australopithecus, aquel que nació en el África y que emigró, y por lo tanto los cambios fenotípicos, y genotípicos también, que ocurrieron por miles de años no nos hacen diferentes en el orden natural».
El mundo, sin embargo, y como reflexionaba el historiador, no es solo natural, sino también cultural, «y aunque la cultura debería validar lo que la naturaleza nos da, no siempre es así. Y este es el caso del racismo: el hombre en su cultura ha creado toda esa construcción social de las razas».
En opinión del experto, la arista más nociva del fenómeno es su dimensión sicológica, porque por cuenta de esas aguas profundas hay personas que involuntariamente practican acciones discriminatorias: muchos no aceptan ser acusados de racistas en el orden ético, y, sin embargo, realizan acciones discriminatorias hacia el interior de la familia, hacia el interior de la sociedad, o en el centro que dirigen (una persona con prejuicios, empoderada, convierte ese prejuicio en acciones discriminatorias).
Es importante saber, como enfatizaba Rensoli Medina, que somos un pueblo mestizo, no solo en el orden cultural, sino también en el orden de nuestra formación genética: «hay más de 20 etnias aborígenes, hay 88 etnias africanas fundamentales, pero entre etnias y subetnias estamos hablando de 2 500 grupos africanos que vinieron aquí durante cuatro largos siglos, 17 etnias hispánicas… franceses, chinos, asiáticos, otras nacionalidades. Y como decimos (…), don Fernando Ortiz no nos comparó con una ensalada mixta, donde todos los componentes están ahí bien separados. Nos comparó con un ajiaco, y el ajiaco es un caldo que se cuece a partir de la mezcla, y esa es la realidad del cubano; pero no basta con el discurso de asumirnos mestizos, sino con interiorizarlo y poder realmente actuar en consecuencia».
La batalla no será fácil, porque persisten, como enunciaba Rensoli, «patrones históricamente heredados, que gravitan sobre nuestra sicología social y afectan mucho la autoestima de las personas, y eso tiene que ver con el racismo». Trampas que hieren, aunque a veces no lo percibamos, son esas expresiones que ya mencioné en el texto y que, al hacer distingos entre un ser humano y otro, lo que hacen es deshumanizarnos.
Durante años, ante un fenómeno tan complejo, yo sentía que había una contradicción entre el gigantesco paso humano que entrañaba la Revolución nuestra, y aquellas expresiones que formaban —y forman parte—de la vida cotidiana del cubano. Yo no tenía respuestas. Y tampoco sentía que se hablase mucho del tema en debates colectivos de la sociedad. Por eso para mí tuvo un gran valor, estrenado el siglo XXI, escuchar la explicación en voz del Comandante en Jefe, Fidel Castro, quien inmerso en lo que conocemos como Batalla de Ideas compartió con todos —para que la praxis también fuera por esos caminos— la certeza, no nueva, de que con el triunfante Primero de Enero no desapareció entre nosotros, aunque el deseo sobre el papel fuera ese, la discriminación racial.
Fidel nos recordaba entonces que al plantearnos, por ejemplo, la igualdad de oportunidades para el acceso a la Educación Superior, no todos los jóvenes estaban ubicados por igual sobre la línea de arrancada que apunta a la meta: había muchos en desventaja, para quienes el estudio era un ejercicio muy complicado o una quimera, si el escenario para superarse era el incómodo cuartico de un solar, herencia objetiva del mundo obrero, de un mundo de pobrezas, habitado mayoritariamente por negros y mulatos. Era el desafío, con enormidad de montaña, de que la voluntad no bastaba para enderezar, en solo décadas, una injusticia de siglos.
Aun sabiendo que en un tema como este el camino es muy largo, resulta alentador saber que Cuba cuenta con un Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial, aprobado por el Consejo de Ministros y puesto en marcha en noviembre de 2019. Porque en batallas tales, aunque lo subjetivo es cardinal, también hay que saber dar pasos concretos que nos hagan avanzar en la emancipación del hombre. Porque aun sabiendo que el socialismo cubano, martiano en sus raíces y esencias, no comulga con lo que estigmatiza o desune a los seres humanos, es justo reconocer que ante nosotros, en esto de discriminar, persisten desafíos mayúsculos.
En lo personal, albergo grandes esperanzas de que sea en el universo de los cubanos más jóvenes donde se produzcan los más importantes cambios en esta lucha porque todos confluyamos, desde nuestras miradas, y de corazón, en un solo hombre: el hombre hecho «de un mismo color», el color de la plenitud y de la dignidad.
Los jóvenes son los más indicados para ayudar a romper la camisa de fuerza, los muros que duelen y que ahí están, entre nosotros, a pesar de tanta lucha por derribarlos. Son ellos los indicados no solo por ser gestores naturales del cambio, sino también porque están más lejos, en el tiempo, de esa gravitación prejuiciosa, heredada de siglos, que hizo distingos entre un ser y otro.
El racismo, aunque no es el único ni el mayor problema de la sociedad, sí merece la atención que se le está prestando —y ningún esfuerzo en tal sentido sería inútil—, porque dejarlo crecer sería alimentar la desunión entre nosotros. Y ya sabemos que cada resquicio de desamor, cada brecha de no entendimiento o no respeto entre nosotros mismos, serían aprovechados por quienes no nos quieren para dañar una obra que no tiene parangón en el afán de conquistar toda la justica.
En entrevista ofrecida por el prestigioso escritor Alejo Carpentier en 1977, decía, haciendo referencia a una idea escuchada por él, que en Cuba todos descendemos de los aborígenes, o de los barcos. Ojalá comprendamos, más temprano que tarde, la certeza de que habitamos un continente barroco, y una Cuba de igual materia, diversa y mestiza, que se expande y contrae como un corazón mientras sueña con ser feliz.
En medio de estas palpitaciones por emanciparnos, confiemos en la espontaneidad y sensibilidad de las nuevas generaciones para obrar transformaciones que nos harán mejores.