Morro Habanero Autor: Juventud Rebelde Publicado: 13/02/2021 | 09:40 pm
Se habla bastante de su regreso, pero poco de su ida: perseguido en tierra propia por una potencia extranjera, Bonifacio Byrne tuvo que exiliarse en 1896. Muy activo desde Cuba, en Tampa fundó y fue secretario del Club Revolucionario, trabajó como simple lector de tabaquería y continuó una honda vocación periodística que le llevaría a crear órganos independentistas y a honrar su crédito como uno de los colaboradores de Patria.
Con Cuba entre pecho y garganta, como tantos, volvió en los albores de 1899. Llegó el 4 de enero y ese mismo día escribió uno de los poemas más venerados en la historia de la nación: Mi bandera. ¿Cuál era «su» bandera? La nuestra, por supuesto, sin embargo la respuesta no es sencilla.
Parece cosa de Perogrullo establecer de quién es esa bandera, mas no lo es tanto asegurar quiénes «somos de ella», partiendo de que, como la patria misma, debe ser ara y no pedestal. A estas alturas de la disputa, no faltan los que pretenden, a contracorriente de Byrne, volver de distante ribera sobre una fragata yanqui y encontrar desterrado del Morro ese trozo de lienzo sagrado de cinco venas y una estrella-corazón. No quieren dualidad de astas, solo que el pabellón que parece molestarles no es el ajeno, sino el nacional.
Pienso en tales cosas al ver nuestra enseña arrastrada por un carro miamense cuando todos sabemos que su hábitat natural es el cielo y su límite, el azul. ¡Ah, si los grandes linchadores mediáticos vieran en redes la escena contraria, en Cuba, con la ofensa callejera a la bandera de las 13 franjas desde un Lada del «régimen», ya el asunto fuera titular mundial y comidilla en redes!
Enardecimiento aparte, prefiero leer la escena, también, como la del auto(in)móvil fracasado frente al portentoso tonelaje patriótico que pretende halar, el vehículo ronroneando en tosco «spanglish» y echando casi tanto humo como esa contrarrevolución que lo conduce, aterrada ella de que cada milímetro que, potencialmente, el presidente Joe Biden avance en la sensatez con Cuba trabe las arcas del viejo negocio del malinchismo. Esa bandera, señores, pesa lo que la Isla que representa.
No, no es el pedazo de tela con que puedan lavarse las manos quienes, adentro y afuera, dejaron a su suerte la suerte de Cuba; es el emblema de pueblo adoptado en Guáimaro hace ya casi 152 años y ratificado, en hecho y palabra, por cada rebrote en la marca del gentilicio: ¡Cubanos! Ideada por Narciso López, dibujada por Miguel Teurbe Tolón y cosida por su prima Emilia, nuestra bandera nacional es, en colores y geometría, el símbolo de una república en perenne rumbo a la equidad, aunque los daltónicos con ojos solo para «el verde» no vean nunca, en cielo y tierra, qué representa qué.
Para Martí, «…no hay viles mayores que los que miran exclusivamente los intereses de la patria como medios de satisfacer su vanidad o levantar su fortuna». El Maestro hizo, con la frase, un retrato en prospectiva de aquellos que quieren arrancarle de un tirón la estrella a la bandera y anegar sus franjas con la sangre del escudo. ¿Por qué? También lo escribió el Apóstol, de cara a presuntos gestos nobles del (otro) sistema colonial: por un plato de lentejas.
Quien dice bandera, aquí, tiene que ver también la estampa de Céspedes, en 1868, jurando a sus hombres —«¡Primero mueran antes que verla deshonrada!»— frente a la suya, la de Yara, en la antesala de su Manifiesto. ¡Cuánto se empinaron los hechos comunes en la confección de esta otra enseña, cuya estrella fue dibujada por el joven Emilio Tamayo y la costura corrió a cuenta de Candelaria Acosta, la muchacha que, ante la urgencia de tela, donó parte de un vestido azul, el cielo de un mosquitero que no llegaba a rojo —rosado, dicen— y hasta un pedazo blanco que había comprado para un corpiño. ¡Firme la tierra que va a la guerra con los tejidos de parte del lecho y de las prendas de una mujer!
Como en tiempos y en versos de Byrne, aún precisa defenderse la condición solitaria no solo de la estrella sobre el rojo sino de la bandera en su conjunto. En lo alto, ella no es un objeto movido por el viento sino el sujeto vivo que mueve las corrientes vitales de la nación, de modo que, como estandarte de esta gran nave rebelde, es el primer blanco de los nuevos regímenes de rapiña y de sus corsarios de nuevo tipo.
Quienes piensen, con Martí, que «la patria no es el juguete de unos cuanto tercos, sino cosa divina», tendrán que apostarse al lado de la bandera. El gentilicio es común, pero hay que deslindar entre coterráneo y compatriota: el primero comparte la tierra; el segundo, una condición superior marcada, probablemente, a la altura de la bandera. No llegan a ella, creo yo, los que intentan saldar sus querellas y ambiciones personales a costa del castigo a la madre mayor y al precio de penurias forzadas del conjunto de sus hijos.
De cara al insulto a la bandera de todos, llama la atención el hondo silencio de quienes muestran, para otras cosas, un verbo desenfrenable. Ese mutismo escandaliza más porque el plan de agresión que lo rodea no guarda recatos ni disimulos: si alguna vez la contrarrevolución externa proclamó su pedido de licencia de tres días para matar en una Cuba caída e hizo en atentados los ensayos correspondientes, recientemente hemos visto la tarifada mancha a la noche con la mancha a bustos de Martí, el disparo vil a su estatua en nuestra embajada en Washington y, por último, este arrastre rastrero de nuestra enseña que parece remedar el que hiciera frente a los muros de Troya el soberbio Aquiles con el cuerpo del valiente Héctor. ¿Sabrán los autores de esta ofensa que, invasor en tierra ajena, incluso el semidiós «de los pies ligeros» fue vencido?
Luego de quitarnos por la espalda, en múltiples ataques, 3 478 vidas y mutilar a otros 2 099 cubanos, el imperialismo va a por nuestros símbolos. Atacado Martí, difamado Fidel, manteada nuestra bandera, solo falta —diría un muchacho de barrio— que nos «mienten» a Mariana. ¿Lo aceptaremos u optaremos por empinarnos?
«El honroso sudario de los pobres guerreros difuntos» no puede pasearse cual trofeo, como si hubiera caído. Como uno de nuestros muertos desde 1936, Bonifacio Byrne es de los primeros, alzando los brazos, en defenderla todavía, pero la tarea de los vivos resulta definitoria.
Periodista, poeta, dramaturgo y narrador, Byrne fue socio correspondiente de la Academia Nacional de Artes y Letras —un creador auténtico y no artista en presunción—, mas nunca dudó que la obra por Cuba estaba primero.
Impresiona el puntaje de la «letra pequeña» de nuestra Historia. Byrne volvió a La Habana el 4 de enero de 1899, «con el alma enlutada y sombría», pero apenas tres días antes había cruzado frente al mismo Morro, en un barco proveniente de nuestra costa sur, Anita de Quesada, la viuda de Carlos Manuel de Céspedes. Hacía tan solo horas de que fuera arriada la bandera española y la patriota camagüeyana traía a La Habana un tesoro incomparable: la enseña original con que su esposo nos dio el fuego en Demajagua. En solo 72 horas, el diálogo de banderas en la entrada de la bahía, tan intenso como en los frentes de guerra, propiciaría que el poeta matancero echara «al mar» sus inmortales versos.
Quien se fije bien en el viejo castillo colonial se percatará de que, aunque la enseña nacional sigue besada ella sola, por la lumbre del sol, «en el llano, en el mar y en la cumbre», la disputa a su alrededor es intensa. Un poco más al este, en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales, continúa el duelo sordo entre Máximo Gómez y el interventor Leonard Wood, el 20 de mayo de 1902: en la azotea, el Viejo mambí izó nuestra bandera poco después de que el yanqui bajara la suya.
Particularmente, amo esta plegaria martiana: «¡Líbrenos Dios del invierno de la memoria!». En efecto, cada cubano, dondequiera que esté, tiene en sus manos una bandera que izar. Yo me quedo con la de El Generalísimo.