Lecturas
Corre el mes de septiembre de 1924 y José Agripino Barnet y Vinajeras, diplomático de carrera y a la sazón enviado extraordinario y ministro plenipotenciario de Cuba en Pekín, anuncia al Secretario de Estado cubano (Ministro de Relaciones Exteriores) su regreso inminente a La Habana tras haber ocupado dicho cargo durante sus años de estancia en China. Comenta que el presidente de ese país, general Tsao Kun, y el primer ministro Su Sun Paoki, lo han despedido por todo lo alto, pero se queja de la escasez de fondos, que ha puesto una nota característica en el desenvolvimiento de la legación cubana. Dice que en los meses precedentes fue invitado a 95 comidas y que él, por falta de recursos con que asumir su presencia, solo pudo responder a 22.
La falta de dinero para atender reclamos imprescindibles de la legación es una queja sorda en toda la correspondencia oficial del Ministro cubano en China. Un año antes comunica a la Cancillería que por su larga permanencia en la gran nación asiática estaba a punto de que se le designara decano del cuerpo diplomático acreditado en Pekín. Pero lejos de entusiasmarse por su posible nombramiento, dice al Canciller que ya es hora de anunciar el fin de su misión, porque el decanato entraña un quehacer imposible de asumir sin personal en la legación y con el poco apoyo financiero que recibe de la Isla. Precisamente, en un mensaje que recibe desde La Habana le tiran de las orejas por el uso indebido que ha hecho de los fondos de la legación. En junio de 1924 sus superiores le reprochan que del renglón del presupuesto destinado a la compra de materiales de oficina esté pagando el salario de un intérprete. Barnet se defiende como gato boca arriba. Ha venido haciéndolo, y así lo reconoce limpiamente en su respuesta, desde tres años antes, cuando suprimieron ese concepto de entre los renglones de gastos de la legación, porque, a su juicio, en oficinas como las que Cuba mantiene abiertas en China y en Japón un intérprete se hace ineludible.
Ya para esa fecha, José Agripino Barnet era un diplomático de larga trayectoria. En 1903 había sido vicecónsul de Cuba en París, y entre 1908 y 1913 asumía, sucesivamente, el consulado general cubano en Liverpool, Rótterdam y Hamburgo. En 1916 se le designa en la Comisión de Redacción de Leyes y Decretos de la República, pero en el mismo año se halla en Hamburgo como cónsul general otra vez y de ahí pasa con igual nombramiento a París, donde lo sorprende el inicio de la Primera Guerra Mundial.
El 23 de julio de 1918 el Gobierno de La Habana lo nombra enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en China. Barnet no presentará credenciales en Pekín hasta el 5 de mayo del año siguiente. Arribar a su destino no será nada fácil para el diplomático cubano. En compañía de su esposa, Marcela Cleard, y de Gustavo Sotolongo, que será el secretario de la oficina, embarca, presumiblemente en Francia, en un buque correo galo que sirve además de transporte de tropas. La lejanía del país a donde se dirige parece hacerse mayor porque aquella embarcación toca prácticamente cada puerto que encuentra a su paso. Port Said, en Egipto; Djibouti, en el África oriental francesa; Colombo, en Ceilán; Singapur, Saigón, Hong Kong… Finalmente, Shangai. Debe ahora seguir viaje por tierra. Un tren lo conduce a Nanking; cruza el río Yangtsé y, otra vez en tren, se dirige a Tientsin. No se queja del viaje. Lo hace en un buen coche dotado de sala de estar, comedor, dos dormitorios, un cuarto de baño, tocador y cocina. Y la compañía no puede ser mejor. Hace el trayecto junto al ministro italiano. En Tientsin las autoridades locales reciben y despiden a ambos diplomáticos. Otro gallo canta en Pekín. No los aguarda ningún funcionario del Gobierno.
Una tarde, en los estudios de Habana Radio, la emisora de la Oficina del Historiador de la Ciudad, conversé de manera casual con la señora Mercedes Crespo Villate. Ella estuvo casada con el ya fallecido diplomático cubano José Armando Guerra Menchero, viceministro de Relaciones Exteriores y, con anterioridad, embajador en China. Durante su estancia en ese país, Mercedes Crespo, como esposa del embajador, debió ocuparse de muchas tareas, pero aprovechó su tiempo para indagar en archivos imposibles y, con la información acopiada, reconstruir, hasta donde pudo, la presencia diplomática cubana en China durante los primeros 50 años de República. Investigación que condensó en el libro titulado Legación cubana en China; 1904-1959, obra que lleva el subtítulo de Primeros consulados diplomáticos cubanos y vivencias históricas con la nación asiática.
Tuvo Mercedes Crespo la amabilidad de obsequiarme un ejemplar de su libro. De él tomé, en lo esencial, la información que contiene esta página.
Una foto tomada presumiblemente en la capital china muestra a José Agripino Barnet con el uniforme propio de los diplomáticos cubanos de la época. Viste frac de paño negro con el cuello y las bocamangas de terciopelo rojo quemado. Es una chaqueta cerrada por nueve broches interiores, con el cuello recto y rígido, cerrado asimismo por broches no visibles. Acorde con su rango de enviado extraordinario y ministro plenipotenciario, luce en el cuello y en las bocamangas tres galones dorados y bordados, tres cordoncillos dorados y tres estrellas. La parte delantera de la casaca la cubren bordados de oro que representan hojas de tabaco. En el uniforme diplomático cubano la chaqueta variaba conforme a la jerarquía del funcionario, pero los pantalones de paño negro y con galones dorados sobre las costuras laterales eran iguales para todos. El kepis de plumas, la espada enfundada en su vaina, el abrigo, los guantes y los zapatos negros completaban el atuendo.
Tras la presentación de credenciales busca Barnet un local para establecer su oficina. Hasta ese momento la representación de Cuba ha estado asentada en Shangai y no hay en el barrio diplomático pequinés edificio disponible para una nueva legación. Debe instalarse en una zona de la capital que no le parece segura, pese a que allí están las embajadas de Brasil, Dinamarca y Portugal. Decide no hacerlo porque en esa parte de la ciudad, informa al Gobierno de Cuba, estaría expuesto a alguna agresión. Vive Barnet en el Grand Hotel Wagons-Lits, que cumple con los requisitos de cualquier establecimiento parisino de su tipo, y allí mismo instala su oficina.
No pierde las esperanzas, sin embargo, de conseguir espacio en el sector diplomático, resguardado por gruesos muros fortificados y fosos de defensa y custodiado día y noche por guardias armados en el que se veda la entrada a los nacionales a menos de que estén provistos de permisos especiales. Allí las residencias son fastuosas. Las hay de estilo europeo y hay también palacetes típicamente chinos, todas con grandes pabellones y dispuestas sobre una extensa franja de terreno. Disponían esas legaciones, por lo regular, de un contingente de soldados traído desde el propio país y algunas, como la legación italiana, con capilla propia para la celebración de los servicios religiosos. El ministro Barnet se entera de manera extraoficial que Pekín cerrará la embajada de Austria, uno de los países perdedores en la I Guerra Mundial, y que su espacio en el barrio diplomático será dividido y repartido entre varias legaciones. Escribe al Canciller. Solicita que instruya a los ministros cubanos en París, Londres y Washington para que influyan en la parte china destacada en esas capitales para que presionen a su vez a su Gobierno y Cuba pueda lograr su propósito.
Si el ministro Barnet, la mayor parte de las veces, carecía de dinero para corresponder a una comida, ¿con qué pagaría la residencia fastuosa a la que aspiraba? No alcanza a explicárselo este escribidor ni tampoco se explica para qué la necesitaría, porque la legación cubana en China en tiempos del enviado extraordinario y ministro plenipotenciario José Agripino Barnet y Vinajeras no contó nunca con más de tres funcionarios, incluyendo al mismo ministro.
Otro funcionario cubano se sumaría al ministro Barnet y al secretario Gustavo Sotolongo en la legación cubana en China. En agosto de 1919 el presidente Menocal designaba a Melitón Pérez Sentenat como canciller de la oficina (era un funcionario de más bajo rango) en Pekín. No estaría allí mucho tiempo. En enero de 1921 se le instruía desde La Habana viajar a Yokohama, en Japón, donde asumiría el cargo de vicecónsul. Nunca más regresó a China. Sotolongo, con el rango de encargado de negocios, sustituyó a Barnet en las dos ocasiones en que este salió del país. En octubre de 1922 tomó vacaciones y tampoco regresó. Cuando Barnet cesó en el cargo, la legación quedó a cargo del intérprete, un sujeto de origen portugués que trabajaba al mismo tiempo para la embajada de su país.
Sotolongo escribió un libro sobre China. Alude en sus páginas a una familia que pasó muchos años en La Habana y adquirió no pocas costumbres cubanas. Él fue encargado de negocios en Cuba, la esposa toca la guitarra con gracia criolla, y la hija de ambos, Marcelita, nació en la Isla para reforzar los vínculos de sus mayores con la Antilla lejana. Cuenta Sotolongo los espectáculos de la Ópera de Pekín que puede presenciar y exalta las actuaciones de Mei Lanfang, famoso por su interpretación de papeles femeninos, muy querido y admirado por el público. Quiere Sotolongo que China se haga sentir en las colecciones de nuestro Museo Nacional y, bien envasadas, envía a Rodríguez Morey, director de esa institución, «una imagen de laca, sentada sobre un trono de madera tallada, que fue salvada de un incendio en un templo de Pekín, y un pedazo de piedra de la Gran Muralla china».
Si Barnet carece de recursos, tiene, en cambio, carisma y simpatía. Es el hombre del millón de amigos. Resulta interesante ver la lista, que confecciona él mismo para remitirla a la Secretaría de Estado en La Habana, de las personas que acuden a despedirlo cuando, en enero de 1921, los quebrantos de salud lo obligan a pasar un tiempo en San Francisco de California. Para decirle adiós se reúnen los embajadores de Portugal, Brasil, Noruega, Suecia y Uruguay; los encargados de negocios de Francia y México; los primeros secretarios de las embajadas de Japón, Holanda y Rusia, y varios agregados militares, así como funcionarios del protocolo chino y no pocos corresponsales de otros países. Ya por esa época el Senado cubano lo ha autorizado a lucir la condecoración que le otorgó el Gobierno chino, la Orden Nacional de La Espiga de Oro, de primera clase, con gran cruz, placa y banda. Un año después de aquella estancia en San Francisco, vuelve Barnet a solicitar a Cuba permiso para salir de China; esta vez para asistir, en París, al matrimonio de su hija Georgina.
En septiembre de 1924, Barnet y su esposa Marcela intentan salir de China. No lo consiguen porque las hostilidades se habían roto entre tropas de las provincias de Kiangsu y Chekiang y la vía férrea hasta Shangai estaba interrumpida. Logran al fin salir del país el 17 de junio del año siguiente. De vuelta a Cuba, fue subsecretario de Estado en el Gobierno de Grau (1933-34) y titular en propiedad de esa cartera con el presidente Mendieta, a quien sustituyó el 12 de diciembre de 1935. De todos los mandatarios cubanos fue él quien alcanzó el poder con mayor edad; 71 años. Y uno de los tres que no nacieron en Cuba. Diplomático de toda la vida, los seis meses que Barnet pasó en Palacio fueron una sucesión interminable de banquetes, cocteles y recepciones. Cuando cesó en el cargo, el 20 de mayo de 1936, se fue a vivir, muy modestamente, al apartamento 44 del edificio Chibás, en 25 esquina a G, en el Vedado.
El 11 de octubre del mismo año, su sucesor, el presidente Miguel Mariano Gómez, lo designó asesor técnico, con rango de embajador, de la Secretaría de Estado, tarea en la que se mantuvo hasta su muerte, el 19 de septiembre de 1945. Su esposa acometió una encomiable labor, durante sucesivos Gobiernos, para imponer la etiqueta en Palacio.