Visitará el Papa Francisco a Cuba. Autor: Juan Pablo Carreras/(AIN) Publicado: 21/09/2017 | 06:18 pm
HOLGUÍN.— Hay un viejo dicho holguinero que resume esa poderosa capacidad de trascender que tienen las esencias, cuando nacen y validan desde los entresijos del alma común, aunque no siempre se absorban al golpe del primer vistazo: «Quien venga a Holguín y no suba la Loma de la Cruz, no ha venido a Holguín».
Se trata de una sentencia que nos puede resultar recurrente si la apreciamos bajo la luz de una simple manifestación de reverencia o sano orgullo local, incluso si la contrastáramos con algún otro proverbio de equivalente interpretación en cualquier otro rincón del archipiélago.
Lo interesante, en este caso, es la certeza de que visitar por primera vez un lugar y, al mismo tiempo, disponer de la rarísima oportunidad de impregnarnos de sus espacios con la magnitud de detalles, matices y sensaciones que solo puede ofrecernos una vista desde la altura, se torna algo irrefutable, sin desechar que se trata, por demás, de un mensaje seductor.
Tal vez por eso no son pocos los visitantes a la Ciudad de los Parques quienes apenas arriban, protegen sin falta un espacio de la estancia para aventurarse en la inigualable experiencia de escalar los 458 escalones que posee la escalinata hasta la cúspide del cerro, donde se hallan la plazuela, un pequeño fuerte colonial y la venerada cruz de madera, algunos de los símbolos más añejos y difundidos de la identidad holguinera.
El cerro del Bayado, como también se le conoce desde antaño, posee unos 275 metros de altura sobre el nivel del mar, y aproximadamente 127 metros sobre la ciudad. Se puede tomar como referencia, aunque inexacta, de su norte magnético, aunque tampoco es la única de las elevaciones que la circundan, pero sí la que ha estado mayormente vinculada tanto a la historia social como económica, militar, y a las manifestaciones culturales y religiosas más primigenias de sus habitantes.
Al noroeste se encuentra escoltada por la sugestiva Loma del Fraile, cuya silueta la asemeja a un pequeño volcán dormido. Al este, por la conocida como el Paraíso, y hacia el sur, por las alturas de Mayabe, en donde se encuentra emplazado el mirador y el centro turístico homónimos.
Todas ellas amparan a un pequeño valle, con unos 12 kilómetros cuadrados de longitud, donde se asienta la urbe, pero desde ninguna de ellas puede obtenerse una vista más completa y encantadora que desde la cúspide de la Loma de la Cruz. No son muchos los holguineros que conocen que estos accidentes geográficos pertenecen también al grupo orográfico Maniabón, del cual destacan prominencias como la Silla de Gibara, o la Colina de los Enamorados, descrita en el diario del Almirante Cristóbal Colón.
Por estos días, esta área se engalana para ser escenario de un acontecimiento trascendental: la bendición de la ciudad de Holguín por el Papa Francisco, quien la visitará el venidero día 21 de septiembre.
Obelisco natural
Ella siempre ha estado aquí, mas su historia, junto a la de sus nativos, comenzó a tejerse hace casi 500 años, cuando el conquistador español García Holguín decidió asentarse definitivamente, en 1545, en estas tierras, conocidas también como Cayo Llano, entre cuyas características sobresalía la existencia de dos pequeños ríos —desde entonces, el Jigüe y el Marañón— que se entrecruzaban hacia el centro de una llanura, seca y de exigua vegetación.
Por estos días el área se engalana para ser escenario de un acontecimiento trascendental. Foto: Juan Pablo Carreras/AIN.
De los apellidos de su principal fundador y casi 200 años más tarde de su arribo a estos lares, también adoptó su nombre la ciudad, la que autorizada definitivamente por los reyes de España a poseer gobernanza propia, comenzaron a llamar de modo oficial a partir de 1752 como la de San Isidoro de Holguín.
Al padre de la Orden Franciscana Antonio de Alegrías se debió la iniciación en ella de las fiestas religiosas de las Romerías de la Cruz. El 3 de mayo de 1790, el devoto ascendió hasta la cresta de la montaña y dejó allí hincada una cruz de madera que se podía distinguir desde el poblado. Fue entonces cuando todos comenzaron a conocerla como la Loma de la Cruz.
La celebración se mantuvo durante muchos años y en su honor la gente la engalanaba desde su base hasta con banderas representativas de los países americanos, latinos y anglófonos. Se realizaron procesiones desde la iglesia parroquial de San Isidoro hasta la cima, donde se llegaron a oficiar misas.
Juegos, corridas de cintas, peleas de gallos y el expendio de bebidas y comidas típicas de la época solían amenizar este ceremonial, que con el decursar del tiempo se llegó a convertir en una fiesta popular que tenía por espacio a las faldas de la loma.
De forma paralela al sentido religioso, han quedado registrados, también, otros provechos de esta emblemática altura, como es el trazado rectilíneo de sus calles, manzanas y plazas.
Desde el punto de vista militar, significó un punto estratégico para la organización y ejecución de la defensa de la ciudad, pues permitía otear varias leguas a la redonda.
Durante la Guerra de los Diez años, y ante el empuje mambí, la ciudad fue fortificada, y ya hacia 1895, dicha torre de observación se sustituyó por un fuerte que tenía base cuadrada y aspilleras. En el enclave estuvo instalado un heliógrafo, el cual permitía establecer comunicación con ciudades como Jiguaní o Gibara.
Uno de los capítulos más tristes de la historia de la Loma de la Cruz fue la utilización de algunos puntos en sus faldas como paredón de fusilamiento contra los patriotas independentistas. Algunos de ellos procedían de otras naciones hermanas, como fue el venezolano Aurrecoechea.
También fue foco de misteriosas leyendas que perduran hasta nuestros días. Una de ellas se refiere a la supuesta existencia de túneles que, procedentes de algunas edificaciones de la ciudad, permiten acceder hasta la cumbre de la loma, mientras que otras los vinculan con historias de amantes que los utilizaron como escondrijos.
Una loma muy popular
En tanto la notoriedad de la Loma de la Cruz sobrepasaba ya las fronteras de una ciudad pequeña, pero con una proverbial impetuosidad, uno de sus hijos más ilustres y filantrópicos, Oscar Albanés Carballo, promovió la idea de construir una escalinata que favoreciera las Romerías de la Cruz.
En vista de que el ayuntamiento no financió el proyecto del ingeniero Vicente Biosca, hacia el año 1927, Albanés encabezó la organización de colectas públicas para sufragar los gastos de la construcción. Comenzaba así una de las páginas más ilustrativas de la perseverancia del pueblo holguinero, pues la consumación de esta obra solo pudo alcanzarse 23 años después, el 28 de enero de 1950.
Años más tarde, la cima de la Loma de la Cruz se pudo alcanzar por carretera, lo cual permitió que muchas más personas admiraran el singular diseño de su rotonda, sus dos miradores, y sobre todo, veneraran la cruz y profesaran sus creencias. En 1956 se erigió sobre ella una estación repetidora de televisión.
Hoy en este distintivo sitio sobresalen otras instalaciones, como es el restaurante que lleva su mismo nombre. Precisamente, uno de los acontecimientos que la hacen trascender cada año son las Romerías de Mayo, un evento juvenil de carácter internacional por el rescate de tradiciones y la combinación de estas con la modernidad, auspiciada por la Asociación Hermanos Saíz (AHS) en el país.
Espacio preferido por los enamorados, quienes se empinan a proclamar su amor a los cuatro vientos, los deportistas, o los defensores de la naturaleza, la Loma de la Cruz no se jactaría de poseer la altura del mogote que asienta la majestuosa estatua del Cristo en Río de Janeiro, ni las nieves perpetuas de un volcán apagado en el horizonte de una ciudad andina. Ella no pretende competir con el arroyo de la Sierra, o conseguir un canto como el del Pan de Guajaibón. Ella se basta majestuosa y humilde, como sabedora de que quien se empina sobre sus pétreos brazos disfrutará del panorama más reconciliador con la ciudad y consigo mismo.
Para la realización de este trabajo se emplearon como fuentes los textos La Loma de la Cruz y La Ciudad de los Parques, ambos de la investigadora e historiadora holguinera Ángela Peña Obregón.
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