En torno a un popular muñeco de la humilde comunidad rural tunera de La Ceiba se tejen las más disímiles y fantasiosas historias. Autor: Juan Morales Agüero Publicado: 21/09/2017 | 04:54 pm
MAJIBACOA, Las Tunas.— Cuando escuché por primera vez la «historia» del maniquí de La Ceiba, se activó en algún recodo de mi mente el archivo de mis recuerdos. Me pareció ver otra vez las espeluznantes imágenes de Psicosis, el famoso filme de Alfred Hitchcock, donde un joven oculta el cadáver de su madre y asume su personalidad.
«Así como te lo digo —cuchicheó con tétrico acento la persona que me la contó—. A esa mujer le mataron su único hijo. Entonces se volvió loca y construyó ese muñeco. Ella se figura que es su muchacho y conversa con él como si estuviera vivo. A mí no me creas, pero dicen los vecinos que lo baña y hasta lo viste con la ropa del difunto».
Este y muchos embelecos más se tejieron en torno al popular maniquí de La Ceiba, la humilde comunidad rural tunera. Se corrió también que ella era una modista que había concebido una maqueta humana para probarle y ajustarle sus costuras diversas antes de ponerlas a la venta.
«Son inventos y patrañas de la gente —asegura muerta de la risa Idalia Sosa González, acreditada en el asentamiento majibacoense con el sobrenombre de Yela—. Oiga, tienen una imaginación tremenda… La historia de mi maniquí es la más sencilla del mundo. No tiene nada que ver con muertos, hechicerías ni dobladillos. ¡Nada que ver…!».
Me refiere entonces que cuando trabajó como camarera en el hotel Las Tunas, allá por los años noventa y tantos del siglo pasado, atendió como huéspedes en la instalación a los actores que tomaban parte en el rodaje de los capítulos tuneros del serial Día y noche. Su buen carácter permitió que estableciera con algunos una bonita relación.
«Ellos traían entre sus cosas un maniquí de tamaño natural que, según me dijeron, se utilizó como doble de El Puri, uno de los personajes de la serie, en el momento en que lo matan y cae al suelo desde lo alto de un edificio —recuerda Yela—. El fallecido Jorge Villazón me vio una tarde mirando con curiosidad el muñeco. Y me lo regaló».
Yela cargó con el maniquí para su casa. Allá lo reparó, le tapó los orificios provocados por las balas de El Tavo y lo colocó en el exterior de la vivienda. Los mirones no tardaron en aparecer. Y, a pesar de que la «relatoría» sobre la procedencia del fantoche conjuró cualquier suspicacia, enseguida echaron a correr como reguero de pólvora las versiones más extravagantes que se puedan imaginar.
«Le pusimos por nombre Alberto, y se ha convertido en toda una “personalidad” en la zona —afirma Ramón, único hijo varón de Yela, el presunto “muerto” de la historia—. Se distingue desde la carretera y parece una persona. Quienes viajan entre Las Tunas y Holguín se bajan a hacerse fotos junto a él. En La Habana no hubiera sido famoso».
Pero ahí no queda la notoriedad del maniquí. Durante la Jornada de la Cultura, lo encaraman sobre un camión y lo pasean muy orondo con su sombrero, su bigote y su cinto por los poblados de Vivienda, Calixto y Las Parras para que los lugareños puedan conocerlo «en persona». Esos itinerarios, entre baches y brincos, le han ocasionado a Alberto más de una magulladura en su ya lastimada anatomía.
En fin, esa es la historia verdadera del maniquí de La Ceiba. Instalado como un buen pensamiento delante del portal de Yela, es un ícono de la popularidad, una referencia para los viajeros y un incentivo cultural para los diletantes. Su presencia allí no evoca deidades ni momias. Se trata —eso sí— de una confirmación de cuánta sensibilidad posee el cubano para fabricarse su propio imaginario.