Son muchas las experiencias que nacen de esa universidad tan cercana, casi familiar. Foto: Roberto Suárez Muy pocos habíamos estado alguna vez frente a un aula. Los recursos pedagógicos eran escasos, la vocación, en cambio, estaba dentro: esa ancestral necesidad de multiplicar lo que sabemos y lo que aún podemos aprender, de perpetuar la semilla de la verdadera riqueza en tiempos borrascosos.
Como la mayor parte de las asignaturas que impartimos no se relaciona directamente con nuestro ámbito laboral, y algunas hasta son completamente ajenas, profesores y alumnos hemos construido juntos el nuevo conocimiento y compartimos la emoción de cada nota excelente... y de cada suspenso.
PARQUE DE PROVINCIA QUE ESTÁS...Realmente la vida te depara extrañezas que trascienden por su insólita manera de suceder. Me inicié como profesora hace cuatro cursos en la sede universitaria La Avellaneda, de Camagüey, con un grupo de Derecho compuesto por ocho trabajadores sociales, a quienes impartiría la asignatura de Filosofía y Sociedad.
Los encuentros estaban previstos para los lunes en horas de la noche. De buenas a primeras la crisis energética llegó desafiante, como para anunciar que la inexperta maestra tendría que agrupar temas y hacer de cada conferencia un atiborramiento de contenido.
No eran las clases que una vez soñé, y a las que no quería renunciar. ¿Qué hacer para que mis alumnos no se durmieran y yo no fuera tildada —como algún profe en mis años de estudiante— de poco creativa y «tabacosa»?
Primero pensé: «Un turno de clase lo recupera cualquiera», pero como tornado que se lleva las esperanzas se sucedieron los indeseables apagones. Mis clases se atrasaban mientras mis colegas ya tenían historias para contar. Recuperarlas era un dilema, porque mis alumnos trabajaban de día, como yo, y los fines de semana se esfumaban en incontables misiones...
Hasta que uno de esos lunes en que caminaba apesadumbrada por la ciudad una idea «alumbró» mi camino: En medio de tanta oscuridad, el céntrico Parque Agramonte estaba encendido. ¡Qué bien! A la siguiente semana no reparé en citarlos hacia ese lugar, y entonces sí que tuve un aula segura, con buena luz en sus vistosas lámparas, muy fresca y atractiva.
Cada encuentro en los bancos o en las pequeñas escalerillas de los laterales se convirtió en espacio para la reflexión. A veces nos daban hasta las diez de la noche conferenciando acerca del contenido y, por supuesto, entre col y col, alguna lechuga jaranera.
Nadie daba cuenta del paso del tiempo. Los más preocupados, aunque usted no lo crea, fueron los custodios, al descubrir las bicicletas escondidas entre los arbustos, pero a fuerza de costumbre se hicieron los de la «vista gorda», para no interrumpir.
Algún que otro curioso llegó a preguntar, y hasta hubo quien se sumó a aquella improvisación, que otros llamaron locura. Sin restar méritos a los pupitres y los medios audiovisuales, debo confesar que mis alumnos y yo recordamos —o mejor dicho extrañamos— aquellas clases en medio de apagones. (Yahily)
TODO EN EL RELOJ DE LA INOCENCIAPrimer día de curso en la sede de Regla, octubre de 2005. A punto de dar las seis, el aula de segundo año de Comunicación Social permanecía vacía. Pensaba incluir la puntualidad en el discurso de bienvenida cuando media docena de muchachas interrumpió mi ensayo de seriedad.
Como si se hubieran puesto de acuerdo, llevaban puestos diminutos «calenticos», blusa corta y chancletas. Sin creerlo aún, les pregunté: ¿Vienen directamente de la playa? y aunque también se sorprendieron con mi desconcierto, se echaron a reír.
Pensé entonces que si estuvieran en la universidad madre, en pleno Vedado, no harían algo así por nada del mundo, pero refrené el impulso de sermonearlas y opté por iniciar mi clase de Redacción y Estilo, bastante predispuesta mientras rumiaba mis reservas contra estas «ovejas descarriadas de las que difícilmente salgan buenas profesionales...».
En menos de un mes debí tragarme mis pensamientos y empezar a zambullirme en las bibliotecas para descubrir cosas que yo misma ignoraba de la lengua española, y que ellas exigían saber.
Un día descubrí que me había acostumbrado a consultarles temas para mis páginas. Sin rubor tomaba prestadas sus vivencias, su lenguaje y hasta su tiempo para enriquecer mi labor, y ellas a cambio me honraban con su amistad «extra sede».
Un año después, una de ellas es mi compañera de oficina en el diario, como laboriosa asistente, y hemos firmado juntas varios trabajos, incluido este. (Mileyda)
DIAMANTESCuando comencé como profesora adjunta lo hice con cierto grado de escepticismo. En los primeros encuentros veía cierta desmotivación por parte de los estudiantes: muchos no creían que algún día podrían escribir unas líneas con algún valor.
Más allá de las clases, un grupo de profesores deseosos de trabajar con jóvenes nos propusimos ir cambiando ciertos estereotipos en el lenguaje y los hábitos de comportamiento de estos muchachos.
Paulatinamente, sin estridencias, el cambio se percibe en los pasillos de la secundaria urbana Tomás Orlando Díaz, que nos presta desde entonces sus locales. Quienes en un comienzo solo hablaban de problemas sociales en sus hogares, ahora llegan al aula y comentan una película, un libro que leyeron, o un mensaje televisivo que no les «cuadró».
¡Qué gusto da ver pulidos aquellos diamantes! (Zenia)
DE LA OSADÍA QUEDARÁ UN RECUERDOPrimero fueron los trabajadores sociales, luego los muchachos de los Cursos de Superación Integral para Jóvenes y después se sumaron los más pasaditos de edad, los cuadros camagüeyanos.
Un 12 de septiembre comenzó el segundo curso escolar de la universalización en esta ciudad. Ese día el encuentro con los alumnos de primer año de Derecho, grupo al que le daría clase durante el semestre, fue todo un reto para mí.
Y es que el mundo da tantas vueltas... Como periodista había hecho algunas críticas a un sector que siempre contestaba con soluciones efectivas. Varias veces fui citada para escuchar en voz de su director provincial las medidas que se adoptarían por tal o más cual cuestión de las fustigadas.
Hasta aquí era yo siempre la que redactaba, la que criticaba y escuchaba sentada al final del teatro; pero ese septiembre el mundo giró: Aquel hombre canoso, de unos 50 años, con cierta diplomacia, voz pausada y extrema seriedad, el mismo que dirigía aquel sector y me invitaba a sus reuniones, ¡era ahora uno de mis alumnos!
Imaginen el instante en que nuestras vistas se cruzaron en el aula. Él, sentado al final, escuchaba de su joven profe de Filosofía todas las normas que siempre se dejan claras entre alumnos y maestros.
¿Cuántos pensamientos habrán rondado por su mente en aquellos segundos? Verse a la vez entre tantos jóvenes y ante la misma muchacha que le robaba la tranquilidad con sus escritos no era cosa de juego.
Pero si de algo valió este giro de la vida fue que aprendí que nunca es tarde si de estudio se trata: mi viejo alumno es casi un abogado, y aunque para él dejé de ser la periodista criticona para convertirme en su profesora, lo cierto es que mi respetado compañero se sonríe entre dientes, como recordando que su primer dos se lo di yo. (Yahily)
PONTE AL TIMÓNDesde niña siempre sentí gran admiración por quienes desempeñan la noble tarea de educar. Sin embargo, nunca pensé impartir clases, y mucho menos en la universidad.
Pero la vida te da sorpresas... Este curso escolar comencé como alumna-ayudante en la sede universitaria donde estudio, en Regla, donde he perdido mi nombre porque ahora todos me llaman «La profe».
Los nervios se apoderaron de mí en la primera ocasión frente al aula: nunca había enfrentado algo así. El grupo, aunque pequeño, es muy exigente. Todavía hoy amenizar cada actividad no deja de ser un gran reto.
Ahora mis profesores son también mis colegas, y tengo que impartir clases a muchachos contemporáneos, y hasta mayores que yo. He tenido que aprender a trabajar con el registro de asistencia, regirme por un plan de clases... y ser además mejor estudiante.
Como me he exigido disciplina y profesionalidad, logré ganarme el respeto de todos. Incluso en el diario aclaro dudas a trabajadores que este año iniciaron la misma carrera, y los estimulo a seguir, a pesar de lo difícil que es sobrellevar el estudio y el trabajo periodístico.
Pero cuando se hace con amor, todo sale.
Pronto terminará el semestre... Al llegar al aula puedo percibir el fruto de lo que he sembrado. Antes tenía historias que contar sobre mis compañeros de la universidad... ahora también puedo hablar de «mis alumnos». (Mairim)
UN CHALECO DE SENTIMIENTOSAquella tarde del 17 de noviembre llegué igual que siempre: pidiendo trabajos extraclases y repartiendo notas bajas a todo el que no lo entregaba. A continuación dicté la pregunta de comprobación y a los diez minutos recogí el pequeño examen, para escribir en la pizarra el tema del encuentro:
«¿Qué día es hoy?».
Como respuesta obtuve un silencio sepulcral, que dio un giro inesperado a mi clase. Muy pocos de los 20 muchachos en el aula tenían idea de los hechos ocurridos en el año 1939 y por qué era ese el Día de los Estudiantes.
Tras un breve intercambio aclaratorio afirmé: «La clase ha terminado, pero nadie puede salir», y los dejé solos en el aula. Minutos después regresaba con un cake que había escondido en la dirección.
Una de mis alumnas, sin más ni más, rompió a llorar. «¿Por qué esas lágrimas?», pregunté alarmada. Secándose los ojos explicó: «Nunca me habían regalado algo por ser estudiante... y no lo hubiera esperado de un profesor después de estar tanto tiempo alejada del aula».
Desde ese día somos buenas amigas. Y desde ese día comprendí la diferencia entre educar y enseñar. (Yahily)
POR LOS RESQUICIOS DEL SABEREn este curso la universidad del barrio dio un nuevo salto, para satisfacción de los cientos de lugareños que se acercaban a la sede año tras año a preguntar cómo podían matricular una carrera.
La idea de la Enseñanza a Distancia revolucionó cada municipio. Medio millar de reglanos matriculó Derecho, Contabilidad o Estudios Socioculturales.
Al principio los profe, que ya pasamos de 70, nos sentíamos al margen de este salto. De nosotros solo se requeriría cuidar pruebas y dar algún que otro repaso... Pero la vida es más rica que cualquier plan.
Primero fue la alegría de saludar en el patio de la escuela a vecinos y antiguos conocidos, sentir que con este paso suyo nos crecía el orgullo de ser profesionales, puesto que estas personas que admirábamos por otras cualidades también aspiraban a serlo.
Luego las aclaraciones de dudas con algún grupito, en la casa o en el pasillo, y casi sin saber cómo me vi frente a un aula abarrotada de estudiantes de cualquier edad. Cada noche de miércoles sus caras son como un poema: aquel de Raúl Ferrer en que contaba lo abstracta que le parecía la aritmética a su niña mala.
A este grupo les debo el mayor reto docente que he tenido en la vida: el miedo de no poder transmitir mi fe de educadora, que no solo implica conocimientos, sino el placer inmenso de aplicar lo que se aprende en cada esfera de la vida.
Por eso le doy la razón a Miguel, un discapacitado que se animó a crecer después de 20 años sin tocar los lápices: en la segunda clase salió del aula espantado de sintagmas, verbos y yuxtaposiciones, y me dijo rascándose la cabeza: «Esto no es gramática, profesora. Esto es dramática... ¡dramática de verdad!». (Mileyda).