Lecturas
A la sorpresa siguió la indignación. Los integrantes de la Asamblea del Cerro se llevaron las manos al machete y el general Fernando Freyre de Andrade, vicepresidente de dicho cónclave, encaró al general John R. Brooke, gobernador militar norteamericano, para pedirle el respeto del protocolo. Exigió una explicación, pero la respuesta del interventor fue lacónica, restallante: «¡That’s my order!» (¡Estas son mis órdenes!), dijo. El cortejo se puso en movimiento y avanzó por la calle Obispo buscando Monserrate. Tuvieron los cubanos que subir a las aceras para evitar que la caballería yanqui los atropellara, y Freyre de Andrade y los asambleístas, ante la grave ofensa, decidieron retirarse de la comitiva junto con las tropas mambisas.
Algo imprevisto y ofensivo había ocurrido. El cadáver del mayor general Calixto García había sido velado durante dos días en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales, donde en una fila interminable fueron a rendirle testimonio de respeto y admiración y decirle el último adiós sus compañeros de armas y el pueblo de La Habana. Como se acordara previamente, a la hora de la salida del sepelio hacia la necrópolis de Colón, miembros de la Asamblea de Representantes cargaron el ataúd que contenía los restos mortales del glorioso guerrero hasta la carroza fúnebre que esperaba a la puerta del Palacio que se abría sobre la calle Obispo. Ocupaban ya sus puestos, a la cabeza de la comitiva mortuoria, el alcalde habanero Perfecto Lacoste, familiares del difunto caudillo y asambleístas, que serían seguidos por una representación del Ejército Libertador y la población en general, cuando el general Brooke, su Estado Mayor y una nutrida escolta se situaron detrás del féretro y lo separaron de los cubanos.
La paz que Estados Unidos y España firmaron en Santiago de Cuba el 12 de agosto de 1898, soslayó al Ejército Libertador y a los representantes del Gobierno de Cuba en armas. Concluida la guerra, los mambises no pudieron ya utilizar en su favor los frutos de la campiña; de hacerlo, sus acciones serían consideradas como hurtos y daños a la propiedad. El hambre hacía estragos entre los cubanos mientras que los norteamericanos repartían comida entre las huestes españolas, menos necesitadas de ayuda que las nuestras.
«En tales circunstancias, con un ejército de miles de hombres acantonados en sus campamentos, en condiciones de depauperación crecientes, la idea errónea de licenciar con celeridad el Ejército Libertador comenzó a materializarse», escribe el historiador Oscar Loyola.
Sobrevino, una vez más con la ausencia de representantes del pueblo cubano, la firma del Tratado de París, el 10 de diciembre. La Isla quedaba, dice Loyola, «de forma incierta e indefinida en manos extranjeras, colofón impensable de treinta años de batallar nacional-liberador».
Antes, en el mes de octubre, representantes del pueblo cubano se reunían en la llamada Asamblea de Santa Cruz del Sur, nombre con que pasó a la historia pese a que desde comienzos de 1899 cambió varias veces de locación hasta asentarse en el barrio habanero del Cerro. Máxima representante de la nación cubana, la Asamblea tuvo un propósito encomiable: asumir la dirección de un país intervenido e impulsar, en momentos difíciles y azarosos, la creación del Estado nacional. No pudo, coinciden historiadores, estructurar un frente patriótico a la altura de los requerimientos históricos.
A fines de 1898, Tomás Estrada Palma, delegado de esa organización política, disuelve el Partido Revolucionario Cubano. Se ahondan las diferencias entre Máximo Gómez y la Asamblea del Cerro que culminarían, el 12 de marzo de 1899, con la destitución del viejo guerrero de su puesto de General en Jefe del Ejército Libertador.
Antes, un representante del presidente McKinley viajó a la Isla a fin de conseguir que Gómez aceptara el desarme y la disolución del Ejército Libertador a cambio de una dádiva de tres millones de dólares. Como la Asamblea de Santa Cruz del Sur, instalada ya en el Cerro, mantenía el punto de vista irreductible de que el desarme mambí requería de una cantidad de dinero sustancialmente mayor, sobrevino la ruptura definitiva entre Gómez y la Asamblea. Esa cantidad de dinero solo se obtendría con un préstamo de Estados Unidos a Cuba. La Asamblea hizo de ese empréstito una cuestión de principios: si Estados Unidos aceptaba prestar el dinero había que reconocerle a la Asamblea suficiente personalidad para firmar convenios que obligarían al pueblo cubano.
Es en esa coyuntura histórica, tiempos azarosos y difíciles —situada la Isla ante la disyuntiva de la independencia o la anexión— que la Asamblea decide enviar a Washington una representación que trataría de precisar el futuro de Cuba, siempre sobre la base de que se instauraría una nación soberana. Debía esa comisión asimismo procurar el reconocimiento de la Asamblea por parte de Estados Unidos y conseguir los recursos financieros para el licenciamiento del Ejército. Se trató ciertamente de una embajada muy festejada por el Gobierno norteamericano, que no le quiso reconocer, sin embargo, carácter oficial ni la representación de un pueblo. Esa comisión especial la conformaron, entre otros, el mayor general José Miguel Gómez y el coronel Manuel Sanguily. También el mayor general Calixto García, que la presidió. Estaban en esos empeños cuando al guerrero lo sorprendió una pulmonía violentísima que terminó por vencerlo el 11 de diciembre de 1898.
Justo es decir que los funerales del héroe revistieron en Estados Unidos caracteres extraordinarios. Pueblo y Gobierno le rindieron grandes honores en Washington. Senadores de la Unión, el Secretario de Estado, el jefe del ejército y varios generales llevaron los cordones del féretro. Los despojos mortales del militar cubano fueron depositados en el cementerio de Arlington en espera de su traslado a Cuba. A bordo del buque de guerra Nashville llegarían a La Habana el 9 de febrero de 1899.
La bandera ondeaba a media asta en las fortalezas militares y en las dependencias oficiales y el sonido del cañón recordaba que las que corrían eran horas de duelo nacional. Nadie pudo imaginar que en el sepelio sucedería lo que sucedió. Ya el valeroso militar cubano había conocido en vida de la prepotencia norteamericana.
Decide Washington intervenir en la guerra de Cuba contra España. Por indicaciones de Estrada Palma, el Gobierno de la República en Armas ordena a Máximo Gómez, General en Jefe del Ejército Libertador, y a Calixto García, su Lugarteniente General, que se pusieran a la entera disposición del ejército norteamericano una vez desembarcado en Cuba.
El 10 de junio desembarcan 600 infantes de marina norteamericanos en las cercanías de Guantánamo. Sobreviven milagrosamente gracias a la ayuda del Ejército Libertador. El grueso de las tropas invasoras, pertenecientes al Quinto Cuerpo del ejército norteamericano, bajo el mando del general Shafter, está, el 20, frente a las costas de Santiago de Cuba. Shafter y el almirante Sampson trazan el plan de campaña. Hay discrepancias y deciden consultar con el general Calixto García. Se impone el criterio de García. Recomienda, y se acepta, el desembarco del Quinto Cuerpo en Daiquirí para atacar Santiago por el este mientras los cubanos lo hacían por el oeste. A partir de ese momento la suerte del ejército norteamericano queda en manos de García.
Fuerzas cubanas ocupan posiciones al oeste y noroeste de Santiago. Acometen una operación de limpieza de costas y un fuerte contingente mambí impide que españoles destacados en Guantánamo se muevan para frustrar el desembarco. Unos 530 mambises toman el caserío de Daiquirí; son la vanguardia de los 6 000 soldados norteamericanos que desembarcarían al día siguiente.
Sufren los norteamericanos un descalabro en Las Guásimas; se les oponen más de 3 000 soldados españoles que los castigan con dureza. Pero de manera inexplicable los españoles se retiran y Las Guásimas, Sevilla y Redondo quedan en poder de los invasores. Es decisiva la participación cubana en la toma de El Caney y en la batalla de San Juan. Una a una caen en manos mambisas San Vicente, Dos Bocas, Boniato y Cuabitas y las estretégicas lomas de Quintero, desde las que se domina toda la ciudad.
El derrotismo hace presa del general Shafter. Lo agobia el clima y lo desmoralizan los hombres perdidos en El Caney y en San Juan. Pide refuerzos a Washington. Quiere renunciar, pero sus oficiales se lo impiden. El alto mando norteamericano en la Isla está tan desorientado que su joven oficialidad llega a proponer que Calixto García asuma la dirección de las operaciones. No la acepta García y recomienda que no se interrumpa el ataque por el sur y el este mientras que él se compromete a asaltar la ciudad desde las lomas de Quintero. Es aniquilada la flota del almirante Cervera. El 16 de julio se rinde Santiago de Cuba y el 17 entran en esa ciudad únicamente las fuerzas norteamericanas pues Shafter prohibe la entrada de los mambises.
En el palacio santiaguero de Gobierno la enseña de las barras y las estrellas sustituye al pabellón español. Mientras, los mambises destacados en el fuerte de La Socapa, en señal de protesta, izan la bandera de la estrella solitaria.
García envía a Shafter una carta llena de indignación y dolor. No concibe la humillación de que ha sido objeto y protesta al saber que se le negó la entrada a Santiago porque se temió que el Ejécito Libertador tomara venganza contra los españoles. Escribe: «Formamos un ejército pobre y harapiento, tan pobre y harapiento como lo fue el ejército de sus antepasados en su guerra noble por la independencia de los Estados Unidos de América pero, a semejanza de los héroes de Saratoga y Yorktown, respetamos demasiado nuestra causa para mancharla con la barbarie y la cobardía». Pronto queda claro que Shafter no actuó por iniciativa propia, sino por instrucciones de su Gobierno.
Antes, renuncia García a la jefatura de la guerra en el Departamento Oriental y marcha a Jiguaní. Sostiene entre el 16 y el 17 de agosto de 1898 el último combate de la Guerra de Independencia. Tanto él como el jefe español desconocen que desde el 12 Estados Unidos y España firmaron el armisticio. Destituido ya, por el Gobierno de la República en Armas, de su cargo de Lugarteniente General del Ejército Libertador, entra en Santiago y es objeto de un recibimiento popular apoteósico.
Después del incidente enojoso y fuera de todo protocolo que rompió la organización del acto y obligó a patriotas cubanos a retirarse del cortejo fúnebre que seguiría al cementerio los restos del glorioso guerrero, su hijo, el general de brigada Calixto García Enamorado, escribió a la Asamblea de Santa Cruz del Sur:
«Solo me cabe protestar ante el pueblo de Cuba y lamentar que tanta gloria y prestigio de mi padre hicieran que hasta después de muerto le persiguiera la perfidia de los hombres».