Lecturas
La descripción es insuperable. El escritor colombiano José María Vargas Vila observa a José Martí en la tribuna y repara en que mientras habla lleva su brazo derecho a la espalda, colocado sobre los riñones, «como si ocultara el carcaj repleto de sus flechas», y el brazo izquierdo levantado «como si fuese a clavar en tierra una bandera; o como si trazara el itinerario al vuelo de sus metáforas, que eran como un vuelo de alciones sobre el mar. Extendía luego la mano hacia adelante, como si marcase el Camino de la Victoria a las Huestes Invisibles… hasta que llegado el momento del Apóstrofe vibrador, el brazo oculto aparecía enhiesto, como un asta, en la cual flotara la bandera de Cuba Libre amparando la tumba de los muertos y llevando al combate las legiones de los vivos, la voz se hacía tronitante, y flotaba en el aire la metáfora final».
Vargas Vila y José Martí se conocieron en Estados Unidos. El prócer ecuatoriano Eloy Alfaro los presentaría en Nueva York, en 1892. El cubano daba ya a la luz su periódico Patria y era entonces cónsul de la República Argentina en esa ciudad, a la que llegaba el colombiano para sacar su revista Hispano-América. En aquella ocasión los tres hombres almorzaron juntos y luego, durante el discurso de Martí, rememoraba Vargas Vila, «un calor de fraternidad» llenaba la sala penumbrosa, donde el auditorio, hombres de la raza negra en su mayoría, revelaban en sus rostros «la beatitud transfigurante de aquel que ebrio de fe, abre los ojos en espera del Milagro». Remarcaba el colombiano: «El Milagro era Martí».
Vuelve Vargas Vila sobre Martí en su libro Los divinos y los humanos. Lo evoca «indignado, soñador, melancólico». Añade enseguida: «Con el enjambre de sus sueños; con la tempestad de sus cóleras; con el rumor de sus estrofas; con el himno triunfal de su palabra. ¿Soñador? Así lo llaman: ¡sueño sublime! ¡Oh la libertad, hermoso sueño! Con ella soñaba Bolívar en Jamaica mirando la mar turbia, el cielo negro,
escapado al puñal, triste y solo… Martí fue el sueño de la Cuba luchadora…».
Hay una faceta de Martí que entusiasma al colombiano. Su oratoria. «La elocuencia de Martí era la del corazón —dice—. Su frase oscura a veces, coloreada, radiante en otras, salía de sus labios impregnada de sentimientos, ya vaga como la tristeza que agobiaba su alma, ya tempestuosa y soberbia como la indignación que lo poseía. Oyéndole, se pensaba en la Patria, en la libertad, en el bien… y pasaban por la memoria los pálidos héroes del cadalso y de la guerra».
Hace el colombiano esta aguda observación: «Cuando principiaba a hablar con la frente inclinada, como si pesaran sobre ella todos los dolores de su Patria, se veía allí al vencido doloroso; mas cuando echaba atrás su cabeza poderosa, sacudía su cabellera y lanzaba su frase indignada, se veía de pie al Apóstol, aquel cuyo verbo condensado llegó a ser luego una tormenta… Cuba ha tenido muchas representaciones egregias de su energía, pero el pensamiento de su independencia tuvo en Martí la más pura, elocuente y la más sincera de sus voces».
Alusiones a Vargas Vila hará en su obra nuestro Apóstol. Habla en una de esas del discurso ante un grupo de obreros del futuro autor de Los césares de la decadencia (1907) y La muerte del cóndor (1914) y exalta la «peroración cadenciosa, inspirada, valentísima, del colombiano… que cuenta sus días ya gloriosos por la batallas afamadas de su palabra y de su pluma en pro de la libertad». Un discurso, recalca Martí, que por su ímpetu de amor sacó a los oyentes de sus asientos.
El 27 de enero de 1894 escribe Martí a Vargas Vila. Le dice que no se ha olvidado de su deseo de conversar largo con el colombiano. Es vísperas de su cumpleaños «y tendría de veras gusto en entrar de manos de Vds en mis cuarenta y un años. Con que lleve su mente, basta… pero vea si encuentra algo de Vd que leamos». Concluye Martí la esquela con esta frase bellísima: «A la nieve, Sol».
Vuelve a escribirle el 14 de marzo del mismo año. Es para agradecerle lo que Vargas Vila escribió sobre él. Ha demorado en hacerlo, pero pide al amigo que mida, por lo callado, lo profundo de su agradecimiento. Él no es, apunta, sino un pobre gamo acorralado que huye, «de los que se le acercan, como usted a mi corral con la mano llena de azúcar».
Expresa más adelante en la misma misiva: «Al pintar los méritos que usted cree ver en mí, solo pintó los suyos… Mi honor más grande es haberle parecido útil y bueno». Recalca su admiración por el amigo: «Yo le amo a usted la palabra rebelde y americana, como hoja de acero con puño hecho a cincel… yo le amo la hermandad con que se liga usted… con los que compadecen y sirven al hombre, contra los que lo encapotan y oprimen; yo le amo la perspicacia y ternura con que miró usted, en la fuente de toda mi energía que es la piedad infatigable de mi corazón».
Pide una vez más perdón por su silencio, y dice a Vargas Vila que lo espere a almorzar porque «voy detrás de la carta».
Una carta más. La última, de 29 de octubre de 1894. Un grupo de amigos se reúne en el restaurante Morelos para desear a Martí «ferrocarril seguro y vela leve para mi próximo viaje», y como le han oído «hablar con cariño de la brava pluma y el alma americana» de Vargas Vila, decidieron los festejadores reservar al colombiano un asiento en esa mesa de familia, mesa sin pompa. «Ojalá no me lo tengan entretenido en New York y pueda usted venir mañana a que le saluden los cubanos que ya lo conocen y lo quieren. No necesito encarecerle el placer que con esto daría a su amigo».
José María de la Concepción Apolinar Vargas Vila y Bonilla (1860-1933) estuvo en Cuba en tres oportunidades. Sin embargo, no hay registros ni referencias acerca de esas visitas de quien fue el primer bestseller latinoamericano. Un hombre polémico y complejo, excomulgado por la Iglesia Católica y que debió soportar todo género de insultos e infamias, autor de una obra extensísima (unos 170 títulos) de calidad desigual y escrita con un estilo ampuloso e hiperbólico. Novelas las suyas de baja factura, se decía, que bordeaban lo erótico y que ponían de manifiesto un odio visceral hacia la mujer. Pero fue además, afirma el historiador René González Barrios, un crítico profundo, un político agudo, un bolivariano convencido, un revolucionario liberal, un antimperialista, amigo del poeta Rubén Darío y del general ecuatoriano Eloy Alfaro. Su libro Ante los bárbaros: El yanqui; he ahí el enemigo, publicado por el Instituto de Historia, de La Habana, en 2016, fue publicado antes en Cuba en dos oportunidades, en 1932 y 1961. Decía Federico Carlos Saínz de Robles que fue un hombre obsesionado por tres grandes enemigos; Dios, el yanqui y la gramática.
En 1924, invitado por la Academia de Artes y Letras, ofreció en el Teatro Nacional una conferencia sobre la Decadencia intelectual en el mundo, que, sentencia Oscar Ferrer, fue un hecho que tomó características de manifestación popular y constituyó uno de los éxitos de público más grandes que tuvieron los actos de esa corporación. En su segunda visita (1925) se trasladó a Santiago de Cuba y rindió homenaje a Martí ante su tumba. En su tercera estancia, más prolongada, vivió en El Palmar, en Calabazar. Dijo, en 1926, que escribir sobre Martí en Cuba era, no una profesión, sino un negocio. Aquí quedó su Diario Secreto, que el Gobierno cubano donó a Colombia. Decía que al llegar a las playas cubanas de oro y azul, Martí parecía extender los brazos para recibirlo. Quiso, en vano, morir en Cuba, que amparó la soledad de sus años finales. Así lo refiere en la dedicatoria de uno de sus últimos libros.
Más adelante volveremos sobre este «único e inconfundible» escritor, como le llamó Rubén Darío.