Lecturas
Emprende el escribidor un recorrido por una ciudad que ya no existe. Edificios que desaparecieron o cambiaron su objetivo social.
Ubicado en Prado, esquina a Malecón, el hotel Miramar fue hasta 1920 uno de los mejores establecimientos de su tipo en La Habana, y de mucha y justa fama gozó su restaurante, Miramar Garden. Entonces, cuando los mejores hoteles de la ciudad se asomaban al Paseo del Prado, el Miramar era el más caro de todos: diez dólares diarios por habitación con cuarto de baño. Fue el primer hotel que prohibió el bigote a los empleados —cocineros, ayudantes de cocina, camareros…— e implantó para hombres y mujeres el uso obligatorio de la redecilla en la cabeza. También fue el primer hotel en Cuba en que camareras y botones lucieron uniformes elegantes.
Era pequeño, pero muy confortable; lujoso, con chefs de cocina franceses y un orden y limpieza extremados. Tenía un sistema de transporte mapificado a disposición de sus huéspedes; organizaba excursiones y paseos por la ciudad y sus alrededores y les garantizaba el acceso a los baños de mar. Los huéspedes tenían el privilegio de disfrutar desde sus balcones de los conciertos que la banda de música del Estado Mayor del Ejército ofrecía en la llamada glorieta del Malecón, situada frente a la instalación hotelera. Era propiedad de doña Pilar Somoano, dueña asimismo de los hoteles Telégrafo, en La Habana, y Campoamor, en el poblado de pescadores de Cojímar. La Somoano se hizo célebre por haber regalado al mayor general José Miguel Gómez la silla que usaría durante sus años en la Presidencia de la República (1909-1913). De ahí que, aunque llegó el momento en que la silla ya no era la misma, se siguiera diciendo que los mandatarios cubanos se sentaban en la silla de doña Pilar.
Sociedad cultural ubicada en la Calzada del Cerro, esquina a Santa Teresa, en la barriada habanera de ese nombre. Sus fiestas fueron siempre renombradas y suntuosas, pero sus veladas políticas y literarias traspasaron los límites de toda adjetivación, escribía Federico Villoch en una de sus Viejas postales descoloridas. Desfilaron por su tribuna José Martí, Juan Gualberto Gómez, Alfredo Zayas, Manuel Sanguily, José Manuel Cortina, Rafael Montoro, Enrique José Varona y muchos más. Ofrecía representaciones teatrales. Fue sede del Partido Autonomista. Cuando, finalizada la Guerra de Independencia, el Generalísimo Máximo Gómez entró en La Habana con sus tropas ordenó que un grupo de los mambises que lo acompañaban rindiera homenaje de respeto a lo que fue La Caridad del Cerro, cuyo edificio era ocupado entonces por una casa de vecindad. En 1910 se instaló allí una sala cinematográfica con el nombre de Cerro Garden, que debió estar abierta hasta los años 40, pues se le incluye en la Guía nacional de cines de 1942. Se desconoce cuál fue su uso a partir de entonces. El inmueble, ya ruinoso, fue visitado por el escribidor alrededor del año 2015. Servía como centro colector de la Empresa de Recuperación de Materias Primas. Exhibía en su fachada una plaquita mínima donde se leía «JM estuvo aquí». ¿JM? ¿Joaquín Montes, José Moleón, Juan Martínez? Frío, frío. JM era nada más y nada menos que José Martí.
La regia residencia de la familia de los marqueses de Balboa, construida en 1871 en el reparto habanero de Las Murallas, ocupa toda la manzana enmarcada por las calles Egido, Zulueta, Gloria y Apodaca. Tiene este edificio características muy particulares. Obra del arquitecto español Pedro Tomé Verecruisse —el mismo de la Manzana de Gómez— denota, dice Emilio Roig, la influencia francesa visible en los bellos palacetes que entonces se erigían en el Paseo de la Castellana, de Madrid. Fue, por otra parte, el primero de la ciudad que ocupó por entero una manzana, rodeado todo de jardines y con cuatro fachadas, pero sin portal en ninguna. Allí vivió Amelia Goyri —era sobrina de la marquesa—, la célebre Milagrosa del Cementerio de Colón. Los Balboa ocuparon el palacio hasta 1925. Pasó a ser sede entonces del Gobierno Provincial. Después de 1959 radicó allí la Junta de Coordinación, Ejecución e Inspección, una suerte de Gobierno Provincial, y con posterioridad alojó dependencias gubernamentales, como el Comité Estatal de Ciencia y Técnica, y empresariales, como Etecsa.
Sobre el hotel Pasaje habla la norteamericana Julia Newell en Vacaciones de inverno en tiempos de verano, un libro que nuestra Nara Araujo calificaba de «delicioso» y que trata de su viaje a La Habana en 1890, cuando fue huésped de esa instalación hotelera. Se hallaba este hotel en el Paseo del Prado, entre San José y Teniente Rey. Fue la primera instalación de su tipo dotada en la Isla de un elevador hidráulico. Un edificio de dos plantas construido hacia 1876 por la familia Zequeira.
Ya no existe. Se derrumbó a comienzos de la década de 1980. El escribidor alcanzó a verlo, desde fuera, funcionar como hotel, lo vio degenerar a cuartería, como otros hoteles de la zona y, por esas casualidades de la vida, le tocó también verlo caer. En el espacio que ocupó se construyó el edificio espantoso de la sala polivalente Kid Chocolate, que ya tampoco existe. El frente del hotel daba al Paseo del Prado, el fondo se asomaba a la calle Zulueta, y a lo largo del inmueble, entre las vías mencionadas y con salida por ambas calles, corría una galería o pasaje —de ahí el nombre de la instalación— cubierta con una estructura de hierro y vidrio y que daba cabida a no pocos establecimientos de comercio o servicio, entre ellos la editorial Flérida Galante, de libros pornográficos —los famosos «libritos de relajo»—, como se les llamaba. Lucía esa galería en sus dos umbrales sendas arcadas monumentales. De ahí que se hablara de los arcos del Pasaje.
Se hallaba situado en lo que es hoy la Estación Central de Ferrocarriles. Allí se emplazaron los astilleros después de 1740, cuando se dispuso el traslado para el puerto habanero del apostadero marítimo de las fuerzas de México y América Central, situado hasta entonces en la bahía de Sacrificios, cerca de Veracruz.
Cuba tuvo a comienzos del siglo XIX una fuerte industria naval. Entre 1724 y 1813 los astilleros de La Habana botaron al agua 49 navíos, 22 fragatas, siete paquebotes, nueve bergantines, 14 goletas, cuatro canguiles y cuatro pontones. Solo entre 1787 y 1806, el arsenal habanero enriqueció la armada española con 29 buques de guerra. Carlos III escogió para él y su esposa un navío fabricado en la Isla.
Sopló un viento adverso para la monarquía española, sobrevinieron las guerras de independencia en las colonias americanas, y el astillero vio disminuir hasta su desaparición las prestaciones que recibía del «situado» de México. Así, se dedicó casi en exclusiva a carenar buques. Botó al agua un bergantín en 1844, una corbeta en 1845 y un vapor, en 1852. Nada más. Quedó abandonado. El presidente José Miguel Gómez lo cambió por la estación de trenes de Villanueva, un negocio turbio que pasó a la historia como el chivo del arsenal.