La tecla del duende
Este domingo será... de padre. De felicidad por el abrazo, o recuerdo y nostalgia, o data de dominó más extensa, o cocotazo del cariño. En el ritual siempre nuevo, a la vez tan conocido, andaremos el trillo difícil a la felicidad. Para los papás, esta crónica del estudiante de Periodismo Luis Antonio Gómez.
Enrique Almirante tiene un tocayo en suelo guanabacoense. Claro está que, hasta el momento, llevar igual nombre que el gran actor no le ha valido para ser reconocido en público, incluso, apostaría a que muy pocos en mi barrio saben cómo se llama. Parecerá mentira, pero yo mismo aún no he tenido chance de verlo en persona. Lo único que prueba su existencia son los sobres de correo y otros encargos que durante años ha deslizado bajo la puerta de cada casa. Enrique era el cartero del vecindario.
Recuerdo que una vez mi papá me habló sobre él. La descripción fue precisa: «Ese viejo es la estampa viva de la muerte». Su trabajo principal consistía en llevar los recibos de la cuenta telefónica, aunque, ocasionalmente, se brindaba para ir a pagarlos a la oficina comercial a cambio de «lo que se pudiese». Este era un servicio que solo ofrecía a unos pocos; mi padre era uno de los afortunados.
Durante mucho tiempo el acuerdo fue cumplido religiosamente, hasta un día en que el comprobante de pago no apareció bajo la puerta. Enseguida mi papá llamó a la compañía y allí confirmaron que la cuenta no estaba saldada. Por suerte para nosotros, aún no había concluido el plazo, así que fui a la oficina a liquidar el importe. No supimos más del cartero. Meses después, mi padre, de camino al hospital para una gestión urgente, volvió a toparse con él y lo detuvo:
—Oye, acuérdate que tú me debes algo.
—¡C...! A mí no se me ha olvidado, lo que pasó fue que...
—Mira, chico, no me expliques que ando apurado. No me devuelvas nada, yo solo estaba preocupado por ti. Dale, tengo que seguir... Y siguió sin más.
Al otro día Enrique volvió por el barrio. Encontró a mi viejo en la puerta de la calle y lo abrazó con fuerza emocionada. El cartero había estado hospitalizado. Le contó a mi padre que los médicos le diagnosticaron cáncer y dijo que «estaba prestado en esta vida». Durante el ingreso también le llegó la jubilación, por lo que no tenía trabajo y la estaba pasando difícil. En ese mismo lugar... juró que en cuanto pasara el mal rato devolvería todo.
Ahora Enrique se gana la vida repartiendo periódicos: todos los días deja Granmas y Rebeldes en las entradas de muchos hogares del vecindario. No sé qué escribirá en cada uno para identificar a sus clientes, seguramente nombres o números de casas. En la edición de Trabajadores que desliza por la hendija de mi puerta siempre pone en tinta azul la palabra «Amigo».
Este sábado, a las 2:00 p.m., en la Facultad de Comunicación (G e/ 21 y 23, Vedado) se encontrarán los tecleros.