Los que soñamos por la oreja
Es probable que de los escenarios urbanos, el más emblemático sea el nocturno. Así surge la «vida nocturna», como expresión acuñada para referirse al uso lúdico de la noche y en asociación a la existencia de centros de diversión que funcionan solo en dicho horario. La forma en que la noche se configura (convertida en escenario representativo de la vida urbana), ha fijado muchos elementos en el imaginario colectivo, que persisten hasta el presente y resultan determinantes en el modo actual de vivir ese período de tiempo.
El nocturno es el escenario favorito de la juventud, dada la condición de tregua o escape que este implica. Asociados a la ocupación de la noche, surgen los que constituyen toda una serie de espacios y prácticas creados en función de las demandas del sector juvenil, principalmente las de entretenimiento. En dicho proceso, la música y la noche se convierten en aliadas perfectas, pues una parte de la actividad nocturna de chicos y chicas se desarrolla en locales de baile, discotecas, bares, clubes y café-teatros, sitios ideados con la finalidad de disfrutar, no ya solo en grabaciones sino en directo, de los artistas favoritos.
Los centros de diversión nocturna también devienen espacios privilegiados con miras a la más que necesaria socialización. Son lugares que sirven para establecer un lindero generacional en relación con la asistencia a los mismos. Igualmente, ha de resaltarse que en el presente se considera que los gustos musicales definen épocas, como sucediera durante los años 50 del pasado siglo en EE.UU., cuando el rock and roll marcó toda una época y sentó el origen de lo que tiempo después se definió como cultura juvenil. Muchos de los géneros musicales que luego han aparecido, también se constituyen en marcos identitarios, fenómeno que ayuda a comprender las razones por las cuales la diversificación de la música suele resultar motivación para una diversidad de grupos.
Como parte de la dinámica entretejida al influjo de asistir a los espacios de vida nocturna, la música que se disfruta en estos centros participa de lo que pudiese definirse como el juego de la experiencia compartida y que con el transcurrir de los años será parte de la nostalgia generacional que emerge a la escucha de una canción. A lo anterior se une que en la vivencia juvenil de la noche, la música induce prácticas diferenciadas.
No se trata solo de que la gente que disfrute de cierto género vaya a aquel lugar donde este se programe, sino que en no pocas ocasiones, por influencia del grupo de pertenencia nos movemos por circuitos a los cuales no habríamos pensado asistir. De igual manera, hay que admitir que los centros de diversión nocturna procurarán programar la música que sea del agrado del público que se desea captar como habituales a dichos locales, pero se supone que en el caso cubano dado el interés teórico (lamentablemente, no siempre concretado en acciones prácticas) en pro de diversificar el gusto cultural de nuestra población, no debería resultar tan difícil tratar de orientar la programación de tales centros, para que no se limitasen a lo que únicamente satisficiera las demandas que, de manera obvia, garantizarán una mayor ganancia comercial.
Lo cierto es que la experiencia de lo que en el presente acontece al caer el sol a lo largo y ancho de Cuba, demuestra que si bien es verdad que la adscripción a una colectividad definida por un gusto musical compartido puede constituir un vínculo etéreo, también resulta verdad que, desde otra perspectiva, la música tendría un papel más instrumental al utilizarse como emblema de intereses grupales. Ello nos muestra que la música, y en particular su consumo, sirve para marcar diferencias desde el prisma social.
Así vista, la música por la que apostamos para el disfrute de la nocturnidad se convierte en discurso, ya que detenta una manera de vivir o de pensar. Por supuesto que con esto no pretendo afirmar que la música, en tanto hecho sonoro como tal, cree formas específicas de vida, sino que constituye una de sus expresiones. Bajo lo que en apariencias resulta la simple decisión de estar en uno u otro lugar para como suele decirse «trasnochar», subyace la compleja cuestión de la identidad, en virtud de que toda práctica cultural (la vida nocturna no deja de serlo) incide de uno u otro modo en la construcción de identidades personales y colectivas. Hoy hay consenso en cuanto a que los centros de diversión nocturna son escenarios de encuentro, diversificados según los gustos musicales, y a que la adscripción a cierto género es determinante en la constitución de las identidades juveniles.
Cabe concluir que estamos hablando de la vida nocturna no como un simple pasatiempo sino como un escenario donde se construye y representa la identidad colectiva de todo un conglomerado social y que el gusto musical es una cuestión mediada por factores sociales que a la vez, deviene en la creación de vínculos de la misma índole.