Lecturas
Decía Fernando Ortiz que James O’Kelly es un personaje de los más pintorescos del siglo XIX. Su vida, añadía don Fernando, fue un constante eslabonamiento de audaces y caballerescas andanzas. O’Kelly es el autor de La tierra del mambí, un reportaje de más de 250 páginas que escribió cuando en 1873 el periódico para el que trabajaba —New York Herald— lo envió a cubrir la guerra que, por su independencia, Cuba libraba contra España, ocasión en la que entrevistó a Carlos Manuel de Céspedes, presidente de la República en Armas.
Su existencia tuvo mucho de novela. Nacido en Irlanda entre 1840 y 1845 —no se ha precisado la fecha exacta— fue un decidido y entusiasta partidario de la independencia de su patria y para conseguirla formó parte de todas las conspiraciones posibles e imposibles. En México, tras la caída de Maximiliano, estuvo a punto de ser fusilado y libró en tablitas gracias al llanto y a los ruegos de una anciana que aun sin conocerlo clamó por su vida. Participó en la guerra franco-prusiana, en la cual la parte francesa le dio grados de coronel, y cazó búfalos con el célebre Buffalo Bill, que recalcó siempre la valentía insuperable del irlandés…
O’Kelly entró por la puerta ancha en el mundo de la prensa y su carrera fue afortunada. El New York Herald era en aquella época el diario de más fama mundial por su originalidad, audacia y valor de la correspondencia recibida desde los países más distantes y sobre los temas de mayor interés. «La misión de O’Kelly a la tierra del mambí fue la prueba de cómo sabía J. Gordon Bennet, el director del New York Herald, invertir dinero y energías en captar noticias sensacionales», escribe Ortiz, y recuerda enseguida que con independencia del criterio ético que se enarbole al juzgar a los Bennet, padre e hijo, no hay duda de que se mueven entre los más grandes periodistas norteamericanos.
Se cuentan aventuras pintorescas del legendario reportero, como cuando mantuvo en un tren, aislado de los otros periodistas, al famoso político francés Rocheford, de paso en Estados Unidos, luego de escaparse de Nueva Caledonia, mientras él telegrafiaba de estación en estación la entrevista que iba haciéndole a lo largo de todo el día y que fue un verdadero «palo» tanto en Norteamérica como en Europa.
Su periódico lo envió a Brasil a fin de que acompañara al emperador don Pedro en su viaje a Estados Unidos.
Dos servicios inestimables prestó al monarca; el primero, cuando en la bahía de Río de Janeiro, salvó de manera espectacular la vida de la emperatriz, y luego, cuando en el transcurso del viaje lo mantuvo aislado de la prensa, salvo de los periodistas del New York Herald. Había hecho creer al emperador que cada periodista norteamericano era como un piel roja: no le bastaba con vencer al enemigo, sino que quería además arrancarle la cabellera. Su éxito fue tan sonado que cuando la comitiva imperial llegó a California, los periódicos locales dieron así la noticia: «Llegó ayer a San Francisco el repórter del New York Herald, Mr. James O’Kelly, acompañado del emperador del Brasil».
O’Kelly entró al Herald como reportero. Bien pronto su cultura enorme y aguda visión hicieron que se le confiara la crítica de arte del diario. Poco después era promovido a editorialista y más tarde al comité director del periódico. La propuesta de venir a Cuba le dio la posibilidad de cambiar la aburrida vida de buró por la azarosa existencia del reportero.
A fines de 1872, el Herald envió un corresponsal a Cuba con la misión de reportar la guerra y llegar a Carlos Manuel de Céspedes. Pero Mr. Henderson, que así se llamaba el sujeto, no tuvo el valor ni la astucia para cumplir una tarea como esa. James O’Kelly los tenía de sobra y, ya en Cuba, lejos de esconder sus intenciones, comunicó su propósito a las autoridades y solicitó un salvoconducto para recorrer el país y pasar a la tierra del mambí. El Capitán General le advirtió que podía moverse por la parte de la Isla controlada por España, no así por el campo insurrecto.
No respetaría el reportero la advertencia de la máxima autoridad española en Cuba. Llegó a los campos de Cuba Libre a las cuatro de la tarde del 21 de febrero de 1873 y se entrevistó con el Padre de la Patria el 6 de marzo. Dejó una buena impresión en el hombre de La Demajagua que lo alude en cartas a su esposa. Dice: «En nuestro campo se manejó dignamente… y confirmamos su mucho valor y resolución».
Permaneció unas seis semanas en la tierra del mambí. Volvió al campo español y en la ciudad de Manzanillo se presentó, en compañía del cónsul inglés, ante las autoridades locales. Quedó detenido. Lo remitieron preso al Morro de Santiago de Cuba y luego a La Habana, donde estuvo encerrado en la fortaleza de la Cabaña antes de ser conducido a España. En Santander permanece internado en una penitenciaría hasta que le otorgan la libertad bajo palabra de honor de no huir y de presentarse ante las autoridades de Madrid.
Sucede algo increíble. Emilio Castelar, presidente de la República española, y Francisco Pi y Margall, su ministro de Gobernación, ambos amigos de Irlanda, estaban decididos a favorecer a O’Kelly. Y es Castelar quien le hace llegar en secreto un aviso al irlandés.
Decía Castelar en su mensaje que era de su conocimiento que Pavía, capitán general de Madrid, preparaba un golpe de Estado contra la República y el Gobierno no podía impedirlo.
—Si los realistas restauran la monarquía, usted será castigado duramente. De ahí que se le avisa que prepare cuanto antes su equipaje y procure que el Ministro norteamericano lo acompañe al Ministerio de Gobernación para hacer contar que usted, O’Kelly, ha retirado su palabra de honor de no huir y se entrega a la disposición de la autoridad.
El diplomático norteamericano que no estaba en el secreto, acompañó a regañadientes al periodista. Ya en el Ministerio, Pi y Margal dijo a O’Kelly:
—No puedo obligarlo a que usted cambie de opinión y usted sabrá lo que le conviene bajo su responsabilidad. Sírvase regresar a su hotel y se le apresará cuando la autoridad lo crea oportuno.
El diplomático salió aterrado del Ministerio. El periodista tomó el primer tren con destino a Gibraltar.
Los escasos días pasados por O’Kelly en Gibraltar fueron suficientes para que elaborara el plan de conquistar el peñón en poder de Inglaterra. Unos 200 irlandeses bajo su mando llegarían a la fortaleza por un camino conocido solo por contrabandistas y se apoderarían de la instalación y entregarían el territorio a España. Cánovas del Castillo, primer ministro de Alfonso XII, lo hizo desistir de su empeño. De nada valdría apoderarse del peñón si Inglaterra, en represalia, podría bombardear las ciudades costeras españolas.
Pasaron los años. James O’Kelly ganó un acta de diputado, y aunque jamás regresó a Cuba, recordó hasta los últimos momentos sus días en la tierra del mambí.
El presidente Céspedes dispone que una escolta acompañe al periodista hasta Cambute y que de ahí lo traslade a su campamento. O’Kelly se encuentra con un hombre de corta estatura, pero de constitución de hierro, muy erecto siempre, de frente alta y bien formada, ojos entre grises y pardos, brillantes y escrutadores, con pelo y barba grises y dientes muy blancos y bien conservados. Es simple el mobiliario de la «residencia presidencial», como le llama O’Kelly al bohío donde vive y despacha el Presidente. Una hamaca, algunos taburetes, una mesa toscamente construida. Se advierte orden en la disposición de los libros y los paquetes de papeles, mientras que dos o tres maletas sirven de armario. Hay un revólver y un Winchester de 16 tiros.
Se interesa Céspedes por los detalles de la estancia cubana del reportero. Sabe que un general español ha amenazado con darle muerte si lo captura tras su salida de la tierra del mambí, y, para la partida, le ofrece un bote que lo llevaría a Jamaica. O’Kelly habla de su deseo de proseguir su trabajo periodístico en Camagüey, y Céspedes promete ayudarlo en el traslado. Lo convida a almorzar. Los platos, de estaño, lucen escrupulosamente limpios. El menú consiste en carne cocida, boniatos, harina de maíz, casabe y una especie de pasta hecha de maíz indio. Como bebida, agua pura, en tanto que el café es sustituido por una infusión de agua caliente y jengibre endulzada con miel.
«Aunque el almuerzo era frugal en extremo, estaba servido con toda la formalidad que se hubiera buscado en la Casa Blanca. Si allí no se veía el lujo y esplendor que se observa en los festines de gobernantes más felices, en cambio el acto revestía un carácter de grandeza moral que a mis ojos, compensaba, con mucho, la ausencia de pompas mundanales», escribe James O’Kelly.
Conversan mucho. Céspedes dice que no ve al español como un enemigo y que, llegada la independencia, el español que quisiera permanecer en la Isla recibiría la misma protección que el resto de los ciudadanos. Precisa: «Nosotros queremos la paz para poder dedicarnos a la reconstrucción de nuestros hogares y el bienestar del país, pero antes que todo, queremos nuestra independencia. Si España continúa la guerra, pelearemos hasta que el país se convierta en un desierto». Añade: «El apoyo de la opinión pública mundial será decisivo en el triunfo de la causa cubana».
Habla Céspedes de los intentos de España por asesinarlo. Vive sin guardias ni precauciones. Solo de noche se coloca un custodio en su puerta, admite, pero, es lógico, se niega a responder a la pregunta sobre el número de hombres que componen el Ejército Libertador, si bien reconoce que el desorden y las carencias traumáticas que un año antes se manifestaron en el campo insurrecto se han ido superando. Lo que necesitamos —ropas, alimentos, pertrechos de guerra…— lo tomamos en buena medida del enemigo, a quien los mambises, dice, tratan con demasiada generosidad aun después que España endureció sus posiciones.