Lecturas
Para el amigo Pedro Méndez, con el deseo de verlo otra vez
en la pelea.
¿Sabía usted que existen referencias acerca del primer asesinato que se cometió en Santa Clara? ¿Que el capitán general Arsenio Martínez Campos era sordo? ¿Que el general Camilo Polavieja y del Castillo tenía, en sus días de gobernador de la Isla, un hermano que vivía de la limosna y murió como pobre de solemnidad en un hospital de la mencionada villa sin que su ilustre pariente moviera un dedo en su ayuda? ¿Que el funcionario del cabildo santaclareño que en el primer sorteo de la lotería celebrado en Cuba había adquirido el billete gratificado con el «gordo» se quedó con las ganas de cobrar los diez mil pesos del premio?
De eso y de muchas cosas más me entero gracias a un libro que mi dilecto amigo el doctor Ismael Pérez Gutiérrez, profesor de Medicina, encontró en una librería de viejos y me pasó en calidad de préstamo. Es el tomo dos de Tradiciones villaclareñas, de Antonio Berenguer y Sed, publicado en La Habana en 1932. Un conjunto de anécdotas, costumbres, chismes y sucedidos de esa ciudad de la región central, escritos, afirmaba ese gran periodista cubano que fue Gastón Mora, con claridad, concisión y amenidad, «tres cualidades preciosas que aseguran el éxito de los que escriben para el gran público».
Berenguer escribe con naturalidad, sin artificios ni rebuscamientos. Tiene duende y es capaz de hacer que el lector perciba en sus páginas la brisa que mueve las palmas y el olor de los campos verdes humedecidos por la lluvia, el trino de los pájaros en la mañana y la pasión y la tristeza del hombre del trópico. Sin embargo, buen periodista al fin, se toma un poco en broma y un poco en serio. Dice el autor respecto a su obra:
«En los libros, por malos que sean, siempre se encuentra algo bueno. Lo bueno que existe en este es la verdad de los hechos que se relatan. La vestidura literaria es bastante deficiente. Pero vaya lo uno por lo otro, que no soy yo Ricardo Palma ni Villaclara es el Perú, el gran imperio de los incas, el virreinato de las grandes riquezas y de las grandes historias».
Añade enseguida que trabajó sin archivos ni fuentes de información. Precisa que de algo le sirvieron para la confección de su obra los apuntes de Manuel Dionisio González que dan idea de la vida en la urbe en épocas anteriores. De mayor utilidad resultaron, afirma, sus recuerdos de infancia y la memoria transmitida de padres a hijos.
Juicios y opiniones aparte, recreemos ahora algunas de las tradiciones legadas por Antonio Berenguer.
Camilo Polavieja y del Castillo navegó con suerte. Pasó en La Habana los años iniciales de su carrera militar y en 1890, ya con el grado de brigadier general, sustituyó a Manuel de Salamanca y Negrete en el Gobierno de la Isla.
Por aquellos mismos días recorría las calles de Santa Clara un sujeto que imploraba la caridad pública. No era raro que militares y paisanos lo invitasen a compartir un trago en alguna taberna, pero el hombre, hambriento y enfermo, prefería recibir en mano el dinero de la convidada para comprarse un pedazo de pan o degustar un plato de comida en una fonda barata. Llamábase el desgraciado Gabriel Polavieja y del Castillo. El Gobierno de su hermano, rico y poderoso, no cambió su suerte. Agotado, abatido y enfermo, recibió asilo, como pobre de solemnidad, en el hospital de San Juan de Dios.
Llegó el año de 1891 y el general Polavieja decidió visitar Santa Clara. La ciudad se preparó para recibirlo con bombo y platillo, con los honores que merecía la máxima autoridad de la Isla. Se barrieron calles y plazas, se engalanaron casas particulares y edificios públicos, hubo juegos y borrachera en la plaza mayor y se anunciaron bailes y torneos con premios para los vencedores. El día en cuestión, el repique de las campanas anunció a la población el arribo del Gobernador, mientras que la banda de música del ejército dejaba escuchar himnos y marchas y soldados y voluntarios cubrían la distancia entre la estación del ferrocarril y la iglesia mayor, donde el visitante, de rodillas ante el altar mayor, siguió el tedeum y escuchó al padre Clarós rogar a Dios por el dominio eterno de España sobre la Cuba y el castigo de los enemigos de la metrópoli.
El sonar de las campanas de la iglesia mayor impedía escuchar el de las que en el templo de la Divina Pastora doblaban a muerto. Allí, el cura entonaba el de profundis por un hombre que no demoraría en ser inhumado en el tramo de pobres de la necrópolis. Esa misma tarde aparecía en un periódico local la siguiente nota:
«Hoy recibirá cristiana sepultura en el Cementerio de esta ciudad, el hermano de Camilo Polavieja y del Castillo, actual Gobernador General de la Isla, hoy huésped de esta ciudad. Es de notar la coincidencia. Hermanos que recibieron la vida de un mismo vientre, han vivido separados por el destino caprichoso. Mientras el uno disfruta, poderoso, la apoteosis de su gloria, el otro, infeliz, muere de hambre y de miseria en el oscuro rincón de un hospital».
Un ayudante de campo leyó la nota a Polavieja. El Gobernador, que se enteraba así de la muerte de su hermano, exclamó: «¡Qué cosas las de este Gabriel! ¡Elegir precisamente este día para morirse!». Ordenó de inmediato que destruyesen la imprenta donde veía la luz el periódico en cuestión y llevasen al redactor a su presencia para imponerle el castigo merecido. La redacción y la imprenta del diario fueron destruidas casi en su totalidad. El periodista, que no era otro que Antonio Berenguer, tuvo tiempo para ponerse a buen recaudo.
Polavieja pasó la noche lamentándose, no por lo de su hermano, sino por la forma en que se divulgó el suceso, que le amargó su estancia en la ciudad. «Mañana tomo el primer tren para la capital; si me quedo, prendo fuego a este pueblo y paso a cuchillo a todos sus moradores», repetía.
Para que el lector tenga idea de quién fue Polavieja y del Castillo —el hombre que expulsó de la Isla a Maceo, a la sazón en Santiago de Cuba, en 1890— baste decir que bajo su mando no dejó de funcionar el garrote. Siendo Gobernador General de Filipinas dispuso el fusilamiento de Rizal, apóstol de las libertades en aquellas islas, y pidió al teniente que mandaba el piquete encargado de ejecutarlo que dejara pasar no menos de cinco minutos entre la orden de «apunten» y la de «fuego» a fin de aumentar el sufrimiento del supliciado.
Pasó el tiempo. Terminado su gobierno en Filipinas, el general Polavieja regresó a España y, en Zaragoza, depositó su bastón de mando a los pies de la Virgen del Pilar. En 1910 el rey Alfonso XIII lo designó su representante en las fiestas por el centenario de la independencia de México. El vapor en que viajaba tocó puerto habanero y quiso Polavieja desembarcar en la ciudad con el pretexto de saludar a viejos amigos. El general José Miguel Gómez, entonces presidente de la República, le prohibió hacerlo, gesto que aplaudió la opinión pública.
En 1698, Diego de Córdova, gobernador de la Isla, nombró teniente gobernador de Santa Clara al capitán Gerónimo de Fuentes. El cabildo local se negó a aceptarlo. Aducía que no tenía atribuciones la máxima autoridad de la colonia para nombramientos como ese. Pero Córdova exigió que su recomendado fuese recibido sin réplica ni embarazo bajo pena de 500 ducados de multa a cada regidor que se opusiera. Aceptaron los regidores el mandato y fijaron fecha para la toma de posesión de Fuentes, no sin ocultar su protesta. Actitud que agrió el ánimo del nuevo funcionario, que mal impresionado y con el deseo de pasar cuentas, acudió a la sesión en la que se le reconocería como gobernador de la villa.
Ante el puesto que ocuparía Fuentes en la mesa de sesiones, colocaron los regidores una cesta con guayabas, una botella de aguardiente de anís, una jarra con agua de los pocitos de Marmolejo, un vaso y una toalla. Por mayoría de votos, habían acordado los regidores ese refresco para obsequiar al gobernador. En mala hora lo hicieron, pues Fuentes, que no conocía lo que era una guayaba, empezó a examinar el contenido de la cesta y preguntó que a qué se destinaba.
Señor Gobernador, guayabas son, recogidas en la sabana, para obsequiar a Vuestra Merced. Pocas poblaciones tienen fruta mejor y agua más potable. Les llaman guayabas cotorreras porque también las cotorras las comen…
Fuentes pareció caerse de la mata. «¿Así que eso se come?», inquirió, y uno de los regidores le dijo que los vecinos hacían gran consumo de ellas.
—No. Las guayabas no se comen, se tiran —ripostó el Gobernador y, dicho y hecho, fue arrojándolas una a una, con inusitada violencia, a las cabezas de los regidores, que sufridos y callados soportaron el ataque.
Gritó, hecho una furia: «Me han injuriado. Me han llamado cotorra y para probarles que no lo soy, sino que hablo y ejecuto como soldado, mañana saldrán todos, presos, para la capital».
En efecto, al día siguiente cuatro de los regidores eran enviados, bajo escolta, para La Habana. Los tres regidores restantes se libraron del castigo luego de asegurar su sometimiento incondicional al iracundo gobernador.
Un año después regresaron a Santa Clara los regidores. Pocos días más tarde, en la Plaza Mayor, una puñalada certera ponía fin a la vida del gobernador Gerónimo de Fuentes. Nunca se supo quién fue el autor de este hecho, el primer asesinato que se cometió en Santa Clara, el 19 de octubre de 1699.
Muchos años después, por Real Orden de 28 de abril de 1810, se implantaba la lotería en La Habana. Dos años más tarde se vendían los primeros billetes en Santa Clara. Conforme a sus bases, cada sorteo se componía de diez mil billetes de cuatro pesos cada uno. De los 40 000 pesos resultantes, se destinaban diez mil para Su Majestad. Los 30 000 restantes se dedicaban a premios. Había un primer premio de diez mil pesos, uno de cinco mil, dos de dos mil, cuatro de mil, 20 de 200 y 30 de cien pesos. Los billetes se llamaban acciones o divisas y los jugadores eran accionistas. Los vendía el Gobierno en sus oficinas de Abastos y Alcabala y, no obstante ser títulos al portador, se anotaban los nombres de los compradores y el número que adquirían.
José Copingger, síndico del cabildo, compró en aquel primer sorteo el billete que resultaría premiado con el «gordo». Fueron a felicitarlo sus compañeros del concejo, y fue entonces que se enteraron de lo que sucedía. Olvidó Copingger el billete en uno de los bolsillos de un pantalón de dril y su lavandera lo destruyó entre las piedras del río Bélico, al mojar, golpear y estrujar la ropa para blanquearla. No se abonaría recompensa alguna por aquel billete desintegrado, dijo el síndico, con pena, a sus amigos, mientras que la desesperación de su esposa carecía de freno y no hallaba dique para sus lágrimas. Pasó entonces el dinero del premio a manos del rey Fernando VII. Un monarca al que en España llamaban «el Deseado», y que en Santa Clara fue «el Agraciado». El rey felón como quiera que se le mirara.