Lecturas
La cosa estaba cada día peor. El caos se entronizó tras la caída de Machado, el 12 de agosto de 1933. Carlos Manuel de Céspedes presidía el Gobierno, pero no gobernaba y la combatividad de los cubanos asustaba al Embajador estadounidense. Había hambre y desempleo y huelgas. La llamarada popular quemaba la Isla y obreros y estudiantes estaban en pie de lucha. En el puerto habanero dos buques de guerra estadounidenses permanecían con los cañones desenfundados y los marines prestos al desembarco.
El clima de indisciplina e insubordinación crecía en el Ejército. Los oficiales, desmoralizados por su complicidad con la recién derrocada dictadura, estaban a la defensiva y el complot de los sargentos agrupados en la llamada Junta de Defensa o de los Ocho ganaba adeptos entre los alistados. Formaban parte de esa Junta los sargentos Pablo Rodríguez, que la encabezaba, José Eleuterio Pedraza y Manuel López Migoya, el sargento taquígrafo Fulgencio Batista, el soldado Mario Alfonso Hernández... Demandaban beneficios para clases y soldados, que no se les rebajara el sueldo y que se aumentara el monto de las pensiones; reclamaban gorras de plato y dos botones más en la guerrera y que dejaran de ser utilizados como sirvientes por parte de la oficialidad. Pero bien pronto, el 4 de septiembre, el movimiento revelaría su matiz político: no era menester pedir lo que ellos mismos podrían agenciarse.
En la mañana de ese día, el capitán Mario Torres Menier, del cuerpo de Aviación, se personó en la jefatura del Sexto Distrito Militar, con sede en el campamento de Columbia. Llevaba el encargo del coronel Julio Sanguily, jefe del Estado Mayor, de reunirse con clases y soldados y enterarse de sus peticiones ya que el mando tenía conocimiento de la agitación que reinaba entre la tropa y de la asamblea que proyectaba. Al teniente coronel José Perdomo explicó el propósito de su visita. Pero Perdomo no estaba para el paso. Acababa de ser relevado de la jefatura del Distrito, que quedó bajo el mando provisional del comandante Antonio Pineda, y no demoraría en partir para Santiago de Cuba a ocupar su nuevo destino. Quiso bajar el tono a las preocupaciones de Torres Menier. «Esa reunión, que no tiene la mayor importancia, está autorizada; es más, me parece que los “muchachos” hacen bien en plantear sus demandas», dijo, y recordó que poco antes había expresado a Batista que luego de conocer las quejas de los soldados, no quería seguir siendo el teniente coronel Perdomo, sino el sargento Perdomo. Aun así insistió el capitán en reunirse con alguno de los cabecillas del movimiento. Lo haría con Batista, que acababa de entrar en el campamento. Se encontraron en el portal del Club de Alistados.
Ya dentro del Club, Batista, cauteloso, habló sobre su esposa y su hijita, por las que, dijo, velaba al igual que lo hacían por sus familiares el resto de los allí reunidos. Dio vueltas y más vueltas a sus palabras, sin tocar lo esencial, hasta que el soldado Mario Alfonso Hernández le cortó la perorata con un: «Mira, Batista, no hables más mierda y di que lo que queremos es un cambio de régimen».
Al sargento le daba mala espina la insistencia de Torres Menier de que pusiera por escrito las peticiones de la tropa para trasladarlas a Sanguily. El documento podía utilizarse en su contra. Por eso, en cuanto el capitán abandonó el Club, salió él también disparado de Columbia no sin avisar antes a algunos de los complotados que la conspiración estaba descubierta. Con dos compañeros, se fue a su casa en el cuchillo de Toyo. Elisa, su esposa, preparó para el grupo algo de comer y fue ella la que los tranquilizó cuando comentó que por radio hablaron sobre «algo» que sucedió en Columbia, pero que estaba resuelto.
Decidió Batista entonces volver al campamento. Con el pretexto de redactar el petitorio, reuniría a su gente. Todas las unidades fueron convocadas para las ocho de la noche. A esa hora unos 800 alistados, en representación de unidades del ejército y la marina destacadas en La Habana y Matanzas, se daban cita en el cine del campamento. Concurrían además algunos oficiales.
Lo que allí sucedió ha sido contado de muy diversas maneras. A la hora convenida, Batista subió al estrado. Comenzaron los reunidos a hablar sobre las demandas y no se sabe ya quién dio el grito de guerra. Algunas fuentes refieren que alguien gritó de pronto: «¡Basta ya! Desde este momento los alistados nos hacemos cargo de la situación. Los señores oficiales pueden retirarse a sus casas y esperar órdenes». Se cuenta que a partir de ahí Batista siguió la rima y se adueñó de la situación. Otros autores le atribuyen todo el protagonismo. Aseguran que el sargento taquígrafo expresó que no se obedecerían más órdenes que las suyas y añadió que los sargentos primeros se harían cargo de sus unidades respectivas. Pidió respeto y consideración para los oficiales… Dijo a sus compañeros: «Ahora vayan a sus unidades, tomen las armas y manténganse dentro de la mayor disciplina hasta que reciban de mí las órdenes que dicte el nuevo Estado Mayor».
Mientras los sargentos primeros salían a ocupar los mandos y los sargentos cuartel maestre se presentaban a recibir órdenes, Batista pasaba al edificio de la jefatura del distrito y ocupaba el despacho del coronel jefe. Le urgía comunicarse con los cuarteles de provincia a fin de recabar el apoyo de clases y soldados. De inmediato se sumaban las fuerzas destacadas en la fortaleza de La Cabaña, el baluarte militar habanero más importante después de Columbia. El cuartel de San Ambrosio, sede de la intendencia del ejército, se sumaba también a la sublevación, y lo mismo sucedía con el cuartel de Dragones, sede del Quinto Distrito, tomado por un solo sargento. A las dos de la mañana del día 5 de septiembre las tropas de la capital del país hacían firme su respaldo al golpe de Estado, y no tardaban en imitarlas las del resto de la nación. A las cinco el Gobierno de Céspedes no existía. A esa hora la Orden General número 1, dictada en Columbia, daba cuenta de que Batista estaba al mando del movimiento golpista.
Se dice que a Batista lo invitaron a incorporarse a la Junta de Defensa porque era el único sargento que tenía automóvil y los conspiradores necesitaban de un vehículo. Fue, sí, el más audaz del grupo; se adueñó del movimiento. Protagonizó la asonada en el mismo campamento de Columbia, y, antes, envió a Rodríguez a Matanzas. En ausencia de Rodríguez, Batista dictó la orden en la que se designaba a sí mismo jefe del movimiento. Nombró a Rodríguez jefe de Columbia y a López Migoya, ayudante de Rodríguez. Pero no firmó el documento. Lo hizo Migoya como ayudante de Rodríguez, que desconocía el asunto. Se dice que los soldados protestaron la decisión de Batista, pero Rodríguez dejó las cosas como estaban.
Los civiles arribaban poco a poco al campamento militar. Algunos no pudieron entrar porque los guardias, tachándolos de politiqueros, lo impidieron. Llegaron, entre otros, Ramiro Valdés Daussá, de la organización Pro Ley y Justicia, y «Pepelín» Leyva y «Willy» Barrientos, del Directorio Estudiantil. Se creyó prudente avisar a Rubén de León y a Carlos Prío, también de la organización universitaria, y Batista pidió que se le avisara al periodista Sergio Carbó, director de la revista La Semana. «Pepelín» fue a avisarle a su casa de 17 e I, en el Vedado. Tocó el timbre de la puerta de los bajos y cuando Carbó se asomó al balcón, gritó desde la acera que Batista le pedía que fuera a Columbia porque ya el golpe estaba andando. «Oiga, ¿usted sabe lo que me está diciendo?», ripostó Carbó. Y Pepelín: «Bueno, si quiere va y si no, no va. Ya yo se lo dije».
Fue Prío quien convenció a Batista de que el objetivo inmediato de aquel movimiento debía ser la toma del poder, pues el pliego de demandas de los alistados, que había seguido engrosándose, no era más que expresión de una rebeldía sin contenido político. Se consiguió que el sargento taquígrafo y sus compañeros asumieran el programa del Directorio y, presidida por Prío, se constituía la Agrupación Revolucionaria de Cuba, conocida también como Junta Revolucionaria de Columbia. La «Proclama de la revolución al pueblo de Cuba» firmada por casi todos los miembros de esa organización presentes en el campamento y por Fulgencio Batista como «sargento jefe de las Fuerzas Armadas de la República» fijó líneas de conducta y anunció la toma del poder.
La Agrupación, decía el documento redactado por Sergio Carbó, surgía para impulsar, de manera integral, las reivindicaciones revolucionarias por las que luchaba el pueblo de Cuba dentro de líneas amplias de democracia y sobre principios de soberanía nacional. Esas reivindicaciones eran la reconstrucción económica de la nación, la convocatoria de una asamblea constituyente, el castigo de los grandes culpables de la dictadura machadista y el respeto a las deudas contraídas por la República.
Precisaba la Proclama: «Por considerar que el actual Gobierno (el de Céspedes) no responde a la demanda urgente de la Revolución, no obstante la buena fe y el patriotismo de sus componentes, la Agrupación se hace cargo de las riendas del poder como Gobierno Provisional Revolucionario, que reasignará el mando sagrado que le confiere el pueblo tan pronto la Asamblea Constituyente, que se ha de convocar, designe el Gobierno constitucional que regirá nuestros destinos hasta las primeras elecciones generales».
Para alejar el fantasma del caudillismo, se optó por el Gobierno colegiado. Batista aseguró que el Ejército y la Marina acordaban apoyar el Gobierno que decidiera la Agrupación. Cinco figuras conformarían la Comisión Ejecutiva —llamada popularmente Pentarquía—. De estas, a esa hora, estaban ya en Columbia Sergio Carbó y José Miguel Irisarri, y se decidió invitar a los profesores universitarios Ramón Grau San Martín, de Medicina, y Guillermo Portela, de Derecho, a que se sumaran al grupo. Irisarri propuso que Batista fuera el quinto pentarca, pero el prudente sargento dijo que prefería mantenerse en el ejército. Hubo dos propuestas más: Carlos de la Torre, el sabio de los caracoles, y el banquero Porfirio Franca, que ganó por mayoría.
A esa altura solo quedaba la sustitución formal de un Gobierno que había ya dejado de existir. Al presidente Céspedes lo sorprendieron los acontecimientos fuera de La Habana. Regresaba de las provincias centrales, donde evaluó los destrozos del huracán del primero de septiembre, cuando su secretario interceptó la caravana del mandatario en San Francisco de Paula y lo impuso de los sucesos de Columbia. Eran las 11 de la mañana del día 5. Le dijo: «Dice Summer Welles que no haga nada hasta que no hable con él». Porque era el Embajador norteamericano quien, a la caída de Machado, había impuesto en la presidencia a aquel hombre de 62 años de edad, hijo del Padre de la Patria y que, como diplomático, había pasado buena parte de su vida fuera de Cuba, desconectado de los problemas del país.
La prensa, ya en Palacio, quiso interrogarlo, pero Céspedes rehuyó las preguntas. «El ciclón ha sido una verdadera catástrofe», declaró y subió a su despacho acompañado de algunos de sus ministros. Luego Batista, aún con sus galones de sargento, y los pentarcas entraron en la oficina del Presidente y penetraron además algunos miembros del Directorio. Prío, que acudió a Palacio en mangas de camisa, tuvo que pedir una chaqueta prestada.
Silencio. Expectación. Siguió un diálogo tenso entre Grau San Martín y el mandatario que, sin renunciar, abandonó Palacio.
(Fuentes: Textos de N. Briones Montoto, E. de la Osa y L. Soto)