Cuba, América Latina y el mundo escucharon con gran expectativa a Barack Obama este 22 de marzo desde el Gran Teatro de La Habana, con un discurso conciliador, inteligente y seductor. No era la primera vez en que durante su visita usaba ampliamente de la palabra y se dirigía a los cubanos a través de la televisión nacional, pero sí la única en que el Presidente de los Estados Unidos no compartiría con nadie el escenario y tendría todo el espacio para sí desde que dos días antes arribó a esta Isla.
Como corresponde a la cultura política que representa, y ha venido ocurriendo desde que puso un pie en La Habana, otra vez nada fue dejado a la casualidad, y para más precisión, los teleprompters traídos desde Washington, ¿los mismos que utilizó en la grabación de su diálogo con el cómico más popular de Cuba? lo escoltaban a cada lado del escenario con un discurso cuidadosamente escrito.
Para un espectador atento de la platea, eran perfectamente reconocibles un par de personas —situadas dentro del grupo de 40 congresistas que viajaron desde EE.UU. para la ocasión— en cada momento en que la palabra del orador debía ser respondida con palmas. Ese grupo de legisladores, y la delegación estadounidense que acompañó al Presidente en su visita, fueron los únicos que aplaudieron las numerosas veces en que su intervención tomó el camino de los consejos paternalistas, o peor aún, el de la injerencia más o menos disimulada.
Unos segundos antes de comenzar, un apresurado utilero colocó delante del podio el escudo del águila calva, como si fuera necesario un signo de prevalencia entre las banderas cubanas y estadounidenses doblemente situadas al fondo del escenario y frente a los espectadores.
Como era previsible, el comienzo estuvo dedicado a condenar los atentados terroristas que acaba de cometer el Estado Islámico en Bélgica y al compromiso de «hacer todo lo que sea necesario» para «llevar la justicia a los responsables» pero, como era esperable, ni ese terrible hecho motivó en el orador una referencia a los 3 478 cubanos que han muerto víctimas del terrorismo practicado, financiado y alentado desde Estados Unidos contra el país que, según sus propias palabras le dio una «calurosa bienvenida» junto a su familia y su delegación. Mucho menos habló de la total inacción del Gobierno que encabeza «para llevar la justicia a los responsables» de esos crímenes.
Varias veces, sin embargo acudió al storytelling, que el escritor Christian Salmon define como la «máquina de fabricar historias y formatear las mentes», para —desde relatos personales tratados con intencionalidad política— presentar la Revolución Cubana como algo del pasado. Así nos contó verdades incontrastables: que su padre arribó a EE.UU. en 1959 y que él nació el mismo año de la invasión de la CIA derrotada en Playa Girón, para encubrir que hechos como el secuestro del niño Elián González y la injusta prisión de los cinco antiterroristas cubanos corresponden al siglo XXI y fueron vividos por las más jóvenes generaciones de esta Isla.
Pero hay que reconocer que también hubo elogios: cualquier persona inteligente —Obama lo es— sabe que las críticas son más fáciles de aceptar si van precedidas por aquellos. Nuestros médicos y atletas fueron aplaudidos, siempre a título individual, sin reconocer, y mucho menos cuestionar, los programas y regulaciones en pleno funcionamiento que el Gobierno de Estados Unidos ha destinado a privarnos de ellos.
Algunos pares opuestos fueron insistentemente utilizados durante el discurso (jóvenes-historia, Estado-individuo, Gobierno-pueblo, pasado-futuro), en una estrategia divisiva dirigida al interior de la sociedad cubana en la que el storytelling retornó apoyado en «emprendedores» emigrados exitosos, cuyo ejemplo nuestro invitado cree debemos y podemos seguir a partir del «cambio» que él ya no nos impone, sino que nos sugiere desde nuestros propios compatriotas que han aprovechado las «oportunidades» que el capitalismo estadounidense ofrece y lo que le contaron algunos de los que se dirigieron a él cuando un día antes asumió el rol de Papá Noel en una cervecera de La Habana. Por cierto, la palabra cambio estuvo 14 veces en el discurso.
Lo que enseña la realidad es que por cada éxito quedan miles en el camino, y que cada triunfo económico en el mundo de hoy supone la mayoría de las veces el hundimiento de las esperanzas de muchos. Estimular la iniciativa privada en Cuba, cuando como profesor de Harvard sabe que la mayor verdad contenida en el Manifiesto comunista es que ella está abolida en la práctica para nueve décimas partes de la humanidad, no es precisamente un acto de honestidad.
Después de recorrer algunas similitudes entre Cuba y EE.UU., el contraste interesado entre los dos países tuvo un párrafo clave en que la democracia es monopolio del sistema que EE.UU. ha tratado de imponer en el mundo; el socialismo es sinónimo de cerrazón y el Estado cubano es un secuestrador de derechos:
«Cuba tiene un sistema unipartidista, Estados Unidos una democracia multipartidista; Cuba tiene un modelo económico socialista, Estados Unidos un mercado abierto; Cuba recalca el papel y los derechos del Estado, Estados Unidos se funda en los derechos del individuo».
Sin embargo, habría que preguntarle a los norteamericanos cuántos días duraría su sistema multipartidista si, como los cubanos, tuvieran derecho a nominar y elegir entre sus iguales, sin intermediarios de ningún partido, quiénes los representan. En la misma línea democratizante, el mismo Presidente para el que un día antes solo existían emprendedores de éxito y para el cual los trabajadores parecían no existir, nos dijo en el escenario del Gran Teatro que en su país «los trabajadores tienen voz», omitiendo que en su tierra solo el 11 por ciento de los empleados está sindicalizado.
Mirando a nuestro alrededor, allí donde a EE.UU. no le parecen mal el «sistema», la «democracia» y el «modelo económico», resulta que el ejercicio real de «los derechos del individuo» es, a pesar de ser mucho más mencionados que en Cuba, una quimera. Como dice el historiador Fernando Martínez Heredia, supone una tremendísima confusión, pero pudiera existir una parte de las personas que piense que porque Obama viene a Cuba, la situación material de una parte grande de los cubanos va a mejorar.
Ningún país del entorno de Cuba está mejor socialmente que esta Isla, a pesar de no tener bloqueo económico. Lejos de eso, sufren problemas como la violencia estructural, el trabajo infantil y el narcotráfico que aquí ni existen. Cuando EE.UU. habla de «empoderar al pueblo cubano» a lo que se refiere realmente es a la construcción de una minoría que, como en esos lugares, le administre el país de acuerdo a sus intereses. Ya dicen que no impondrán el desacreditado «cambio de régimen», aunque no han retirado un solo centavo de los multimillonarios fondos destinados a ello. Ahora quieren crear con sus nuevas políticas las condiciones para que lo hagamos nosotros mismos.
El 4 de junio de 2009 Obama habló, desde la Universidad de El Cairo, una ciudad emblemática para el Islam y el mundo árabe, a todo el Oriente Medio. Fue un discurso impresionante de un Presidente que no llevaba cinco meses en el cargo. Fidel escribió entonces:
«Ni siquiera el Papa Benedicto XVI habría pronunciado frases más ecuménicas que las de Obama. Imaginé por un segundo al piadoso creyente musulmán, católico, cristiano o judío, o de cualquier otra religión, escuchando al Presidente en la amplia sala de la Universidad de Al-Azhar. En determinado momento no sabría si estaba en una catedral católica, un templo cristiano, una mezquita o una sinagoga».
Como me sugirió una amiga, se pueden poner las palabras Cuba o cubanos donde dice Islam, Irán, palestinos o musulmanes; en vez de citas del Corán (la palabra de Mahoma) colocar las de Martí referidas por el Presidente de EE.UU. este 22 de marzo y comparar frases de aquel discurso que Fidel citó proféticamente en sus Reflexiones con lo que acaba de decir Obama en el Gran Teatro. Son decenas las que pudieran citarse con una impresionante coincidencia pero por razones de espacio no las relaciono.
Poco después llegó la «Primavera árabe», el quiebre de sociedades secularizadas como Siria, el auge del fanatismo religioso y el apoyo de EE.UU. al Estado Islámico y la risa de su Secretaria de Estado Hillary Clinton al conocer del descuartizamiento de Ghadafi. Hoy los palestinos están aun peor que en 2009, si eso es posible, y los pueblos árabes son los grandes perdedores del «cambio» impulsado por Washington.
Siete años más tarde, el Oriente Medio es un ardiente invierno sin final a la vista y Obama sigue dando discursos ecuménicos. Ahora le habla a América Latina desde Cuba, en medio de una contrarreforma neoliberal en la región, impulsada por su Gobierno, y cita —en un gran teatro— a José Martí, precisamente aquel cuyas últimas palabras recogieron su propósito de «impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América». Cuba lo ha recibido y escuchado con respeto y está dispuesta a avanzar hacia la paz por la que tanto ha luchado en bien de su pueblo y el de EE.UU., pero no se debe confundir cortesía con ingenuidad.