Lecturas
La Cabaña es una fortaleza que se las trae. Fue en su momento el recinto militar más importante de la Isla y el de mayor envergadura en América. En lo que a reductos militares se refiere, no había en el continente nada que igualase a esta admirable y sólida construcción que tardó 11 años en quedar concluida y se tragó un presupuesto de 14 millones de duros, una suma exorbitante para la época. Su polígono cuenta con baluartes, terrazas, caponeras y revellines flanqueados y lo circunda un foso profundísimo, abierto en la roca viva, y un camino cubierto que llega hasta la ribera de la bahía.
Son enormes los depósitos de agua de la instalación y dispone de vastos locales para cuarteles y almacenes. La artillería gruesa de la que estaba dotada se mantenía en perfecto estado y lista para el combate. Sus defensas se completaban, al igual que las del Morro, con los cañones del fuerte de San Diego, construido cerca de ambas instalaciones. Las fuerzas del Morro y La Cabaña protegían a San Diego por uno de sus flancos, y los fuegos de San Diego a su vez batían un área que por sus sinuosidades y accidentes no era alcanzada por los fuegos de La Cabaña.
Se dice que cuando el rey Carlos III, de España, recibió la noticia de que La Cabaña estaba lista, salió con un catalejo a uno de los balcones del Palacio Real porque una obra tan grande y cuya construcción había demandado tanto dinero, tenía por fuerza que verse desde Madrid. Hubiera costado más, pero Agustín de Sotolongo, propietario del terreno donde se instaló la fortaleza, lo cedió de manera gratuita para esa obra que lleva el nombre de San Carlos de la Cabaña como un homenaje, en primer término, al monarca español, y en segundo por el lugar donde está enclavada, el llamado cerro o loma de la Cabaña, elevación donde construyeron sus bohíos o cabañas gente de muy escasos recursos.
Cuenta la tradición que el célebre ingeniero Antonelli, constructor del Morro, subió un día al cerro de La Cabaña y comentó que el que se hiciera dueño de esa loma lo sería también de La Habana. La profecía se cumpliría muchos años después, en 1762, cuando tropas británicas se apoderaban de la elevación y emprendían desde esta el ataque y la toma del Morro, para enseguida disparar sus cañones sobre la plaza y el puerto hasta lograr la total rendición de la ciudad.
Las visitas a La Cabaña en ocasión de la actual Feria del Libro, que tiene a la vieja fortaleza como escenario principal, despertaron en este escribidor recuerdos de lecturas lejanas sobre la toma de La Habana por los ingleses.
Más que el hecho combativo en sí, quiere ahora el autor de esta página revivir aristas poco recordadas de ese suceso, tales como el heroico papel de negros libres y esclavos en la defensa de la capital, y el valor y el arrojo que en su enfrentamiento al invasor demostraron en todo momento milicianos habaneros y de localidades del interior, frente a la ineptitud del alto mando español. Criollos, negros y pardos que aun cuando no existía conciencia de la nacionalidad revelaron la capacidad cubana para los más nobles y elevados empeños.
Tampoco quiere dejar fuera del recuento la decisión de campesinos de los alrededores de La Habana que, con riesgo de la vida, penetraban todos los días en la ciudad para que no faltaran a sus pobladores la carne y otros frutos del campo, ni la generosidad de vecinos de Managua y Santiago de las Vegas que acogieron a niños, mujeres y ancianos, y también a sacerdotes y monjas, que salieron de La Habana en los días del asedio, en lo que pudo haber sido la primera evacuación organizada de sus moradores que conocía la ciudad.
El 11 de junio, cinco días después del desembarco, una tropa combinada de granaderos y de la infantería ligera británica se presentó ante la altura de La Cabaña, que el gobernador de la Isla, mariscal de campo Juan de Prado Portocarrero, decidió abandonar casi sin prestar resistencia. Era el punto más importante de la plaza, la llave principal de su defensa, y los habaneros lloraron con amargura esa pérdida.
Prado comprendió todo el valor de la loma de La Cabaña cuando los ingleses comenzaron sus preparativos para rendir al Morro. Se empeñó entonces en desalojarlos y solo consiguió enviar a una muerte segura a una numerosa tropa de criollos blancos y negros y españoles que con mejor crédito de su honra hubiera sabido arriesgarse para evitar que la posición cayera en manos del enemigo.
Otro tanto sucedió con la ayuda que Prado debió prestar al Morro, defendido con denuedo e inteligencia por don Luis de Velasco. En una operación tardía envió alrededor de mil milicianos recién llegados del interior y unos 500 pardos y morenos, en lugar de la tropa aguerrida que Velasco necesitaba. Fue una verdadera masacre. La incompetencia del jefe de esa tropa llevó a sus hombres, dice un prestigioso historiador, «a morir miserablemente en pago del noble espíritu que los animaba de ser útiles a su país y defenderlo contra la invasión extranjera».
Prado Portocarrero caminó de un error a otro en su enfrentamiento a la invasión inglesa. De entrada, cuando la flota enemiga —España e Inglaterra estaban en guerra entonces— fue avistada frente a La Habana, pensó que los ingleses no se atreverían a atacar una ciudad que él consideraba inexpugnable. Otra cosa pensaban los británicos, que vieron a La Habana como una ciudad bien fortificada, pero no inconquistable.
De cualquier manera, en los primeros momentos pareció que el enemigo, al seguir su ruta rumbo este, obviaría La Habana de cualquier intento de ataque. Error. El mismo día 6 de junio, el vigía del Morro informaba que los ingleses desembarcaban en Cojímar, localidad que ocuparon al día siguiente. Igual suerte corrió Bacuranao y el 10 caía La Chorrera, en tanto que el coronel Caro —implacable fiscal después de Pepe Antonio— abandonaba Guanabacoa sin resistencia. Se hacían fuertes los invasores en la loma de Aróstegui, donde luego se emplazaría el Castillo del Príncipe, y el 11, como ya se dijo, se apoderaban de la loma de La Cabaña.
Criollos y españoles, por su parte, no permanecían con los brazos cruzados. Ya a esa altura de las circunstancias las autoridades habían dispuesto la fortificación del lado de la bahía que corría entre el Castillo de la Punta y el Arsenal —actual Terminal de Trenes—, trabajo en que se utilizaron esclavos ofrecidos por sus amos y los llamados esclavos del Rey. Se calcula que unos diez mil hombres se aprestaron para defender La Habana. Pertenecían a las tropas regulares, a las milicias y al cuerpo de Dragones. La cifra incluía a más de mil oficiales y marineros de los barcos surtos en puerto. Se repartieron unos 3 500 fusiles —descompuestos muchos de ellos, dice la crónica— algunas carabinas, sables y bayonetas… Con todo, muchísimos vecinos quedaron desarmados.
Otro error cometería Prado Portocarrero. Ordenó el hundimiento de dos navíos a la entrada del canal de la bahía y tendió entre la Punta y el Morro una cadena de hierro y tozas de madera amarrada a dos grupos de cañones. Solo consiguió embotellar a su propia escuadra.
Lograron los ingleses fortificar la loma de La Cabaña, no sin grandes esfuerzos, pues los españoles, con tal de impedirlo, les tiraban con todo y desde los lugares más inimaginables. Eso obligó al enemigo a reforzar sus posiciones y defenderlas con artillería situada más adentro. El 1ro. de julio se iniciaba el ataque al Morro. Fue tomado el 30 del mismo mes.
Desde el inicio de las operaciones hasta esa fecha transcurrieron 44 días. En las acciones perdieron los españoles unos mil hombres, «aunque es verdad que también se derramó bastante sangre nuestra», escribe un historiador inglés. Don Luis de Velasco cayó herido mortalmente en la defensa del castillo, y el cuerpo del marqués González, su segundo, trabado en un cuerpo a cuerpo con el adversario, dentro ya de la fortaleza, quedó en tales condiciones que se hizo imposible recomponer su destrozado cadáver. Velasco había rechazado la honrosa rendición que le propuso el conde de Albemarle, jefe del ejército invasor. Este, en homenaje al valor sin límites del español, suspendió las hostilidades el día de su entierro y contestó desde su campamento la descarga de despedida que en honor del héroe hicieron sus compañeros.
La bandera inglesa que tremolaba ya en las almenas del Morro anunció al consejo de guerra español que había perdido la segunda llave de defensa de la ciudad. Se desvanecía la última esperanza y resultaba inútil ya el heroico comportamiento de decenas de civiles que operaban bajo el mando de los regidores habaneros Aguiar, Aguirre y Chacón, y el ya aludido Pepe Antonio, alcalde mayor de Guanabacoa, aquel «atrevido, infatigable y leal guerrillero cubano», como con justeza lo calificara Manuel Sanguily.
La cuenta regresiva comenzaba para La Habana con la caída del Morro. Desde esa fortaleza y también desde la loma de La Cabaña dirigieron los ingleses el fuego sobre la ciudad. La artillería española se concentró en los castillos de La Punta y La Fuerza y el lienzo de muralla que corría entre ambas fortificaciones, en tanto que complementaban la defensa dos fragatas y el navío Aquilón, situados frente a la parte de la muralla marítima que resguardaba la Maestranza. No demoraron mucho en salir del combate esas unidades de superficie. Las fragatas debieron internarse en la bahía, y lo mismo haría el Aquilón luego de ser impactado por el fuego de dos obuses lanzados desde La Cabaña y que le ocasionaban una entrada de 24 pulgadas de agua por hora. Ya para entonces buena parte de su dotación se había arrojado al mar a fin de escabullirse del fuego enemigo.
Desde la inminencia de La Pastora hasta la cruz de La Cabaña situaron los ingleses 42 cañones de todos los calibres y un número cuantioso de obuses. Con ese respaldo intimaron a la rendición el 10 de agosto. Al amanecer del día siguiente comenzarían un fuego «copioso y continuado» sobre La Habana que se prologaría hasta la una de la tarde. A esa hora, el gobernador Juan de Prado Portocarrero dispuso la rendición y se izó la bandera blanca. El día 12 firmaba España la capitulación. Algunos documentos aseguran, sin embargo, que aún existían posibilidades de resistencia. Blancos, pardos y negros hijos de La Habana, y no pocos esclavos africanos, ofrendaron sus vidas en defensa de la ciudad y lo hicieron, afirmaba el historiador Emilio Roig, «con mayor heroísmo aún que los propios jefes y soldados del ejército español». Si heroico fue el comportamiento de los habaneros durante los combates, muy digna fue su actitud durante los 11 meses que duró la ocupación inglesa. No consiguieron los ocupantes granjearse la estimación de los vecinos.
Para recuperar la plaza, España cedió a Inglaterra toda la península de la Florida que dependía hasta entonces de la capitanía general de La Habana, y de inmediato procedió a la fortificación de la ciudad. Reparó las instalaciones militares maltratadas por el ataque inglés y emprendió nuevas obras, como la construcción de los castillos del Príncipe y Atarés y la fortaleza de La Cabaña, en la loma desde la que se quebró la defensa de La Habana.