Lecturas
¿Sabía usted que la aristocrática aunque muy venida a menos calle O’Reilly fue en un tiempo la calle Honda o del Sumidero, del Basurero y de la Aduana? ¿Qué una calle de tanto ringo rango como Teniente Rey fue antes la calle de Santa Teresa y de San Salvador de la Horta y que nunca hubo allí teniente real alguno sino un avispado teniente de gobernador que vivía en la esquina con la calle Habana de apellido Rey que terminó dando su nombre a la vía? ¿Qué Bernaza es Bernaza por un tal José Bernaza que tuvo en ella una panadería? ¿Qué San Ignacio fue antes la calle de la Ciénaga por la que existía entre el cuartel de San Telmo y la Catedral? ¿Qué las decenas de artesanos que se radicaron en Oficios entre la Plaza de San Francisco y la de Armas terminaron por dar nombre a esa calle? ¿Qué Muralla fue la calle Real y que uno de sus tramos se bautizó como De la Cuna?
Cuando el escribidor comenzó sus estudios de Secundaría Básica —llovieron desde entonces ya unos cuantas décadas— el profesor de la asignatura que llamaron entonces de Ciencias Sociales iniciaba siempre su curso en el primer año con la propuesta de un trabajo investigativo. Debíamos los estudiantes inquirir sobre el nombre de la calle en que habitábamos y poner por escrito el fruto de nuestra pesquisa. Como yo entonces residía en la calle Diez, en el reparto Lawton, me pasé de listo en la respuesta y escribí, como un pistoletazo: que mi calle se llamaba así por la numeración. Claro que era por eso, pero el profesor que era de apellido Borroto —no recuerdo su nombre de pila, que era compuesto— me dijo que debí haber trabajado un poco más y averiguar en qué fecha aproximada se numeraron las calles del reparto y por qué las calles con números alternaban con las que fueron bautizadas con los nombres más diversos y a veces arbitrarios como San Francisco, Porvenir, Lagueruela, Tejar, Milagros,,, que no siempre respondían a una realidad concreta, un suceso o al nombre de un vecino asentado en la zona.
A partir de ese momento empezó a interesarme el tema de las calles, y el lector, en los años más recientes, ha sido testigo de ese interés por las veces que lo he abordado en esta página, bien en alusión a una calle en particular —Aguiar, Amargura, Prado, Infanta, 23, Línea y muchas otras— o refiriéndome a calles habaneras en conjunto.
En 1763, bajo el gobierno del Conde de Ricla, la ciudad, por primera vez, se dividió en barrios y se numeraron las casas y se dieron nombres a las calles. En el asunto de los nombres prevaleció el de las personas notables y en especial aquellas que se distinguieron en la defensa de la plaza cuando la agresión inglesa. El mismo bando policial que contemplaba esas medidas, prohibía la construcción de casas con techos de guano y se recomendaba la edificación de casas «de alto». En 1808 se colocaron las tarjetas con los números en las casas de intramuros, costando 14 reales cada una. Como hubo variaciones respecto a la numeración anterior, se estableció un padrón con esa diferencia, padrón que se conservaba en la secretaría del Ayuntamiento.
Aparte de ocuparse de la pavimentación de las calles principales con el sistema de Macadams, el gobernador Miguel Tacón se ocupó asimismo de la rotulación de las calles habaneras y también en la enumeración los locales. Lo dice en el documento en que hizo el resumen de su mandato: «Carecían las calles de la inscripción de sus nombres y muchas casas de número. Hice poner en las esquinas de las primeras tarjetas de bronce y numerar la segundas por el sencillo método de poner los números pares en una acera y los impares en otra». Eso ocurrió en 1834 y 1838. No volvió a rotularse ni a enumerarse en La Habana hasta unos cien años después.
Antes, hacia 1820 se había prohibido de manera terminante construir nuevas viviendas dentro de las murallas. La disposición estipulaba que por ser La Habana una plaza fuerte «no se pueden construir dentro de sus murallas más casas de las que ya existen», medida que traía como consecuencia, por la escasez de viviendas que provocaba, el alto monto de los alquileres. Una familia acomodada que quisiera asentarse en la ciudad intramural debía abonar una renta que oscilaba entre los 8 000 y los 14 000 pesos al año. Los alquileres no eran de esa magnitud en los inmuebles ubicados fuera de las murallas, pero de todas formas se arrendaban por sumas elevadas con la excusa de que en esas zonas se hacía menor el riesgo de contraer la fiebre amarilla.
Las calles, estrechas y sin pavimentar, aparecen llenas de inmundicias. En los surcos que dejan las ruedas de los coches y las patas de los caballos se deposita el contenido de bacines y tibores que, al grito de « ¡Agua va!» y sin miramiento alguno, arrojan los vecinos desde balcones y ventanas. En época de lluvias el tránsito se hace difícil para los carruajes y los peatones deben estar alertas al paso de las volantas que navegan en el lodazal en que se convierten las calles. Rodeada de muros por todas partes, La Habana es, durante las lluvias, una inmensa charca que desagua en la bahía por un solo lugar: el boquete de la pescadería, propiedad de nuestro viejo conocido don Pancho Marty y Torrens, frente a la calle Empedrado. El arrastre es de tales proporciones, dice el erudito Juan Pérez de la Riva, que entre 1798 y 1844 el fondo de la bahía disminuye en no menos de seis pies, disminución que llega a los diez pies frente a los muelles.Incluso la Plaza de Armas parece, según la época del año, un páramo fangoso o un paraje polvoriento. Como el tránsito de carruajes llegaba a hacerse muy difícil durante las lluvias en aquellas calles estrechas y sin pavimentar, se ideó enterrar en ellas traviesas de madera dura que quedaban dispuestas de manera perpendicular al eje de la vía. Fue nulo el resultado de tal empeño. Lejos de solucionar la situación, la empeoró, sin contar que si los aguaceros eran seguidos e intensos, los polines desaparecían tragados por el subsuelo. Fue durante el gobierno del mayor general José Miguel Gómez (1909-1913) cuando se realizó el primer tramo de calle con base de hormigón y superficie de rodamiento de asfalto. Se le llamó calle experimental
Hacia 1850, La Habana intramuros tiene 39 980 habitantes, cifra que, con la población flotante, supera las 55 000 personas. Se contabilizan entonces 3 761 casas. De ella 1 282 son accesorias y 56 ciudadelas. No existen todavía hoteles, pero se alquilan 1 157 «cuartos interiores». Hay en intramuros 1 560 volantas y 352 quitrines y en extramuros 624 y 115, respectivamente, lo que resultaba un vehículo por cada 24 personas blancas.
La calle Cuba se llamó antes calle de la Campana y de la fundición. Lamparilla debe su nombre a la luz que un devoto de las Ánimas encendía todas las noches en su casa de la esquina de la calle Habana. La esquina de Lamparilla y Aguacate se llamó del Campanario por uno pintado de azul que allí había y el tramo de Lamparilla que se extiende entre Villegas y Bernaza se llamó de las Cañas Bravas por las que había sembradas al costado de la parroquial del Cristo y que se cortaron en 1808. Empedrado fue la primera calle empedrada en La Habana. Se hizo con chinas pelonas desde la Plaza de la Catedral hasta la Plaza de San Juan de Dios y duraron hasta 1838 cuando se sustituyeron por adoquines. O’Reilly se llama así porque el Conde de O’Reilly, subinspector de las tropas cuando la restauración de La Habana en 1763 hizo su entrada por esa calle, mientras que el Conde de Albemarle, jefe de la ocupación británica, salía por la calle Obispo. En 1742 los solares de esta calle se vendían entre 8 y 9 reales la vara. Cien años después el precio era de más de una onza de oro la vara.
La avenida 23, en el Vedado, se llamó en sus inicios en 1862 Paseo de Medina, por ese contratista de obras del Gobierno colonial que tenía su residencia frente a donde se emplazaría el cine Riviera. Durante un corto periodo llevó el nombre de General Machado. Línea, en 1918, pasó a llamarse Presidente Wilson, y durante la dictadura batistiana, fue rebautizada como General Batista, nombre que, al igual que el de Machado, el pueblo repudió. Siempre ha sido Línea, primero por los pequeños trenes que salían de cerca de La Punta y luego por los tranvías eléctricos. La calle Manuel Sanguily —al costado del palacio del Segundo Cabo— sigue siendo conocida, lamentablemente, por su viejo nombre de Tacón.
El compañero Antonio Moltó, presidente de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC), hizo llegar al diario elementos sobre lo expuesto por el escribidor en la página correspondiente al 8 de mayo pasado (Lo que no dije de la Catedral), en la que pregunta por el destino de las piezas que obraban en los fondos del museo de la prensa que existía en la Asociación Reporters, de la calle Zulueta.
Y explica en su misiva que la UPEC, «al crearse en 1963, no fue continuadora ni de la Asociación de Reporters de La Habana ni del Colegio Provincial de Periodistas de La Habana, y menos aún heredera de los bienes inmuebles de esas instituciones periodísticas. A veces, por desconocimiento, eso se cree (…) Desde mucho antes del nacimiento de la UPEC, habían desaparecido la Asociación de Reporters y el Colegio de Periodistas, ubicados en la calle Zulueta. Incluso, el edificio ubicado en 20 de Mayo casi esquina a Ayestarán, que se construyó para instalar allí el Colegio de Periodistas, el Estado dispuso que pasara a un centro para estudio de idiomas».
Añade:
«Ciro Bianchi pregunta en su artículo sobre dónde fueron a parar las piezas que conformaron el museo de la prensa que estaba en la Asociación de Reporters de La Habana. No tenemos una respuesta para esto. Lo que sí aseguramos es que la UPEC no fue heredera de las piezas de ese museo ni tampoco de los panteones en la Necrópolis de Colón que por Resolución del Gobierno Revolucionario pasaron a otras instituciones».
Señala por último el compañero Moltó que lo único que logró salvarse del local de la calle Zulueta fueron algunos expedientes y libros del Colegio Nacional que el periodista Baldomero Álvarez Ríos rescató en su camino al basurero. Esos documentos, dice Moltó, se conservan hoy en la sede de la UPEC.
Valga la aclaración del Presidente de la UPEC. El escribidor solo desea aclarar por su parte que no culpó a nadie, y mucho menos a la organización que Moltó encabeza, de la desaparición de esos materiales. Solo se interesaba por su destino.