Lecturas
El escribidor era entonces un niño, pero recuerda perfectamente a aquella mujer que presentaba sudores sanguinolentos y los estigmas que remedaban, en sus pies y sus manos, la marca de los clavos de Cristo en la cruz, y hematomas y verdugones en la espalda, como si hubiese sufrido fuertes latigazos; las cruces que se le formaban en los muslos, y el claro letrero, en la misma zona del cuerpo, de la inscripción INRI, que le fue puesta a Jesús de Nazaret durante la crucifixión y que significa El Rey de los Judíos.
Corrían los días de la Semana Santa de 1956 y aquella muchacha vecina de Güira de Melena, casada y de 19 años de edad, alegre, sociable, habladora, simpática, según la describe el periodista Oscar Pinos Santos, que la entrevistó entonces, se convirtió en la protagonista del extraño suceso que hizo correr ríos de tinta en la prensa nacional y repercutió en las de muchas partes del mundo. Se llamaba Irma Izquierdo y fue conocida como «la Estigmatizada». Estigma, precisa el diccionario de la Real Academia, son las llagas de Cristo que milagrosamente presenta una persona, en tanto que estigmatizar es imprimir a alguien de forma sobrenatural las llagas de Cristo.
Nació, se dice, en la localidad pinareña de Consolación; estudió en el colegio católico de El Sagrado Corazón y recibió una fuerte influencia religiosa. Desde niña aseguraba ver santos y, tras recuperarse de extraños ataques que sufría con frecuencia, confesaba que durante estos había sentido a su lado la presencia de Jesús. A petición del cura párroco de Güira, Irma había asumido en tres oportunidades en representaciones de aficionados el personaje de santa Verónica, aquella que enjuga el sudor y la sangre del rostro de Cristo en su camino al Calvario.
Aquellas visiones se exacerbaban ante el advenimiento de importantes celebraciones religiosas, y llegaron a su clímax en las vísperas de la Semana Santa de 1956. Se intensificó su devoción religiosa. Dejó de comer para alimentarse solo con sorbos de vino y trocitos de pan, y apareció en su frente el sudor sanguinolento —lo que la medicina define como hematohidrosis— para, en medio de grandes crisis de misticismo religioso, dar paso a los estigmas en la piel.
Fue así que el nombre y las fotos de Irma Izquierdo pasaron a ocupar la primera plana de los periódicos y los titulares de los noticieros radiales y televisivos.
Ya con la opinión pública centrada en ella, Irma pidió que le construyeran una gran cruz lo más similar posible a aquella en que Jesús fue crucificado. Cuando estuvo lista, emprendió con ella los más de 900 kilómetros que la separaban de la Basílica de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, en
Santiago de Cuba. Llevaba toda una comitiva, sin contar la escolta permanente de aforados que le situó el Estado Mayor del Ejército, y los numerosos devotos y curiosos que por tramos se sumaban a la marcha o se agolpaban a la orilla de la carretera para verla pasar. La acompañaban el esposo, siempre junto a ella; el cuñado, que conducía el automóvil —un pisicorre azul de 1956— y cargaba las maletas de viaje de la peregrina e infinidad de objetos de cierta utilidad práctica, como un farol de luz brillante y una caja de refrescos siempre fríos. En otro automóvil viajaban los suegros de Irma Izquierdo. Un periodista preguntó si el pisicorre era una donación oficial. Guardó Irma silencio durante unos minutos. «No, respondió al fin, es de la finca de mi familia».
Por lo general, la Estigmatizada no caminaba más de cuatro horas diarias. Lo hacía casi siempre en la tarde-noche y a una velocidad tal que le permitía recorrer siete kilómetros en una hora, con sus sandalias sin tacones ni talón y amarradas con cordones a los tobillos. Con velas y faroles encendidos, la manifestación era impresionante en la oscuridad. El tránsito se interrumpía con frecuencia; una larga fila de automóviles se inmovilizaba al borde del camino y se dejaba escuchar un sordo clamoreo de rumores, comentarios y gritos.
No siempre Irma llevaba la cruz consigo. Cuando daba por terminada la jornada, la dejaba en una casa de vivienda o en el cuartel de la Guardia Rural donde la recogería cuando volviera a emprender la marcha. Se encaminaba entonces al lugar donde se alojaría, pero no lo hacía a pie, sino en el pisicorre azul. Cuando decidía volver a caminar, tomaba el pisicorre y recogía la cruz en el sitio donde la había dejado.
—Tengo órdenes de Dios de no adelantarme nunca a la cruz —dijo a Oscar Pino Santos, que cubría el suceso para la revista habanera Carteles—. Cuando decido terminar de caminar la dejo en algún lugar, donde la inspiración me diga que hace falta. ¿Y sabes una cosa? Siempre ha venido a quedar en alguna casa pobre donde es necesaria la presencia de Cristo…
Usualmente, Irma no cargaba la cruz. La sacaba del lugar donde la había dejado y ya al borde de la carretera se la entregaba a alguien que, con la cruz a cuestas, echaba a andar detrás de la Estigmatizada. Al acercarse a algún pueblo, Irma sí tomaba la cruz y con ella atravesaba la localidad en medio del pasmo de la muchedumbre que salía a verla.
Los que la conocieron la recuerdan como una mujer bonita, alegre y decidora. Abierta a la risa. Delgada, con la cabellera negra suelta, sujeta a veces por una mantilla. Vestía invariablemente de saya y blusa y se arreglaba con cuidado. Se pintaba las uñas. Prefería el refresco de piña y de cuando en cuando fumaba un cigarrillo. Comía con buen apetito. No ocultaba su júbilo cuando aseguraba haber aumentado siete libras desde que se echó al camino y de seguir así, añadía, llegaría al Cobre con 130 libras, su peso soñado. No mostraba el carácter introvertido y transido de ascéticos afanes de los estigmatizados. Todo lo contrario. Despedía alegría. Le satisfacía la atención que le dispensaba la prensa: «Mi misión necesita publicidad… así me lo ha pedido Dios. Si no, no tendría razón de ser».
El espíritu místico que ya es tradicional en este tipo de misiones era extraño por completo a Irma Izquierdo y a su grupo. El reportero de Carteles que la acompañó en varios tramos de la peregrinación aseguraba que jamás la vio rezar ni entrar a un templo católico. La única oración que repartía, a veces, era una en la que se rogaba por la paz y el amor entre los hombres. «Por lo que vi —escribía Pino Santos—, Irma no se las da ni de asceta ni de mística ni de curandera». Cuando se le acercaban señoras con niños enfermos, les recomendaba que los llevaran al médico. Las señoras asentían, pero como su interés era que Irma «los viera», se iban muy decepcionadas.
Un día dijo que había fotografiado a Jesús en el Salto del Hanabanilla y mostró la foto, pero nadie pudo ver al supuesto fotografiado. Ella insistió: se cubría con una bata blanca, gastaba barbas y llevaba el cabello partido al medio. La visión se reiteró y Jesús volvió a aparecer en Taguasco, esta vez crucificado, sangrante. Irma se encogió sobre sí misma, crispada. El esposo corrió en su ayuda y volvió la calma, pero ella mostraba en los brazos marcas de latigazos. Dijo: «Yo no estoy loca. ¿Acaso lo parezco? Dios me ha ordenado cumplir una misión».
A la luz de la medicina, Irma Izquierdo y sus estigmas no representaban nada extraordinario. Era producto de un caso de histeria.
Escribía Pino Santos: «La circunstancia de que el Gobierno ha facilitado, por diversos medios, el desenvolvimiento de la joven en su viaje, también ha contribuido a darle relevancia, a convertirlo en un punto focal de la atención pública en el interior, por donde, a su paso, deja de hablarse del tiempo muerto, las dificultades económicas, la política y hasta del calor, para centrar todos los comentarios en la posibilidad de los estigmas de Irma, y el peso de la cruz, que no pesa 25 libras, pero que muchos aseguran que llega a 60».
Irma Izquierdo llegó al fin al Cobre, meta de su peregrinación. Mucho antes, a su paso por Cabaiguán, declaró que su misión no terminaría en ese punto, ya que ella emprendería, y así se lo indicaba el Señor, «un viaje largo, muy largo, pues voy a Jerusalén». En verdad, se quedó en Miami.