La última foto que se hizo Rafaela en 1986, con su hija Violeta y con su nieto. Observe la misma expresión en su rostro. Autor: Archivo de JR Publicado: 21/09/2017 | 05:19 pm
El 12 de mayo de 1955, Rafaela Sánchez Rodríguez se somete para siempre al tribunal de la vida. Deposita a sus hijos Marta, María y Agustincito en el torno de la Casa de Beneficencia de La Habana, en San Lázaro y Belascoaín…
Le palpita el pecho. Mira en derredor. Besa a los niños, los aprieta contra sí, y los va colocando suavemente en aquel transportador empotrado que, girando sobre su eje, trocará el destino de ellos y el suyo.
Rafaela camina a tientas por Belascoaín. Llora sin pudor, ante la morbosa curiosidad de los viandantes. Llora con la franqueza de la miseria. Ante el azul inmenso en el Malecón, ruega a la Caridad del Cobre que la perdone. Y le promete que volverá por ellos, cuando la suerte le saque el puñal del pecho…
Puertas adentro de la Casa de Beneficencia, las monjitas reciben a los tres pequeños, junto a una carta al director del hospicio, que redactara el doctor Santos Ortiz, en cuya casa trabaja como criada Rafaela:
«Distinguido Doctor:
Con profunda pena de madre no tengo otra alternativa que dejar a mis hijos Marta, María y Agustín Castro Rodríguez* al amparo de ustedes, pues no tienen padre, y yo carezco totalmente de recursos con que mantenerlos. Marta acaba de ser dada de alta en el hospital Lila Hidalgo, y María y Agustín en el Municipal de Infancia, donde fueron ingresados hace más de un mes y los médicos lograron salvarlos del estado de inanición y del intenso parasitismo que padecían, aunque me dicen que Agustín necesita continuar con el tratamiento antiparasitario.
«La señora Isadora Ross y el Dr. Santos Ortiz son testigos de los esfuerzos que he hecho para evitar este paso, pues ellos me han visto alojándome en los refugios nocturnos con mis hijos hambrientos y enfermos, o durmiendo en los portales húmedos sin tener con qué abrigarlos, y saben de mis esfuerzos por ingresarlos en algún lugar como esa casa de su dirección, en la cual ellos realizaron gestiones totalmente sin éxito.
«Ante mi falta de trabajo y de recursos, espero que nadie me tomará a mal este paso por defender la vida de ellos.
«Los tres niños están sin bautizar y sin inscribir.
«Si no hay inconveniente, desearía que Agustín siguiera vistiendo la ropa de promesa de la Caridad del Cobre, a quien rogué por su salvación.
«Confiando en la bondad de usted y las madres que con usted colaboran les quedo con infinito agradecimiento»…
De la ciénaga a otros «pantanos»
La mujer albergaba una vaga ilusión de que el Sol saldría alguna vez para su mísera existencia. Por eso, con sus hijos a cuestas, enfermos y desnutridos, plagados de parásitos, fue cortando los hilos de la desesperanza, desde que allá en Santo Tomás, en la Ciénaga de Zapata, abandonó al padre de los niños, Emeterio Castro, cansada de sus maltratos. Más tarde se unió a otro campesino, Gumersindo Cordero, quien con sus escasos ingresos no pudo mantener cinco bocas.
Sin otra dote que su amor materno, meses atrás Rafaela había emprendido el viaje incierto de los desesperados. Se fue a La Habana, sin conocer a nadie. Sobrevivieron entre limosnas y hurgando en los latones de basura.
A mucho ruego, ingresó a Marta en el hospital Lila Hidalgo, y a María y Agustincito, en el Infantil del Vedado. En las afueras de este, conoció a otra madre, que también tenía ingresada a su hija. Esta le presentó a su cuñado, Bernardo Granado, quien vendía tamales por la zona. Él la conquistó con tamales, que ella engullía con fruición. Y Rafaela se aferró al hombre, como había hecho con Emeterio y Cordero.
Bernardo le consiguió empleo de criada en casa del doctor Santos Ortiz. Los muchachos mejoraron con el ingreso. Y Rafaela hizo una promesa a la Caridad del Cobre por Agustincito, el más deteriorado de salud. Transcurrían las semanas y los pequeños iban rehabilitándose. La madre trataba de aplazar el alta: ingresados, era techo y bocado seguros. No podía llevarlos con ella, pues en casa de Santos Ortiz no los aceptarían; ni tampoco para Santo Tomás, con su familia, entre tanta miseria.
Fue cuando tomó la decisión, instada por Santos Ortiz, de internarlos en la Casa de Beneficencia.
Con los días, su consuelo eran las eventuales visitas que les hacía, debatiéndose entre el dolor de no tenerlos y la evidencia de no poder atender sus necesidades. En una de esas visitas, la llevaron ante el director, el doctor Julio C. Portela, quien le insistió que debía recoger a los niños. Ella le rogó que los mantuviera allí, en cuanto levantara cabeza vendría por ellos. El doctor Portela aceptó.
Fela obtuvo permiso de sus empleadores para ir a Santo Tomás y sopesar las condiciones para volver con sus hijos. En el viaje se cayó y se dislocó un pie. Así llegó a Santo Tomás, de donde faltaba hacía cinco meses. Cordero no aceptó recogerla con los niños. Se refugió en casa de su hermano, impedida de caminar. Con la ayuda de una vecina que sabía escribir, le envió una carta al director de la Beneficencia contándole lo sucedido, y suplicándole que alargara la permanencia de los niños.
Al fin regresó a La Habana a casa de Santos Ortiz. Y se le cerró más el camino. Incumplido el compromiso con Portela, no puede ir más a verlos. Apenas se paraba en la puerta de la Beneficencia, y alguna monjita le informaba cómo estaban. Pero lo que no imaginaba Fela era que el 12 de septiembre de 1955, el director le había arrebatado la Patria Potestad, inscribiendo a los niños en el Juzgado Municipal del Vedado, y cambiándoles los apellidos por los de Caballero Zayas.
Con la ilusión de rescatar a sus hijos, Fela sigue trabajando en casa del doctor Santos Ortiz. De sus amoríos con el tamalero Bernardo, sale embarazada: en diciembre de 1958, como augurio de un cambio raigal en su vida, nace su hija Violeta. Tiene que abandonar su mísero trabajo, y trata de que Bernardo la acoja con su bebé. El hombre le explica que no posee recursos ni donde albergarla; es casado y tiene incluso un hijo de 17 años, perseguido por la dictadura de Batista por revolucionario.
Rafaela decide volver con la bebé a Santo Tomás. Allí se une a un carbonero, Vicente, con quien se muda para un rancho en la playa El Caimito. En el caserío desconocían su azarosa historia, y la daban por rara y loca cuando, en las puestas de Sol, se sentaba en un taburete con la mirada perdida en el mar y lloraba silenciosamente.
El torno no tiene vuelta
Llega el 1ro. de enero de 1959, y tiempo después es que Rafaela descubre que algo cambia. Mejora la situación económica de los carboneros, la Ciénaga comienza a verse bonita, con tantos caminos, obras, escuelas…
Una mañana de junio de 1960, viaja a La Habana con Violeta, para cumplir su sueño. Busca a Bernardo el tamalero, le explica que va a recoger los tres niños en la Casa de Beneficencia y le pide que le cuide la pequeña. Bernardo habla con su esposa, Simona Sosa, y le cuenta la verdad de la historia. Simona, antes madre que mujer y un corazón inmenso, acepta cuidar a Violeta para que Rafaela llegue a la Beneficencia.
El corazón de Fela retumba, a punto de reventar, cuando descubre que en la institución de caridad solo está Agustincito. Marta y María habían sido adoptadas en 1957. Fela llora e implora, pero es tarde. La adopción es discrecional, y no le dan información…
Se presenta ante Simona, la esposa de Bernardo y, con la cabeza gacha, ruega que le cuide a la pequeña Violeta, para volver a El Caimito a ver si Vicente, su compañero, acepta a Agustincito. Simona le levanta el rostro suavemente por el mentón, y le dice, mirando aquellos ojos extraviados:
—Voy a cuidarte la niña, porque soy mujer y madre, y porque tú eres realmente víctima de la vida.
Fela llega a El Caimito, y Vicente acepta a Agustincito. Retorna a la Casa de Beneficencia, recoge al niño, busca a Violeta, y se despide de Simona:
—La quiero como si fuera mi madre, dice.
Retorna a El Caimito, pero la relación con Vicente se deteriora. ¿Quién sabrá cuánto marchita el sufrimiento? Tiempo después se une a otro carbonero, Agustín Bello, un gran hombre que la protegió, tras tanto desamparo. Junto a él moriría, en 1987, sin saber más de sus dos niñas.
Todo es secreto hasta un día
Un día se aparece Bernardo el tamalero en El Caimito, para ver a su hija. Le propone a Rafaela que diga a Bello que él es el padrino de la niña, pero ella opta por la verdad. Y Bello acepta que Bernardo visite a su hija. Pero este desaparece y nunca más saben de él.
Con los años, lejos de amainar, se agudiza el dolor de Fela. Persona sin instrucción al fin, no tenía la menor idea de cómo buscar a las niñas adoptadas. Los vecinos intentaban consolarla diciéndole que Marta y María seguro habían sido llevadas al extranjero por las familias que las acogieron.
Una mañana nublada de 1967 llega hasta casa de Rafaela un desconocido con algo familiar en la mirada. Es Bernardo Granado Sosa, el hijo del tamalero y de Simona. Por él se enteran que su padre proyectaba viajar a El Caimito en 1963, cuando falleció repentinamente. Revisando con el tiempo unos papeles añosos, Bernardo descubrió, por unas décimas del padre, que en El Caimito este tenía una hija, Violeta. Investigó entonces hasta que encontró y conoció a su hermana. Después volvió muchas veces por allí, y llevó a su mamá, Simona, a su esposa e hijos. Y se establecieron lazos familiares entrañables con Violeta, Agustincito y Rafaela.
Agustín creció marcado por el sufrimiento inconsolable de su madre. Y ya en 1980, un tanto porque ni sabía lo que ansiaba, y un tanto por aventurarse a buscar a las hermanas extraviadas, que debían vivir de seguro en Estados Unidos, se traslada a Guantánamo, en medio de la crisis migratoria del momento. Intenta cruzar la frontera con la Base Naval de Caimanera; es apresado y lo juzgan por salida ilegal. Cumple pena en una prisión abierta, donde trabaja en el campo. Se escapa y esta vez sí logra penetrar en la base. Después de mucho trabajo, logra llegar a Estados Unidos, y desde allí le escribe a Rafela diciéndole que decidió irse a ese país a buscar a sus hermanas. Ahora la madre perdía a su hijo varón y solo le quedaba Violeta.
En Estados Unidos Agustín trabajó en la construcción y sufrió en carne propia las discriminaciones que penden sobre el emigrante. Intentó hallar a las muchachas, pero ni siquiera sabía sus apellidos. ¿Quién encuentra una Marta y una María cubanas, en un país tan grande?
En un trato que hace con un norteamericano, este lo estafa. Agustín le dispara, y en consecuencia estuvo 17 años preso, como si cupieran más penas en los hombros de su madre. En prisión, el muchacho estudia y trabaja, envía dinero a Fela y a Violeta y se aferra a sus creencias religiosas como única salvación. Seguirá siempre obsesionado con el difuso recuerdo de sus hermanitas, halándolo por los brazos en un patio muy grande, colmado de niños.
El rostro de una tarjeta
Bernardo Granado Sosa recordó a su padre el tamalero aquella mañana de agosto de 2011, cuando salió del hospital Hermanos Ameijeiras, tras el chequeo semestral de rutina, desde que en el 2008 le extirparan un riñón minado de cáncer. Aquí estoy todavía, viejo; siempre he creído aquello que me inculcaste, de que los buenos no pueden temerle a la muerte.
Volvía a escapársele a la Parca, como aquel día de 1957, cuando con solo 17 años, los torturadores de Ventura Novo, en la Quinta Estación de Policía, no consiguieron hacerle hablar, ni entregar a sus compañeros del Movimiento 26 de Julio en la capital. La bondad y el valor son un anticuerpo, pensaba cuando bajó a San Lázaro y miró hacia atrás el moderno edificio levantado donde antes estuvo la Casa de Beneficencia. Recordó a Fela, el calvario que le acompañó, clamando por sus hijas perdidas.
Bernardo siempre quiso hacer justicia a Rafaela, como una deuda con su padre. Ese día que salió del Ameijeiras, tocó en el convento vecino, porque le habían dicho que allí estaban aún los archivos de la Beneficencia. Pero le informaron que los expedientes de los niños que pasaron por la institución, se encontraban en el Archivo Nacional.
Llegó al Archivo y explicó su objetivo. Le facilitaron consultar los tarjeteros que contienen alrededor de 30 000 nombres de niños expósitos que pasaron por allí.
El problema eran los apellidos de Marta y María. Durante días, buscó primero por los que dieran una señal: Cordero, Castro, Sánchez, Rodríguez, y el Valdés que muchos pequeños recibían. Pidió los expedientes de todos los pequeños que ingresaron en esa Casa desde por lo menos 1954.
Pasaban días sin ningún hallazgo. Llegó a pensar que Agustín, Marta y María nunca fueron registrados oficialmente en la Casa. Y se decidió a recorrer el tarjetero desde la letra A. Tras varios días de búsqueda, el 17 de noviembre del 2011, al llegar a la letra C, encontró una amarillenta tarjeta con el nombre de Marta Rafaela Caballero Zayas. ¡Marta! y ¡Rafaela! de segundo nombre. Soltó una palabrota de alegría. ¡Tenía que ser Marta, llevaba también el nombre de Rafaela!
Pidió el expediente de la niña, y al revisarlo vio las anotaciones de aquel triste día: las prendas con que apareció en el torno, y la consignación de que era hermana de María Domitila y de Agustín Domingo. Cerró los ojos y en la negrura percibió una especie de visión: los ojos acuosos de Rafaela sonreían…
Al otro día encontró los expedientes de María y Agustincito. Todo lo fotocopió, le avisó a Violeta allá en San Nicolás de Bari, donde vive con su hijo. Y le envió un correo electrónico a Agustín, en Estados Unidos, avisándoles del hallazgo y enviándoles la fotocopia de la carta clave de su madre al director de la Beneficencia.
En su pesquisa Bernardo halló la hebra que los llevaría al paradero de las dos hermanas: allí descansaban aprisionados, ocultando una historia, los documentos que atestiguan la adopción, por separado, de ambas niñas.
Rumbos diversos
En los primeros meses de 1957, la actriz Gina Cabrera lideró por televisión una campaña para que personas de buenos sentimientos bautizaran y apadrinaran a niños de la Beneficencia. Y entre los sensibilizados, llegó a la Casa de Beneficencia Carlota L. García Ledesma, de 42 años y soltera. Poseía una pequeña tienda de modas en La Habana Vieja, casa propia, en donde convivía con una hermana de crianza y una prima de esta. Con automóvil y cuenta en el banco e ingresos mensuales que oscilaban entre 300 y 600 pesos, una suma respetable para entonces.
También acudió Bárbara Ledesma Valdés, de 23 años y soltera, de posición modesta. Vivía en un apartamento alquilado junto a sus padres, una hermana y el hijo de esta. Ganaba 60 pesos mensuales como acompañante de niños en un ómnibus escolar. Su padre era dependiente de almacén y ganaba 120 pesos, y su hermana trabajaba de maestra, percibiendo 115 pesos.
Carlota comenzó a apadrinar a Marta Rafaela, y Bárbara a María Domitila. Ambas madrinas se conocieron por medio de las hermanas y las recogían los fines de semana para familiarizarse. Salían juntas con las pequeñas. Conocieron al hermanito Agustín, e incluso lo llevaron de paseo varias veces con las niñas.
Las hermanas y sus tutoras se querían. Estas últimas, cada una por su parte, y con cartas de recomendación, lograron la adopción. Marta Rafaela le fue entregada a Carlota el 23 de agosto de 1957. Y María Domitila le fue concedida a Bárbara el 23 de diciembre de 1957. Agustín las vio partir.
Carlota y Bárbara se visitaban regularmente desde ese momento, y así María y Marta mantuvieron una relación estable. Al hermano que se quedó en la Beneficencia solo le era concedido un pase con las tutoras de ellas para pasear y verlas, y luego volver al hospicio.
Puerta a la historia
El expediente hallado de Marta Rafaela, consignaba que Carlota residía entonces en la Avenida 33, número 24620, reparto Ermita, entre 246 y 250, en Arroyo Arenas.
Probando suerte, y con el corazón a punto de quebrar, Bernardo, acompañado de su esposa María Elena y su hija Niurka, se dirigió a la dirección señalada. A lo mejor y ese día desgarraban el velo que ocultaba tan azarosa historia.
Tocaron a la puerta de la casa, un hermoso chalet típico de los años 50, ya reformado. Sí, allí vivió para siempre Marta Rafaela, pero había fallecido hacía nada más que dos meses. La hija, Ileana María Ávila Caballero, se abrazó a llorar con Bernardo, y en unas dos horas reconstruyó la historia de la vida de su mamá, y de su tía María Domitila.
Por compensaciones del destino, Marta Rafaela fue criada por Carlota, una mujer muy pródiga en fuerza espiritual y bondad. La asumió como una muñeca, muy sobreprotegida. Marta fue una persona enfermiza y bastante inhábil para las decisiones y los desafíos de la vida. Murió con 59 años, y antes había perdido al amor de su vida, el padre de Ileana María, a los 60.
Bernardo supo entonces que María Domitila, inseparable de Marta Rafaela, había emigrado hacía muchos años a Estados Unidos, tenía dos hijos, y ya había visitado Cuba. Ambas hermanas sentían inquietud y curiosidad por encontrar a Agustín, pero temían remover el piso de una historia ignorada. A ello se sumaba el hecho de que, de alguna forma, ambas tutoras habían transmitido a las niñas una visión fantaseada de la vida de Rafaela, cual una mujer frívola y casquivana, que las había abandonado.
Fiel a la memoria de la sufrida Rafaela, Bernardo se comunicó por correo electrónico con Agustín, le dio la localización de María. Ambos hermanos se reencontraron en casa de esta última, de la única manera estremecedora con que pueden desenterrarse las raíces y llenarse los vacíos de tantos desconciertos.
Violeta fue desde San Nicolás de Bari a La Habana, a descubrir a su sobrina, y a hablarle de la abuela que no conoció. Hubo fotos y llantos durante días, acá en La Habana, y allá, en Estados Unidos. Mensajes de correos electrónicos constantes entre Bernardo, Agustín y María, esclarecimientos, reconstrucciones de los tejidos afectivos, que ya no se detendrán.
Bernardo me lo cuenta ahora todo y llora como un niño, confiado en que Rafaela, dondequiera que esté, seguirá acariciando a sus cuatro niños, en una playa de alegrías, donde no asalta la miseria ni habrá abandono posible.
* Durante mucho tiempo la ignorancia llevó a Rafaela a cambiar el orden de sus apellidos, y le tendió otra trampa cruel al nombrar a sus hijos.