La pena de los Cinco ha sido larga y no solo los ha encerrado a ellos, también ha convertido en rehén la felicidad de sus hijos y padres
Cada memoria enamorada guarda sus magdalenas como dijera el escritor Julio Cortazar, y la de Irmita, hija de René González Sehwerert, es el olor que deja el jabón y el agua de lavanda en la piel, el cual siempre la remite a su padre. O tropezarse con un manojo de «pequeñas florecillas», porque le recuerda la manera en que son nombradas ella y su hermana Ivette por su progenitor.
Al conversar con esta muchacha, graduada como psicóloga en 2008, tengo la impresión de que René se sale permanentemente de los balaustres y rompe las leyes físicas de la distancia, porque sus doctrinas y ternura galopan por cada rincón de la casa de familia. Allí hay una losa que dice: «Aquí vive el mejor padre del mundo», y en la mesita de centro están con rostros plenos de gozo Ivette e Irmita junto a René durante una visita a la cárcel.
Olga Salanieva, esposa de René junto a su suegro. —Cuéntame algo sobre tu padre que ilustre su grandeza paternal.
—No alcanzaría todo el tiempo para enumerar detalles, pero recuerdo que era cariñoso en todo momento y lo sigue siendo. Ahora mismo lo tengo delante de mí con un peine en la mano tratando de hacerme las motonetas, que casi siempre le quedaban disparejas y me apretaban muchísimo. Le encantaba vestirme para ir a la escuela. Un día estábamos apurados, porque casi rayaban las ocho de la mañana, y una mujer tuvo que terminar de ponerme la saya en la calle. Mi papá no sabía acomodarme bien el uniforme. Era torpe para eso, y sin embargo no se daba por vencido.
«En una ocasión me regaló una perrita que al entrar en celo se escapó de la casa, y él tanto zancajeó que la encontró entre una manada lejos de donde vivíamos. La regresó y a los pocos días volvió a fugarse, pero nunca más se tropezó con ella. Antes de irse para Estados Unidos, con la apariencia de desertor con que vivió hasta enterarnos de la verdad, me dejó un perrito que murió recientemente. Esas cosas pequeñas, de una tremenda hondura humana, son componentes de las grandes personas, y mi padre es dichoso en nobleza. Tal vez la gente piense que lo veo así porque soy su hija, pero quienes lo conocen sabrán que no exagero».
Esta joven de 25 años confiesa que optó por la carrera de Psicología porque como especialista en esa disciplina podría ayudarse a sí misma a rebasar la agonía de tener a su padre en prisión, condenado injustamente. Con ciertas técnicas salvaría el entusiasmo y su espíritu se dañaría menos en medio de esa tragedia, pensó.
«Hay hijos que han perdido a sus padres en Girón o Angola y estarán marcados con ese dolor siempre. A mí me toca sufrir una pequeña dosis de lo que ha sufrido este pueblo. Mi familia entera me ha apoyado, pero me entregué a la Psicología para ayudar a otras personas y poder entender los procesos que hay detrás de este dilema con tranquilidad y optimismo. Me gusta la psicología clínica, trabajo como profesora en la Universidad, y consulto en el Centro de Orientación y Atención psicológica. Allí encuentro personas que sufren mucho y les doy aliento, porque a eso me ha enseñado no solo la carrera, sino también ese padre maravilloso que siempre lucha por la felicidad.
«Yo quiero recordarte que nunca renuncies a ser feliz y a hacer felices a quienes quieres, que es el mejor regalo que se puede dar para demostrar amor. Ser felices es un reto que tenemos que asumir con mucha... felicidad y dando amor, que es la única forma de hacer mejor el mundo».
Este fragmento, extraído de una de las misivas de René, es recordado por Irmita en el momento justo de nuestra conversación. «Lo evoco porque han habido momentos en que en vez de llorar he tenido que refugiarme en esa filosofía proveniente de un hombre que ha tenido que asirse a ella para sobrevivir. Cuando me gradué él no estuvo, cuando me casé tampoco. En estas ocasiones y en otras menos trascendentes, pero igualmente en las que me ha hecho falta su presencia, en lugar de desanimarme he pensado en su consejo».
Irmita durante su boda lee un mensaje enviado por René. Foto: cortesía familiar —¿Qué sueños rondan a esta muchacha que presenció el arresto de su padre y posteriormente ha tenido que sufrir las arbitrariedades de la justicia norteamericana en carne propia?
—No puedo negar que el 12 de septiembre de 1998 me marcó para siempre. A las cuatro de la madrugada de ese día fui testigo de cómo, a fuerza de golpes y casi sin vestir, se llevaron preso a mi padre. A partir de ahí y hasta que regresamos a Cuba, en el año 2000, mi madre y yo fuimos víctimas del acoso y la persecución en Miami. Esas escenas a veces aparecen como pesadilla.
«No obstante esos fantasmas se han ido suavizando, gracias a la manera en que el pueblo y las personas de buena voluntad en el mundo han asumido la condena de los Cinco. Esa imagen dantesca de ver a mi padre humillado y a nosotras agobiadas por los temores, ha dado paso a sueños hermosos que se repiten más que las pesadillas. Sueño que regresa junto a sus cuatro hermanos, y que el pueblo los recibe. Recientemente le dije que para estas vacaciones quería irme a desandar las montañas del Escambray con mi esposo y amigos. A él le gustó tanto la idea que prometió celebrar su regreso con una acampada. Hace pocos días soñé que estábamos en plena travesía y reíamos como locos.
«Este viernes me invitaron al MINREX para hablar sobre la negativa de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos de revisar el caso de los Cinco. Luego del conversatorio canté una canción acompañada en la guitarra por mi esposo. Siempre que interpreto algo de Pablo o Silvio mi padre está presente, porque es devoto a la música de estos artistas. Sueño despierta que cuando vuelva cantaremos juntos; él dijo que se las arreglaría con las maracas».
—¿Qué opina tu padre sobre la reciente decisión de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos?
—El jueves último fue mi cumpleaños y pudimos hablar. Él no me permite decaer, mientras más conversamos más me reconforto. Cree que la justicia se abrirá paso, y los Cinco puedan estar de retorno el mismo día y a la misma hora de una fecha no muy lejana. Me preguntó si era feliz y le respondí afirmativamente, «entonces también yo lo soy», me aseguró.
Al término de nuestra plática, le digo qué se siente siendo la hija de un héroe y me responde que un orgullo muy limpio. Inmediatamente pone a mi consideración una carta enviada por René González Sehwerert el 5 de septiembre de 2001. «Lee eso, ese es mi padre, sin retoques ni edulcorantes».
«Bueno, te preguntarás —¿Qué se supone que yo haga?— Realmente la respuesta no es tan compleja: Nunca dejes de ser tú misma. Eso es todo. No se trata de que te conviertas en la madre Teresa de Calcuta o en un ser inalcanzable. Sigue siendo la misma muchacha sencilla, estudiosa, agradable y querida por todos. No cambies un ápice. Eso es lo primero que te quiero decir en esta carta. Tú tienes todo lo que necesitas para ser digna de esas muestras de aprecio y para representar a tu papi en estas circunstancias»...
...«Obsérvate a ti misma todos los días y no permitas que esa diferencia te suba los humos. En dos palabras: No cambies»...
Hay que seguir guapeando
«Uno extraña en fechas como esta a los hijos aun estando cerca y en libertad. Es muy difícil estar hoy sin él, pero hay que seguir guapeando. Sigo esperándolo».
Así de firme, pero con la voz mellada por la verdad que expresa, Cándido René González Castillo, padre de René, me describe lo que ha venido sintiendo cada tercer domingo de junio desde hace más de diez años.
«Por las leyes arbitrarias de Estados Unidos mi hijo estará en libertad dentro de tres años, pero no será así con otros de sus compañeros. Esto ha sido una pena larga que no solo los ha encerrado a ellos, sino que ha convertido en rehén nuestra felicidad de padres».
Cándido regresó hace tan solo unos días de visitar a su hijo, acompañado de una de las hermanas del héroe, quien pudo abrazar al mayor de la prole, después de casi 20 años sin verlo. Pensó que la escena sería patética, pero resultó fortificante, «porque la energía de ese hijo es muy grande. Siempre nos recibe con los brazos abiertos y una sonrisa parecida a la de los muchachos cuando están en la escuela en el campo».
Hablamos de la bondad de ese gran hombre que siendo estudiante compartía con su mejor amigo, Jorge Rivera, el estipendio, porque el compañero tenía esposa y un hijo que mantener.
«Nosotros económicamente no estábamos nada holgados, pero mi hijo aprendió que no se da lo que sobra, sino se comparte, sin esperar nada a cambio, lo poco que tengamos».
Cándido habló de su René con mucho orgullo. Recordó los domingos en que, junto a su otro hijo Roberto, iban para la fábrica de plásticos y trabajaban todos como hombres responsables. «Eran unos pichones y había que llamarlos por la mañana una sola vez. Nunca refunfuñaron. Esos son mis hijos. Así es mi René».