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La Plaza del Vapor

«En La Habana se encuentra un famoso mercado en cada barrio, pero el mejor de todos es el de la Plaza del Vapor. En el interior de este edificio se vende la carne y toda especie de legumbres y verduras, y en el exterior las frutas. Pero lo que sorprende es la mezcolanza y variedad, pues al lado de naranjas y piñas se encuentra un lujoso almacén de ropas, y todas las galerías están plagadas de baratillos. De noche particularmente presenta mucha animación, hallándose toda la plaza alumbrada con gas y muy visitada por las muchachas de extramuros que van a hacer sus compras. La Plaza del Vapor, además, encierra cafés, barberías y toda especie de establecimientos; puede decirse que es la capital de La Habana, así como el Palais Royal podría llamarse la capital de París».

El colombiano Nicolás Tanco Armero, el autor de las palabras citadas, vivió en La Habana a mediados de la década de 1850. Sus ideas políticas conservadoras lo habían llevado a la cárcel en su país y, sin un centavo, abrigaba la esperanza de hacerse rico en Cuba.  Corría el año de 1853 y aquí acababa de constituirse una poderosa sociedad para explotar el tráfico de chinos. Sus directivos repararon en Tanco; era ambicioso, tenía buenos modales, dominaba a la perfección el inglés y el francés. Lo ficharon. La elección no pudo ser más afortunada: Tanco organizó con diabólica eficacia el tráfico de chinos, no solo hacia La Habana sino también hacia El Callao, y más de 200 000 esclavos amarillos atravesaron «las aguas negras» gracias a sus oficios.

El investigador cubano Juan Pérez de la Riva lo definió como «un erudito con vocación de negrero», porque Tanco publicó en París,  en 1881, un libro interesantísimo, Viaje de Nueva Granada a China y de China a Francia, donde incluyó no pocas referencias —y algunas de ellas muy agudas—  sobre La Habana que le tocó conocer, como su visión de la Plaza del Vapor que se reprodujo antes. Lo curioso del asunto —y por eso la incluyó el escribidor— es que la Plaza del Vapor que vio Tanco Armero en el siglo XIX siguió siendo válida hasta 1958 y quizá un poco después.

No cree el escribidor que sean muchos los jóvenes que sepan de qué se está hablando cuando se alude a la Plaza del Vapor, conocida asimismo con el nombre de Mercado de Tacón. Digamos enseguida que se trató de la plaza o mercado que ocupó la manzana enmarcada por las calles Galiano, Reina, Águila y Dragones, en Centro Habana. La edificación fue demolida tras el triunfo de la Revolución, cuando se proyectó la construcción en ese espacio de un gran edificio de apartamentos, idea que no llegó a concretarse. Se decidió entonces construir en el lugar el parque que llevaría el nombre de América Libre. En efecto, fue construido, pero desconoce el escribidor si ese es su nombre oficial, porque popularmente llamamos a dicho espacio el parque del Curita, importante entronque del transporte de pasajeros en la capital.

Ahora bien, ¿quién fue El Curita?, ¿qué relación guarda la vieja Plaza del Vapor con la vida de este valeroso combatiente revolucionario, jefe de Acción y Sabotaje del Movimiento 26 de Julio, asesinado en marzo de 1958?

Mejor que los de España

El primer mercado público con que contó La Habana se ubicó en la Plaza de San Francisco. Fue trasladado, a petición de los frailes, a la plaza que hoy conocemos como Vieja y que entonces se llamó Plaza Nueva. No se trataba propiamente de un edificio, sino de tarimas, techadas o no, para uso de los expendedores. Ya en 1836 se construyen el mercado de Cristina, en la Plaza Vieja, y el del Cristo, en la plaza de ese nombre. Se emplazarían los mercados de Tacón y de Colón, que los habaneros llamaron siempre del Polvorín y que se ubicaban donde ahora radican las salas cubanas del Museo Nacional.

Dice el historiador Jacobo de la Pezuela que al acometerse el ensanche de extramuros de 1824, quedó yerma la manzana comprendida entre las calles Galiano, Reina, Águila y Dragones. Allí, sin orden ni concierto y para dar satisfacción a clientes de aquella zona, se establecieron numerosos vendedores de abastos que expedían sus productos en casillas de madera montadas sobre ruedas. Miguel Tacón, gobernador general de la Isla, quiso acabar con dichos puestos feos y desiguales, y dotar a aquella zona habanera de un mercado digno de ella. Encargó el proyecto a Manuel Pastor, y el ingeniero principal de la administración colonial concibió un edificio de albañilería de dos plantas de cien por 145 varas, con galerías cubiertas y sostenidas por   columnas de piedra. Respecto a esa edificación, Joaquín Weiss, uno de los grandes estudiosos de la arquitectura cubana, afirmó que por su concepción y condiciones «es posible que igualara y superara a los mercados existentes en ese tiempo en España».

Tacón puso su nombre a todo lo que, en su tiempo, construyó en La Habana: el mercado, la cárcel, el paseo, el teatro… El Mercado de Tacón fue conocido, sobre todo, por la Plaza del Vapor. Y en eso intervino un personaje al que el escribidor ha aludido muchas veces, el catalán Francisco Marty, negociante del entorno del Gobernador General, constructor y empresario del teatro Tacón; el hombre que controlaba el monopolio del pescado en la capital. En una fonda de su propiedad y que daba a la calle Galiano, en el Mercado, Marty hizo colocar un cuadro en que se reproducía la imagen del buque Neptuno, el primero de vapor que se conoció en la Isla y que a partir de 1819 cumplió la travesía Habana-Matanzas-Habana. Fue la imagen de ese navío lo que terminó dándole nombre al edificio.

En la madrugada del 7 de septiembre de 1872, un voraz incendio destruyó totalmente el inmueble, por lo que se levantó un mercado provisional en la Plaza de Marte, actual Parque de la Fraternidad Americana. Dos años más tarde, la Junta de Obras Públicas determinó  edificar un nuevo mercado en el sitio que ocupara el destruido y que se llamaría asimismo Plaza del Vapor. El nuevo edificio, obra del arquitecto Rayneri Sorrentino, constituyó, gracias al sistema de viga y losa,  toda una novedad en La Habana desde el punto de vista técnico, y causó admiración por el diseño de las barandas de hierro forjado del entresuelo y el piso alto.

En 1918 dejó de ser mercado este edificio no exento de elegancia y que lucía sólidas armazones de hierro en el patio central. Sus vendedores fueron ubicados en los terrenos de lo que fue la estación de trenes de Villanueva, donde se alzó después el Capitolio, y trasladados, con posterioridad, al Mercado Único de Cuatro Caminos. Fue entonces que se demolieron las armazones de metal del patio, lo que propició ganar un espacio donde se llevaron a cabo juegos de béisbol y balompié.

Escribió el historiador Emilio Roig que la Plaza del Vapor siempre fue  mercado. La parte exterior del edificio no dejó nunca de estar ocupada por unos pequeños establecimientos de todas clases, que funcionaban como expendios de frutas, mariscos, flores, yerbas medicinales, barberías, sastrería, sombrerería, zapaterías… y cualquier otra cosa que fuese posible vender, hasta caricias por las noches. El piso superior y principal estaba ocupado por las viviendas de unas 200 familias, y el edificio se convirtió sobre todo en el verdadero mercado habanero del billete. Allí se vendía no menos del 50 por ciento de los billetes de lotería que se imprimían, para todo el país, en La Habana. El billete que no se encontrara allí, no aparecía prácticamente en ningún otro sitio.

En 1947 el Ministerio de Salubridad clausura el Mercado de Colón o Plaza del Polvorín, y los vendedores que operaban en ella se reubican en el patio central de la Plaza del Vapor, con lo que finalizan los juegos de pelota y balompié. A comienzos de la Revolución, el Ministerio de Salud Pública declaró insalubre el lugar y sus vendedores fueron reasentados en el terreno de la calle Amistad entre Estrella y Monte, donde funcionó durante años la  academia de baile de Marte y Belona, demolida en esos días. Dice Sergio R. San Pedro del Valle en su libro Vivido ayer (Miami, 2008) que eran más de 160 los comercios que abrían sus puertas en la Plaza.

Viyaya

En aquellos juegos de pelota que se organizaban en su patio central, el Deportivo Tacón, equipo de la barriada, gozó de una popularidad enorme porque en él jugaba una inquilina de la Plaza del Vapor: Eulalia González, más conocida por Viyaya. La muchacha jugaba la inicial como cualquier consagrado. Y no solo en la Plaza, sino en los más renombrados placeres de la capital y aun en algunas localidades del interior en las décadas de los 40 y los 50.

Jugó varias posiciones y hasta lanzó, pero donde se hizo célebre fue en la primera base. Dice Elio Menéndez, premio nacional de Periodismo: «Era tanto lo que levantaba con el mascotín que, para aumentar el interés del espectáculo, los directivos de la Liga Cubana la invitaron en ocasiones a las prácticas que precedían a los desafíos oficiales, de manera que el público contribuyente disfrutara viéndola recibir los escopetazos de los infielders profesionales».

Sobresalió más a la defensiva que al bate, aunque tampoco fue un out vestido de pelotero. Los pitcheres rivales no tenían consideración con ella. Ningún lanzador veía bien que una mujer le bateara y para evitarlo le arrimaban la bola, lo que dio origen a muchas trifulcas.

En abril de 1947 vino a Cuba el empresario norteamericano Max Carey con dos grupos de pelota conformados por mujeres, y contrató a Viyaya para que jugara en EE.UU. Ella fue y regresó al poco tiempo, para seguir jugando en los terrenos de la capital.

Una vida de Película

Sergio González tuvo una vida de película. Nació en Aguada de Pasajeros, en 1921, y durante nueve años se preparó para el sacerdocio en los seminarios de San Basileo el Magno, de Santiago de Cuba, y San Carlos y San Ambrosio, de La Habana. De ahí su sobrenombre. Le llamaban con cariño El Curita.

Fueron múltiples sus hazañas. Encarcelado en el Castillo del Príncipe, organizó allí una huelga de hambre y protagonizó luego una fuga espectacular. Fue el responsable del sabotaje a los tanques de combustible de la refinería Belot, cuya negra humareda, durante varios días, demostró a los habaneros que se reactivaba la lucha contra Batista y organizó la llamada Noche de las Cien Bombas, con la que demostró que la dictadura no podía ya controlar la ciudad. Esta fue una acción que El Curita planeó con sumo cuidado, pues exigió a sus participantes que no podía ocasionar víctimas, y no las hubo realmente.

Las fuerzas represivas lo perseguían sin descanso. El 11 de marzo de 1958 un emisario de la Sierra Maestra, a nombre de Fidel, pidió a El Curita que se trasladara a las montañas a fin de preservarle la vida. Respondió al emisario que respetaba la autoridad del Comandante en Jefe, pero que su lugar estaba en La Habana. El día 18 cayó en una trampa en un apartamento del Vedado. En el Buró de Investigaciones lo torturaron con saña. Al día siguiente, su cadáver, cosido a balazos, aparecía en Altabana.

El Curita laboró en una pequeña imprenta instalada en la Plaza del Vapor. Allí se imprimió de manera clandestina la primera edición de La historia me absolverá, el alegato de Fidel ante sus jueces por los sucesos del cuartel Moncada. La distribución del opúsculo en el país, antes de la amnistía de los moncadistas, en 1955, contribuyó de manera decisiva a forjar la vanguardia que encabezaría la lucha armada contra Batista.

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