Mirella y María Alcira (de izquierda a derecha) hurgan en los recuerdos. Autor: Lisbet Goenaga Publicado: 21/09/2017 | 06:46 pm
Él tenía apenas 30 años, pero los otros eran tan jóvenes que le decían Papá Loyola. Fidel le había dado la encomienda de levantar los campamentos en la Sierra Maestra, y allá estaba Eduardo González Loyola cumpliendo la tarea, al frente de todos aquellos muchachos que respondieron al llamado del Comandante en Jefe.
Quince mil aulas se abrieron durante ese curso (1960-61) en lo más remoto de los campos cubanos… Pero faltaban profesores.
Fue el 22 de abril de 1960 cuando el líder de la Revolución Cubana hizo la exhortación que conmocionó a tantos. «... Necesitamos mil maestros que quieran dedicarse a enseñar a los niños y campesinos. Hace falta que ellos nos ayuden para mejorar la educación de nuestro pueblo y para que los campesinos aprendan a leer y se hagan hombres útiles para cualquier tarea. Los campesinos están esperando por ellos...».
No respondieron mil, sino 5 000 muchachos y muchachas que se capacitarían de forma emergente para convertirse en los Maestros Voluntarios.
Loyola, en verdad, no tenía nada que ver con Educación. Era funcionario del Departamento de Asistencia Técnica, Material y Cultural al Campesinado del entonces INRA (Instituto Nacional de la Reforma Agraria). «El Comandante me dio la tarea de organizar los campamentos. Había dicho que debían estar en lo más intrincado de la Sierra Maestra: y ahí estaban», rememora.
«Hubo tres contingentes de jóvenes y varios campamentos: El Meriño, La Magdalena, El Roble... Los Maestros Voluntarios se formaron allí antes de partir a las aulas».
Cincuenta y seis años después, un pequeño grupo de ellos se reunió para destejer recuerdos muy cerca de la Jornada del Educador.
Cada vez que alguno llega hay preguntas, abrazos, lágrimas, sonrisas… anécdotas comunes que es preciso recordar. Las fotos que los trasladan en el tiempo circulan de mano en mano y no pocas veces causan expresiones de asombro.
En la Sierra Maestra, dicen, se hicieron mujeres y hombres. Arnaldo Plasencia no olvida que cumplió los 16 años con sus compañeros, montado en el tren hacia Oriente.
En mayo y junio llegaron los primeros a Minas del Frío, recuerdan. Allí los entrenaron para adaptarse al lugar en que se iban a desarrollar después y tuvieron una vida azarosa pero feliz, en medio de la naturaleza agreste y bautizados por aquellos interminables aguaceros, curtidos en los esfuerzos para pasar el río de La Plata y en los difíciles ascensos al Turquino, habituados al rigor diario cada vez que tenían que cortar leña para cocinar la comida.
Aunque para entonces muchos tenían definida su vocación por el magisterio, otros no lo habían hecho. María Mirella Rodríguez, quien ha desarrollado toda su vida en las aulas, cuenta que en ese momento no sabía si quería ser maestra; «solo sabía que quería ser revolucionaria». Algo similar le ocurrió a Alcira María Sánchez, la que cursaba el bachillerato cuando el llamado. «Entendí que era la manera de ayudar a la Revolución».
«En todos los campamentos había muchas mujeres, las filas de los Maestros Voluntarios se nutrieron de lo mejor de aquella juventud, pero sobre todo, de lo mejor de la juventud femenina», asegura Julio Pérez la O, quien después ha dedicado su vida a la educación.
«Pudiéramos decir que fuimos la primera fuerza juvenil de confianza de la Revolución, después del Ejército Rebelde. Y tanto fue así, que muchos de los que nos preparamos en los campamentos no llegaron a ser maestros y se convirtieron, por la necesidad de la Revolución, en administradores de centrales y de los grandes almacenes de los puertos, en embajadores y trabajadores del Minint».
En septiembre de 1960, los del primer grupo de egresados saldrían hacia los lugares más intrincados del país, a ocupar sus respectivas aulas.
De modo que, cuando a partir de enero del 61 se conformaban las brigadas de alfabetizadores y empezó la Campaña, una buena parte de ellos ya andaban en las lomas, habían adquirido conocimientos y, en las localidades adonde habían sido destinados, fueron responsables y asesores de varios brigadistas cada uno.
«Los Maestros Voluntarios recibimos a los alfabetizadores allá en la Sierra, los cuidamos y orientamos; alfabetizamos con ellos», narra Pérez la O.
En total, egresaron 5 000 Maestros Voluntarios de tres contingentes en sucesivas graduaciones. En agosto recibieron sus certificados los primeros, el otro grupo lo hizo el 23 de enero de 1961, también con la presencia del Comandante en Jefe. Fue cuando Fidel dio a conocer el asesinato de Conrado Benítez.
En los primeros meses de ese año partió hacia Minas del Frío, en la entonces provincia de Oriente, el tercer grupo de Maestros Voluntarios, «por lo que también pudieron jugar un importante rol en la Campaña de Alfabetización», apunta María Mirella.
Conrado fue uno de ellos
Hay evocaciones que los emocionan mucho, como las que les devuelven la figura del joven Conrado Benítez, miembro del primer contingente de Maestros Voluntarios y quien se había capacitado con muchos de ellos en el campamento El Meriño, en las faldas del monte Caracas, antes de que la saña de los alzados que lo asesinaron en enero de 1961 en el Escambray, donde fue ubicado después de graduarse, lo convirtiera en mártir.
Plasencia está entre los lugares que conoció a aquel muchacho de apenas 18 años, algo que él considera un gran honor, y también Ana Déborah Mola González, tan joven que tras ella fue su mamá, Ana González, a la Sierra, y terminó ella misma enseñando con la hija. Conmocionada por el asesinato de Conrado, la mamá redactó unos hermosos versos luego de que Fidel diera a conocer la triste e indignante noticia. Dulce María Torres atesora un pequeño trozo de papel donde Conrado le dejó una dedicatoria.
María Mirella, quien junto a otras tres compañeras ha recopilado testimonios para recoger la impronta de aquella gesta en un libro, asegura que «después de concluida la Campaña de Alfabetización, en enero de 1962, la mayoría de los Maestros Voluntarios continuó en sus aulas de las montañas y otros lugares intrincados, con el fin de dar continuidad a la labor iniciada antes y durante la Campaña, en los cursos de seguimiento a los recién alfabetizados y la educación de adultos en horario nocturno, y durante el día a los niños.
«Allí permanecieron cuatro, cinco y hasta seis años, y luego fueron relevados por los maestros que se formaban a través de los nuevos planes. A partir de octubre de 1962, los Maestros Voluntarios integraron la Primera Brigada de Maestros de Vanguardia Frank País de montaña, de la que fueron fundadores».
María Dolores García, quien concluyó su vida laboral como directora de escuela en la Enseñanza Primaria, está orgullosa de aquella decisión de incorporarse y cree que valió la pena.
Lo más importante, expresa, es que después de la página escrita por los Maestros Voluntarios, se cumplió con la letra de su himno, ese que les daba fuerzas en los momentos más difíciles: «Las aulas de los montes nunca más se cerrarán».
Una dedicatoria de Conrado Benítez.
Himno de los Maestros Voluntarios
Las aulas de los montes/Se abrirán a la verdad/Las aulas de los montes/Nunca más se cerrarán./
Las aulas de los montes/Sus maestros tienen ya/Que están prestos a enseñar.
Vamos, vamos voluntarios/Vamos, vamos a enseñar/En una mano los libros/Y en el pecho el ideal.
Los montes y los picos/Que vieron la lucha/Los árboles gloriosos/También dieron libertad/Las aguas y las plantas/Nos vendrán a saludar/Y las aulas se abrirán.
Escalemos las montañas/Con voluntad y tesón/Escalemos las montañas/Sin que nos venza el temor.
Vamos, vamos voluntarios/Vamos, vamos a enseñar/En una mano los libros/Y en el pecho el ideal.