Frank, América —su novia— y doña Rosario.
SANTIAGO DE CUBA.— «Parece que el que está fatal soy yo. Me separé de Navarrete y ya tengo la policía aquí...», comenta el joven sin que la certeza del hecho le dé alguna posibilidad al miedo o la impaciencia.Desde la cercana esquina de San Germán y Gallo avanza la muerte. Dos cuadras más abajo de la habitación que lo acoge, en aparatoso despliegue, se han congregado fuerzas combinadas del SIM, el Ejército, la Policía Nacional y la Marina de Guerra, con el despreciable José María Salas Cañizares a la cabeza.
«¡Fuego a la lata, señora!», le había espetado a una anciana el abominable esbirro, minutos antes, al detenerse la perseguidora donde viajaba frente a la casa No. 173 de San Germán.
Registrar todas las casas con numeración par en la calle San Germán, desde la esquina de Gallo en adelante, había sido la orden del prepotente jefe militar.
Como dolorosas ráfagas pasan aún ante los ojos del hoy general de brigada Demetrio Montseny Villa, en aquella época jefe de Acción y sabotaje del Movimiento 26 de Julio en Guantánamo, las imágenes de los últimos minutos del héroe.
Desde las 2:30 de la tarde del martes 30 de julio de 1957, previo acuerdo telefónico, según explicó en entrevista al periodista Rafael Carela, arreglaba con el Jefe nacional del Movimiento, desde la casa en que se escondía, los detalles para la compra clandestina de parque y otros pertrechos militares en la base naval de Guantánamo.
Había visto la alegría revolotear en el rostro del joven. «Yo sabía que ustedes no me iban a fallar, pero hay que conseguir más armas y parque...», le había dicho, al tiempo que le mostraba una carta de Fidel, en la que se hablaba de la difícil situación con los pertrechos que atravesaba la guerrilla en la Sierra.
Días antes, le comenta de paso, el joven revolucionario, acompañado del gordo Agustín Navarrete, habían escapado de milagro de una encerrona de la policía. Por las ventanas podía ver a Salas Cañizares, en persona, dirigiendo el registro.
Así lo contaba el mismo Frank, sin imaginar otra vez la cercanía del execrable esbirro, quien el mes anterior había sido nombrado jefe militar de la plaza de Santiago, con el aval de sus terribles métodos, los mismos que le valdrían entre la población el apelativo de Masacre.
La saña y el odio caminaban en pos de la vivienda No. 204, en que tenía lugar la reunión entre los jefes, mas el héroe no se inmutó. Lo asumió como otra prueba que le imponía la rutina del clandestinaje, y aunque adoptó las medidas de rigor, como esconder entre dos tablas de la pared la carta de Fidel, como era su costumbre se mantuvo callado y sereno.
Cuando se asomó por la ventana del cuarto, para informar del registro, la dueña de la casa, era en cambio, un mar de nervios.
Raúl Pujols. Casi a la carrera, por la calle Corona, aguijoneado por el secreto y la responsabilidad de tener al jefe en su casa, llegaba Raúl Pujols desde la ferretería Boix, donde trabajaba, y a donde había sido avisado por Bessy, vecina y militante de su célula.
¿Por qué no nos vamos todos en la máquina?, aprovechó Villa para proponerle. La respuesta del Jefe de la clandestinidad fue el retrato de la calma y la meditación: —Otras veces ha ocurrido lo mismo... —dijo y avanzó hacia el teléfono.
—Bueno, está bien, no hay problema —son las palabras del Jefe, interrumpiendo la voz de Mónica (Vilma Espín), que del otro lado del auricular le informa sobre el cumplimiento de una tarea.
Los revolucionarios discuten sobre la negativa del joven de acompañarlos. El Jefe, el único que está armado, da instrucciones a Pujols de despedir a los combatientes guantanameros como familiares y de volver a la ferretería.
«El Movimiento me ha responsabilizado con tenerte aquí, y si ocurre algo muero contigo...», es la enérgica respuesta de Raúl Pujols.
Villa vuelve a insistir en su proposición de que el Jefe los acompañe. «Tres hombres juntos harían más sospechosa la salida» —le responde el héroe, en su afán de no comprometer a sus compañeros, y les reitera la orden de irse.
Pueden oírse ya los pasos de la soldadesca, el murmullo de la barbarie. «Ven con nosotros», repite otra vez Montseny Villa. «No, es más fácil que me vaya a pie. Hagan lo que les digo, váyanse» —y esta vez la posición del Jefe es terminante. Pone en ella toda su experiencia en el clandestinaje, y todo el rigor y la ternura de su carácter.
Con el fragor de la preocupación quemándole las entrañas, Demetrio Montseny Villa y José de la Nuez (Basilio), los guantanameros, parten. «Vete tranquilo, que mi vida responde por él...», fueron las últimas palabras a Villa de Raúl Pujols.
Esa misma decisión le abrigaba cuando, minutos más tarde, salió de su vivienda junto al líder estudiantil santiaguero. Y hubiera logrado proteger al Jefe, de no ser por la delación de un antiguo alumno de la Escuela Normal para Maestros de Oriente, que en el chequeo de los transeúntes le informó a Salas Cañizares que aquel era Frank País García, el jefe de los revolucionarios en el llano, el hombre más buscado por la tiranía.
Justo a las 4:15 de la tarde, una descarga de 22 plomos abatió el cuerpo del mayor de los País García. Luego otro disparo detrás de la oreja. Junto a él, la sangre de Raúl Pujols, excelso ejemplo de lealtad, tiñó también de rojo el estrecho suelo del Callejón del Muro.
JOVEN DE TODOS LOS TIEMPOSNacido en Santiago de Cuba el 7 de diciembre de 1934, en el humilde hogar del reverendo Francisco País y Rosario García, Frank tuvo que abrirse a la vida entre los rigores de la supervivencia.
Cinco años tenía cuando falleció su padre. Desde entonces, los tres varones de la familia crecerían acunados por la austeridad y el amor, la exigencia y la sensibilidad de su madre, quien durante los servicios de su iglesia acostumbraba a ejecutar piezas religiosas en el piano.
En la decisión de vida o muerte del 30 de julio estaba toda la responsabilidad y el respeto que le crecerían en aquellas tardes en su hogar, modesto pero cálido, en las que la madre interpretaba en el piano marchas e himnos.
En el gesto de Frank País aquella infausta tarde palpitaba el roce con sus vecinos del barrio de Los Hoyos, gente franca y sincera, imbuida de una conciencia patriótica creada por sus ancestros y traicionada por sus gobernantes.
«Era el más limpio y capaz de todos nuestros combatientes —diría su compañero de lucha Armando Hart, parafraseando a Fidel—. Poseía una moral y una pureza como pocas he conocido. Tenía a la vez una abierta y sincera vocación de dirigente. Quien hablara dos veces con él sabía que había nacido para mandar. Y mandaba con una moral espartana y noble espíritu de justicia...».
Pero más allá de sus increíbles dotes como organizador y dirigente, de su rapidez de reflejos, que le hizo escapar innumerables veces de la muerte, de su integridad a toda prueba, estaba el hombre espiritual y sencillo, preocupado por cada detalle; la ternura del joven que cantaba, tocaba el piano, gustaba de pintar y expresaba sus más hondos sentimientos en versos.
Nunca se creyó héroe, pero su corta existencia fue la mejor expresión de su personalidad sencilla y multifacética, que lo hacen trascender, ubicándolo a la altura de cualquier tiempo.
«Yo acababa de venir de una excursión y estaba tan cansado que me acosté; a eso de las 5 y media me despertó un intenso tiroteo de ametralladoras y rifles...», contaría a una amiga normalista, en alusión a los hechos del 26 de Julio de 1953, que lo conmovieron profundamente y cambiaron sus días.
Tenía entonces 18 años y la playa y las excursiones estaban entre sus preferencias. Investigaciones recientes dan fe de sus constantes incursiones por sitios como la Gran Piedra, el Morro, San Juan, la Bahía, donde sus correrías daban rienda suelta a su afán naturalista.
ENTRE BALAS Y AFECTOS
Fidel junto a Frank País, Faustino Pérez y Armando Hart.
«Qué solo me dejas / rumiando mis penas sordas / llorando tu eterna ausencia». Solo después de permanecer largo rato en silencio, y de impartir las indicaciones pertinentes, esas que le impedían dejarse arrastrar por un sentimiento personal que pusiera en peligro las tareas del Movimiento, dio riendas sueltas al dolor por la muerte del más pequeño de sus hermanos, Josué, caído exactamente un mes antes.Y plasmó su dolor en esos versos, quizá la mejor manera que aprendió para proteger sus afectos en el duro bregar que implicaba su vida en la clandestinidad.
Era joven, vivía cada minuto desde el riesgo, pero siempre hubo en él un lugar para los más limpios sentimientos.
«Sabes que a pesar de la distancia no te puedo olvidar. Esto es muy bonito pero yo suspiro por ti», escribiría a su novia América Domitro, en una postal que le enviara desde Xochimilco, México, en agosto de 1956.
Y la poesía de ese amor le acompañaría hasta los últimos momentos. Desde la casa de San Germán No. 204, Frank llamaba a su novia América, dos veces como mínimo diariamente, relataría luego la esposa de Pujols. «Prepara para casarnos», sería el tema de sus últimas conversaciones.
Aquel hombre que con solo 22 años llegó a ser el ser más odiado y temido por la tiranía en las calles cubanas, el que comandaba el llano desde el sabotaje, la agitación, los gallardetes izados, la resistencia cívica, la prensa clandestina; era también un joven como todos, que adoraba los helados de vainilla con galletica, ordenaba sus ideas delante de una pecera o ensoñaba a la amada ausente desde una canción: Ya no estás más a mi lado, corazón, en el alma solo tengo soledad...
ORIENTE PARÓ DE EMOCIÓNPor eso, también por sus virtudes humanas y entereza, después del aciago atardecer del 30 de julio, Santiago, el Oriente todo, se paralizaron espontáneamente por la emoción.
Su obra póstuma fue el paro general que brotó de su cadáver, escribió Armando Hart en los Anexos de su libro Aldabonazo. La conmoción devino entonces huelga general revolucionaria, con la que todos los sectores opuestos al régimen hicieron sentir la repulsa del pueblo.
Dos horas estuvo el cadáver de Frank tendido en la casa de doña Rosario.
Dos horas estuvo el cadáver de Frank tendido en la casa de doña Rosario; luego, a solicitud del Movimiento, y en simbólico gesto de amor, fue conducido a la casa de su novia.En Heredia y Clarín, según contaría Vilma Espín a Léster Rodríguez, en carta del 13 de agosto de 1957, se le rendiría tributo al Jefe: «...le mandé a poner el uniforme con el grado de Coronel (tres estrellas sobre el Escudo), la boina sobre el pecho y una rosa blanca sobre ella».
Veinte cuadras de personas en apretada marcha, enardecidas de rabia y dolor, le acompañarían hasta la necrópolis local.
Veinte cuadras de personas en apretada marcha, enardecidas de rabia y dolor, le acompañarían hasta la necrópolis local. Era el homenaje del pueblo a su existencia fecunda y sencilla, austera y excelsa. Esa que le convierte, 50 años después de su muerte, en semilla y luz de todos los tiempos.