Lecturas
A pesar de que según su biógrafo Jeremy Scott podía presumir de sus «atributos» masculinos, no era eso en lo que Porfirio Rubirosa, el último embajador de Rafael Leónidas Trujillo en Cuba, cifraba sus éxitos de Don Juan, sino en su refinamiento. Tenía clase. El secreto radica en ser educado, decía. Él siempre le abría la puerta a su pareja, le encendía el cigarrillo, le buscaba la bebida, la piropeaba, la hacía sentirse como una reina. Y, sobre todo, ponía sumo cuidado en que alcanzara el orgasmo. Era, por otra parte, un gran deportista: campeón internacional de polo y bueno en submarinismo, esquí y coches de carreras. Eso también formaba parte de sus técnicas de seducción, pues tenía claro que a ellas no les gustan los vientres flácidos. Alguien, asombrado, le preguntó una vez cómo podía lucir siempre tan perfecto, tan bien vestido y descansado.
Respondió Rubirosa: «Amigo, esa es mi profesión». No era el más alto ni el más guapo, asevera alguien que lo conoció de cerca, «pero entraba a un lugar y cambiaba las emociones de la gente. La energía que emanaba era increíble».
Flor de Oro Trujillo, hija del sátrapa dominicano, fue, con 17 años, la primera de las cinco esposas de aquel hombre a quien todos llamaban «Rubi». La última, la actriz belga Odile Rodin, que a la postre sería su viuda, tenía 19 y él 47 cuando contrajeron matrimonio. Otra actriz, francesa, Danielle Darriuex, fue la segunda, mientras que la tercera y la cuarta fueron Doris Duke, en 1947, y en 1953 Barbara Hutton, las dos mujeres más ricas del mundo en el momento de la boda con Rubirosa. Duke le traspasó en el divorcio una casa en París, un establo de caballos de polo, varios coches deportivos y un avión. También más de 350 000 dólares. Barbara Hutton, con la que estuvo casado solo 53 días, le dejó 2,5 millones, un cafetal en la República Dominicana y otro avión. Una de sus frases más famosas y repetidas reza: «La mayoría de los hombres quiere ganar dinero, yo prefiero gastarlo».
Se dice que pensaba dejar a Odile para juntarse con Pat Kennedy, hermana del presidente asesinado. Tuvo un romance con Flor de Oro cuando estaba casado con Doris Duke, y la ruptura con la Hutton sobrevino al enterarse esta de los amores del marido con la actriz Zsa Zsa Gabor. Fue infiel en su momento a Flor de Oro, por lo que Trujillo, que no había estado del todo de acuerdo con esa boda, lo obligó a divorciarse, pero siguió protegiéndolo.
Fue con ese divorcio que Porfirio Rubirosa comenzó su carrera de play boy. Entre las celebridades que compartieron su lecho, la leyenda cita a Marilyn Monroe, Ava Gardner, Dolores del Río, Rita Hayworth, Joan Crawford, Kim Novak, Judy Garland, Eva Perón y Tina Onassis. Fue amigo de John Kennedy, Frank Sinatra y el Aga Khan.
Porfirio Rubirosa nació en 1909, en San Pedro de Macorís, en el seno de una familia de clase media. Era hijo de una española y un general dominicano, y pasó en Francia parte de su infancia y adolescencia.
Tenía 16 años cuando perdió su virginidad en un prostíbulo del barrio parisino de Montmartre. La mujer se negó a cobrarle, pero le hizo prometer que volvería a verla. A los 17 regresó a Dominicana y se dice que formó parte de la guardia pretoriana de Trujillo. Casado ya con Flor de Oro recibió como premio un puesto diplomático en Berlín, lo que le dio la oportunidad de compartir el palco de Hitler en algunas de las competencias de las Olimpiadas de 1936. Fue una estancia que aprovechó para llenarse los bolsillos de dinero con las visas dominicanas que vendió a ciudadanos judíos, negocio que retomó más adelante en París. En La Habana, en sus días de embajador de Trujillo, eran frecuentes los cocteles y cenas que organizaba en su residencia del reparto Biltmore, en los que podía verse a gente como el inglés Stirling Moss y el marqués de Portago, destacados ases del volante, y alguna que otra celebridad de Hollywood como Kim Novak y Ava Gardner. Los adolescentes de entonces, hoy setentones, guardan buenos recuerdos del célebre vecino a quien también llamaban Rubi. Con él montaban motos o bicicletas, corrían caballos, se enfrascaban en un partido de béisbol o navegaban a vela, aunque nada los entusiasmaba tanto como cuando, para que dieran una vuelta por el barrio, les prestaba su automóvil, un Ferrari que llevaba en la matrícula la bandera de su país con un fleje adjunto en el que se leía la palabra «Embajador», lo que lo hacía intocable para la policía cubana. Uno de esos muchachos de ayer dice al cronista que hace unos 30 años coincidió en una tienda de Nueva York con Odile Rodin, y, pese a su edad, se veía muy hermosa y elegante, todavía perfectamente encamable.
En los días finales de la dictadura de Batista llegó a Cuba una delegación del Gobierno dominicano. Preocupaba al generalísimo Trujillo la situación de su colega cubano y más le preocupaba que el ejemplo de Fidel Castro pudiera prender en Quisqueya. El sátrapa, que no logró nunca ser invitado a La Habana en visita oficial, lo que nunca perdonaría a Batista, soñaba con que sus soldados desfilaran aquí victoriosos. Trujillo tenía obsesión con Cuba. Encargaba sus trajes en la renombrada sastrería Oscar, de la calle San Rafael, compraba sus muebles en La Moda y su médico de cabecera era esa eminencia de la clínica que fue el doctor Pedro Castillo. Sin ir muy lejos, su última amante fue una rumbera cubana, Silda (así con S).
Ella nunca pasó de ser una de las del montón en los cabarets habaneros, pero se convirtió en una celebridad en la noche dominicana, lo que hizo que Trujillo reparara en ella. Queda de Silda una foto cada vez más desvaída en una amarillenta página de la revista habanera Show.
La visita de los dominicanos obedecía a una coordinación llevada a cabo por el teniente general Pedro Rodríguez Ávila, jefe del Ejército, el almirante Rodríguez Calderón, jefe de la Marina de Guerra y el general José Eleuterio Pedraza, recién reincorporado a las Fueras Armadas. El grupo de visitantes estaba integrado por el general Arturo Espaillat, el coronel Johnny Abbes García, jefe de la Inteligencia de su país; el contraalmirante Didiez Burgos, secretario de Marina, y el coronel aviador Álvarez Albizu, agregado militar en Cuba. Se alojaron en el hotel Riviera y todos, menos Espaillat, que regresó antes de tiempo, esperaron que el dictador cubano los recibiera el 31 de diciembre de 1958 en la Ciudad Militar de Columbia.
En la tarde de ese día Pedraza presentó a los dominicanos al mayor general Eulogio Cantillo, jefe de Operaciones del Ejército, y transmitió el interés de estos de encontrarse con el Presidente. Cantillo se lo informó así al mandatario a su llegada a la instalación militar a las diez de la noche. A esa hora, con Santiago de Cuba sometida por Fidel a un cerco elástico, Santa Clara a punto de caer ante las tropas del Che Guevara y por lo menos tres conspiraciones en su contra en la misma Ciudad Militar, sede del Estado Mayor Conjunto, la ayuda prometida por Trujillo carecía de sentido para Batista, decidido ya a salir de Cuba. No quería ver a los dominicanos y pidió al general Juan Rojas, jefe del campamento de Columbia, que así se los dijera con la advertencia de que regresaran de inmediato a su país. «¡Por Dios, Rojas! Diles a esos hombres que no pierdan el tiempo y que se vayan…», dijo Batista. Los dominicanos no hicieron caso, deseosos de vivir la experiencia única de esperar el Año Nuevo en La Habana.
Con el siniestro Abbes García venían dos curiosos sujetos. Un yugoslavo y un chino, expertos ambos en el manejo de las carabinas San Cristóbal compradas a Santo Domingo por el Gobierno de Cuba para la lucha antiguerrillera. Los soldados cubanos se quejaban de que esta arma se encasquillaba con frecuencia. No era un mal fusil. Lo que sucedía era que necesitaba del proyectil fabricado en específico para ella. Cuba adquirió los rifles, pero no las balas, en la confianza de que otro proyectil del mismo calibre resultaría eficaz. No resultó.
A las siete de la mañana del 1ro. de enero de 1959, Porfirio Rubirosa, embajador de Trujillo en La Habana, tocó a la puerta de la casa de su vecino, un alto funcionario del Ministerio de Hacienda. Llegó en chancletas, con la camisa por fuera del pantalón y las mangas recogidas en los codos. Necesitaba ayuda. Precisaba sacar de Cuba al coronel Abbes García y sus compañeros.
Contó al escribidor el hijo de aquel funcionario que no fue difícil conseguir una avioneta que volara con destino a la ciudad de Miami. Abbes y el yugoslavo tenían visa para EE. UU.; no así el asiático, lo que podía traer problemas a la llegada al territorio norteamericano.
Según la misma fuente, que siempre he sospechado que era el piloto de aquella avioneta, Abbes y su compañero solucionaron fácilmente el problema: tiraron al chino en medio del Estrecho de la Florida. Otra versión asegura que el chino fue detenido en La Habana y juzgado. Pasó su prisión impartiendo clases de alemán. Rubirosa, pese a su condición de embajador y a la inmunidad que lo protegía, terminó buscando asilo en la embajada norteamericana, y el embajador Smith gestionó en Columbia su salvoconducto.
Se dice que Ian Fleming se inspiró en Rubirosa para trazar su personaje de James Bond. El gran escritor peruano Mario Vargas Llosa se deslumbró con su historia. Y otro gran narrador, Truman Capote, sucumbió a su embrujo. Se le han dedicado por lo menos dos biografías y acaba de filmarse en Santo Domingo una película que recrea su vida y hazañas. En California se organiza en su honor la Copa de Polo Embajador Rubirosa. Y durante mucho tiempo en los restaurantes de lujo de París se llamó «rubirosas» a los recipientes en los que en las mesas se coloca la pimienta. Su leyenda se ha utilizado en la publicidad. El personaje llamado «El Hombre Más Interesante del Mundo» que sale en anuncios de cierta marca de cerveza, está basado en su imagen.
Murió el 5 de junio de 1965, a las siete de la mañana, al chocar su Ferrari contra los árboles en el Bosque de Boloña, de París, luego de haber celebrado durante toda la noche su victoria en el campeonato de polo Coupe de France. Se dijo que su coche había sido manipulado a fin de evitar su relación con Pat Kennedy.
Tenía 56 años de edad. No dejó hijos. Era estéril.