Clodomira Acosta, joven campesina a quien Fidel consideró de una inteligencia natural y de una valentía a toda prueba. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:24 pm
El 15 de septiembre se cumple otro aniversario de la dolorosa desaparición física de Lidia Doce Sánchez y Clodomira Acosta Ferrals, valerosas mensajeras de la Sierra Maestra. Aunque no las conocía personalmente, admiraba sus hazañas en el monte y el llano del mismo modo en que lo hacían otros combatientes del Movimiento 26 de Julio.
El 27 de agosto de 1958 la dirección del M-26-7 en La Habana nos ordenó recibir a Lidia, que venía de la Sierra. Clodomira llegaría el 10 de septiembre. Nuestra misión consistía en apoyarlas día y noche durante dos semanas para que realizaran importantes tareas asignadas por Fidel, Celia y el Che.
Sabía de esta misión desde unos días antes. Habíamos ido a Pinar del Río para entregar un cargamento de armas y ayudar a consolidar el territorio occidental, donde se esperaba la llegada del inolvidable comandante Camilo Cienfuegos. Tras regresar de esa región, mi jefe inmediato, el experimentado combatiente Amador del Valle (Alfredo), me expresó que era inminente el arribo a la capital de las intrépidas mensajeras de la Sierra Maestra y yo había sido escogido para atenderlas con la aprobación del comandante Delio Gómez Ochoa, «Marcos», delegado nacional de Acción y coordinador del M-26-7 en las provincias occidentales.
Acompañado de Griselda Sánchez Manduley, hermana de Celia y eficaz combatiente a quien ya conocía, nos dirigimos al encuentro con Lidia evitando lugares peligrosos como la Terminal de Ómnibus o la Carretera Central. Nos reunimos con ella en una discreta cafetería al costado de la cervecería Modelo, en el Cotorro. Un largo abrazo nos unió, tras lo cual Lidia nos contó sobre los éxitos de la Revolución en la Sierra y en la clandestinidad. Al observarla sentí toda la alegría, el candor y la fuerza revolucionaria que emanaba de su presencia. Ese día ella cumplía 42 años y se lo celebramos. A partir de entonces trabajamos sin separarnos en la ejecución de las tareas que tenía encomendadas.
El encuentro con Clodomira
El 10 de septiembre de 1958, tras el arribo de Clodomira Acosta Ferrals, se me asignó la misión de trasladarla de un hospedaje en la calle Amistad entre San Rafael y San José, frente al hotel Bristol, en Centro Habana, a un edificio situado en la calle Rita No. 271, apto. 11, entre Blume Ramos y Serafina, reparto Juanelo, en San Miguel del Padrón, alquilado por Gustavo Mas, jefe de Acción en Regla y Guanabacoa.
En este último inmueble se ocultaban varios combatientes de Regla, muy buscados por la policía debido a su participación en la retención de la imagen de la Virgen de Regla (5 de septiembre). Unos días después se recrudeció la persecución, cuando esos jóvenes ajusticiaron (el 11 de septiembre) a Manolito «el Relojero», el chivato número uno de Esteban Ventura Novo, uno de los más connotados carniceros de las fuerzas de seguridad del dictador Fulgencio Batista.
Al encuentro con Clodomira me acompañaron Lidia y Griselda. También se nos unió indebidamente Enrique Sotomayor, mensajero de la Sierra, quien insistió en ver a Clodomira para entregarle unos documentos. Junto a nosotros viajaba en el auto ese día el combatiente Reinaldo Cruz, «el Moro», quien conocía la dirección del fatídico departamento en el reparto Juanelo.
El encuentro con Clodomira fue muy emotivo. Era la primera vez que la veía y me impresionó sobremanera la personalidad de aquella muchacha. Su figura delgada correspondía a la evidente sencillez de su carácter. No parecía tener 22 años. El saludo entre Lidia y Clodomira fue muy alegre, y ante aquel efusivo abrazo estábamos lejos de pensar que pronto, demasiado pronto, ambas heroínas entrarían, abrazadas por la muerte, en la historia de la Patria y el corazón del pueblo.
Eran más de las cuatro de la tarde cuando llegamos al apartamento de Juanelo. No me gustó el lugar, y así se lo expresé a Griselda. No había las condiciones mínimas que garantizaran la seguridad de una fuga, de ser necesaria.
Lidia, que era muy tozuda, se empeñaba en quedarse para acompañar a Clodomira. Tuve que hablarle con dureza para convencerla que debía irse para La Jata, donde vivía desde su llegada a La Habana. Para ello conté con el apoyo de Griselda y Sotomayor. Tratamos de que Clodomira fuera con nosotros, pero aunque comprendía nuestras razones ella estaba citada para esa dirección, donde sería recogida, por lo que tuvimos que dejarla.
Resultaba muy difícil cuidar a Lidia, pues su audacia y valor a veces le impedía comprender los peligros que la acechaban.
Presagio y traición
El 12 de septiembre, temprano en la mañana, me dirigí a La Jata a recoger a Lidia. Miriam, su hermanastra, me dejó algo inquieto al decirme: «Lidia llegará enseguida». No pude ocultar mi molestia y solo pregunté cuándo se había ausentado. «Se fue anoche, poco después de haberla traído tú. Vinieron Reinaldo Cruz Romeo y Alberto Álvarez Díaz (otros integrantes del comando que ajustició al ‘‘Relojero’’). Al rato llegó Clodomira y como a las diez se marcharon todos».
Al llegar al edificio de Juanelo, pude contemplar desde la acera un charco de sangre como prueba de la masacre que allí había tenido lugar. Al atardecer de ese mismo día, Griselda y el eclesiástico monseñor Del Valle visitaron el necrocomio y comprobaron que en la morgue estaban los cadáveres de los mártires Reinaldo Cruz Romeo, Alberto Álvarez Díaz, Onelio Dampiell Rodríguez y Leonardo Valdés Suárez, «Maño».
El cuerpo de Reinaldo presentaba más de 52 perforaciones de bala. No encontraron los cadáveres de Lidia y Clodomira.
La represión desatada por Ventura Novo condujo por azar al arresto, a la salida de un cine de Regla, de José Piñón Vequella, «Popeye», a quien le hicieron presenciar el asesinato de un joven combatiente del M-26-7. Acobardado, informó a la policía sobre el apartamento de Juanelo. Una circunstancia fortuita, como fue el hecho de que Clodomira parara allí y Lidia se quedara a dormir esa noche, terminó la fatal concatenación de hechos que culminaron no solo con la masacre, sino además con la detención de las dos heroínas.
Se consuma el crimen
La suerte corrida por Lidia Doce y Clodomira Acosta solo se pudo conocer con certeza al triunfo de la Revolución.
Aproximadamente a las 4 y 30 de la madrugada, fuerzas combinadas de la policía al mando de los coroneles Esteban Ventura y Conrado Carratalá, rodearon el edificio y asaltaron al apartamento 11, ensañándose ferozmente con los revolucionarios y ambas mensajeras.
Los represores casi las desnudaron y se las llevaron en una perseguidora a la Oncena Estación. Lidia sangraba profusamente de una herida en un glúteo. El día 13 fueron trasladadas a la Novena Estación. Al bajarlas al sótano, Lidia cayó de bruces y casi no pudo levantarse. Uno de los esbirros, Ariel Lima, la golpeó con un palo en la cabeza, lanzándola con fuerza contra el contén. Al ver esto, Clodomira saltó sobre Eladio Caro, otro de los asesinos, arrancándole la camisa mientras le clavaba las uñas en el rostro y, a horcajadas sobre él, le propinó una mordida en el hombro.
Ventura vino después a interrogarlas y se puso furioso al ver el estado en que las torturas habían dejado a ambas revolucionarias. Lidia ya no hablaba; solo se quejaba.
El 14 por la noche, Julio Stelio Laurent Rodríguez (oficial del Servicio de Inteligencia Naval, célebre por participar en numerosos crímenes) llamó a Ventura para preguntarle si los torturadores les habían pegado tanto para que hablaran, que la mayor de ellas (Lidia) estaba sin conocimiento y la más joven tenía la boca tan hinchada y rota por los golpes que solo la abría para desafiarlos con malas palabras.
Laurent terminó solicitando que se las enviaran; y en la madrugada del 15, sin haberles sacado ni una palabra, los sicarios las metieron, ya moribundas, en la lancha 4 de Diciembre. En el área de La Puntilla, al fondo del Castillo de la Chorrera, les aplicaron un último suplicio: las introdujeron en un saco con piedras, y las sumergieron y las sacaron del agua muchas veces, hasta que el mismo Laurent las dejó caer al mar.
Al no delatar ellas a numerosos compañeros, pudimos seguir viviendo y luchando por la Revolución, y escribir hoy estas líneas que no consiguen describir en toda su magnitud el heroísmo ejemplar de las inolvidables guerrilleras de la Sierra y el llano y eternas mensajeras de Fidel, Celia y el Che.
De Lidia expresó el Guerrillero Heroico: «Dentro del Ejército Rebelde, entre los que pelearon y se sacrificaron en aquellos días angustiosos, vivirá eternamente la memoria de las mujeres que hacían posible con su riesgo cotidiano las comunicaciones por toda la Isla y entre todas ellas, para nosotros, para los que estuvimos en el frente número uno y personalmente para mí, Lidia ocupa un lugar de preferencia (...) La acompañaba otra combatiente de su estirpe, de quien no recuerdo más que el nombre, como casi todo el Ejército Rebelde que la conoce y venera: Clodomira. Lydia y Clodomira ya se habían hecho inseparables compañeras de peligro; iban y venían juntas de un lado a otro». Sirvan las palabras del Che para recordar a ambas heroínas de la gran batalla por la libertad.
*Luchador clandestino y miembro de la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana