Lecturas
Una aplastante derrota sufrió el capitán general Arsenio Martínez Campos en la batalla de Peralejo, el 13 de julio de 1895. En esa acción, una de las más importantes de la Campaña de Oriente acometida por el mayor general Antonio Maceo antes del inicio de la Invasión, el Gobernador español pudo haber caído prisionero de los mambises si estos hubieran dispuesto de varios miles de tiros más. No los tenían y Maceo debió conformarse con ver cómo su viejo enemigo dejaba atrás armas y equipos, acémilas, muertos y heridos, vadeaba el río Mabay y proseguía en dirección a la ciudad de Bayamo, distante a unos diez kilómetros, a donde llegó esa noche.
No vamos a entrar en los pormenores de esa batalla. Sí decir que fue a partir de ahí que Martínez Campos comprendió que él jamás saldría vencedor de la Isla y que España, para mantenerse en Cuba, tenía que imponer una política de exterminio masivo. Así lo hizo saber a Antonio Cánovas del Castillo, presidente del Gobierno español, un político dispuesto a sacrificar hasta el último hombre e invertir hasta la última peseta con tal de no perder la más preciada joya de la corona.
En su mensaje Martínez Campos hacía saber a Cánovas que la guerra que propugnaba exigía «reconcentrar las familias de los campos en las poblaciones», con lo que «la miseria y el hambre serían horribles». Sus «sentimientos humanitarios» le impedían la ejecución de esa política, precisaba el militar, pero proponía al general Valeriano Weyler como el hombre capaz de aplicarla. Ya durante la Guerra de los Diez Años, Weyler se distinguió por sus crímenes contra la población campesina. En la porción oriental de la Isla fusiló a civiles inocentes, incendió caseríos, arrasó sembrados y condenó a familias enteras a morir de hambre y enfermedad en las ciudades. Le tocaría ahora convertir a la Isla toda en un inmenso campo de concentración y sobrepasar la crueldad de sus predecesores y la propia.
Asumió Weyler el mando de la colonia el 10 de febrero de 1896. Ordenó, en Pinar del Río y La Habana, el cierre de todas las tiendas situadas a más de 500 metros de los poblados. Suspendió las raciones de comida que se suministraban a las mujeres y a los hijos de los insurrectos, dispuso la requisa de los caballos y el maíz…
Como ninguna de esas medidas ahogó al movimiento insurrecto, dictó el bando de la reconcentración. A partir del 21 de octubre de 1986 los campesinos y todo aquel que viviera fuera de las líneas de fortificaciones tenían ocho días para reconcentrarse en pueblos ocupados por tropas españolas. La medida comenzó por Pinar del Río y se extendió luego al resto del país. Más de 300 000 campesinos fueron obligados a residir en las ciudades. Los núcleos urbanos aparecían inundados de familias campesinas que morían de hambre y enfermedades en las calles. Un periodista español, testigo presencial de los hechos, dejó constancia de las escenas dantescas a las que le tocó asistir. Dice: «La falta de comida sana y suficiente produjo enfermedades terribles. La tuberculosis, especialmente, hacía presa de los reconcentrados, y tiritando de fiebre iban, en grandes accesos de tos, a dejarse caer, agobiados, sobre las aceras. Era frecuente ver niños escrofulosos con la carita convertida en una llaga purulenta y los brazos y las piernas completamente deformados». Afirma el historiador Raúl Izquierdo que más de 200 000 personas, en su mayoría ancianos, mujeres y niños, murieron como consecuencia de la reconcentración; unas 118 000 en 1897, y 109 000 durante el año siguiente.
En La Habana, los reconcentrados fueron obligados a albergarse en los fosos municipales. Para comer recurrían a la caridad pública que, aunque insuficiente, nunca faltó. En una casa se reservaba un pedazo de pan y algo de comida para una familia reconcentrada. Acudía primero el padre en busca de los mendrugos, luego la madre, después el hijo mayor… hasta que ya no acudía nadie porque no quedaba ninguno. Se daba el caso de que el último sobreviviente legaba a algún amigo o compañero de infortunio, como una inestimable herencia, el favor de la familia que había socorrido a la suya. Los cuadros de dolor y miseria se multiplicaban hasta lo indecible, pero nadie lloraba, porque ya no quedaban lágrimas.
Entre los últimos grupos de reconcentrados que llegaron obligados a La Habana, vino Abraham Pérez, un campesino de 21 años de edad que junto a su padre, Pedro Pérez, y hermanos trabajaba la finca familiar, en El Cacahual. Fue a esa finca a la que, en las primeras horas del 8 de diciembre de 1896, llegó el coronel Juan Delgado con los cuerpos sin vida de Antonio Maceo y su ayudante, el capitán Panchito Gómez Toro, muertos el día anterior en la acción de San Pedro. Allí les darían sepultura y los que lo hicieron se conjuraron en un pacto de silencio. Pedro Pérez y sus hijos no revelarían el lugar del enterramiento hasta que llegara el momento preciso.
Con su secreto bien guardado, Abraham Pérez, lejos de los suyos, hambriento y desnutrido, vagó por las calles de La Habana. El bando de la reconcentración había hecho de él un indigente y poco a poco lo convertía en un espectro que caminaba en silencio, sin rumbo fijo y la mirada perdida, hasta que no pudo más. Consumido por la fiebre, le oyeron gritar en su agonía:
—¡Que no lo sepan! ¡Que nadie se entere! ¡Que no sepan nunca donde están…!
Su secreto valía oro. Una sola palabra suya le hubiese cambiado el destino, pues Valeriano Weyler ofrecía 25 000 pesos a quien le dijese dónde estaban los restos de Maceo.
Peralejo fue un combate sangriento. Los insurrectos tuvieron 118 bajas, entre muertos y heridos, y los españoles 400, aunque solo reconocieron 28 muertos, entre ellos un general y dos oficiales, y 98 heridos. Los médicos mambises prestaron auxilio a 26 heridos enemigos que posiblemente no figuraran en la relación de bajas que ofreció el parte de guerra español. Menos cruenta, pero extraordinariamente dispareja, fue la acción de Cacarajícara, a unos 12 kilómetros al suroeste de Bahía Honda, donde fuerzas del Sexto Cuerpo del Ejército Libertador, mandadas igualmente por Maceo, se enfrentaron a una tropa española que combatió bajo las órdenes del brigadier Suárez Inclán. Los mambises tuvieron cinco muertos y 13 heridos; el enemigo unos 74 heridos y no menos de 13 muertos.
No fue eso sin embargo lo que diría el parte del combate. El informe español, firmado nada menos que por Weyler, que se recibió en la Capitanía General, decía que Suárez Inclán, al frente de los batallones San Fernando y Baleares y de un regimiento de artillería, «realizó el día 30 de abril (de 1896) una brillante acción sobre Antonio Maceo». Consignaba el mensaje que los españoles asaltaron a la bayoneta el reducto mambí, protegido por parapetos de 120 centímetros de alto, y lo tomaron y arrasaron para luego levantar sobre este su campamento. El informe reconocía que Suárez Inclán, en Cacarajícara, cumplió con exactitud las instrucciones de Weyler. Los insurrectos, concluía el documento, sufrieron 200 bajas y, «por nuestra parte, sin novedad».
Frase que de tan repetida dio origen a una rumbita callejera que la gente cantaba siempre que no hubiese guardias ni chivatos a la vista.
«Tiritos aquí, / tiritos allá; / y por nuestra parte / un caballo muerto / y sin novedad».
Dos días después del combate corrió sotto vocce por las calles habaneras que los heridos de Cacarajícara llegarían a la capital a fin de ser atendidos en el cuartel de Dragones, en Zanja y Lealtad, convertido en hospital militar. El asunto se manejaba con absoluta discreción; no se anunciaría de manera oficial ni se daría acceso a la prensa, y parejas del Orden Público se encargarían de evitar la presencia de curiosos por los alrededores de la instalación. A fin de que fueran vistos por la menor cantidad de personas posible, los lesionados no llegarían hasta la estación de Villanueva —situada donde está el Capitolio—, sino que el tren haría una parada extraordinaria frente al improvisado hospital.
Caía ya la noche cuando el tren, con su carga humana, enfiló por la esquina de Belascoaín y Zanja y, refrenando la marcha, se detuvo frente al cuartel de Dragones donde sanitarios y camilleros corrieron a auxiliar a los heridos. Pese a lo festivo del parte de guerra suscrito por Valeriano Weyler, la cantidad de lesionados y su estado mostraba a las claras que Cacarajícara había sido un combate duro y sangriento. Además de los guardias, solo una negra vieja contemplaba la escena. Nadie la había molestado. Lucía tan anodina con su jaba al brazo que no había llamado la atención del tenientico flaco, endeble y palúdico que mandaba la patrulla de vigilancia.
Al ver los vendajes ensangrentados y los rostros contraídos por el dolor y la angustia, la negra, movida por la pena, no pudo reprimir su comentario. Dijo para que la oyeran:
—¡Alaba’o sea Dió! ¡Pero qué paliza más horrorosa le han da’o a esta gente!
El pálido tenientico pareció tocado en su amor propio. Sacó una fusta de acero y ¡zaz! la emprendió a azotes con la valiente negra, conminándola a que abandonara el área. Así lo hizo la apaleada y ya fuera de peligro, Lealtad abajo, sin dejar de acariciarse los cardenales que había dejado en su cuerpo la tunda fiera que acababa de recibir, cantó la rumbita callejera que fue marcando con pasos inseguros de vieja.
«Por nuestra parte, / un caballo muerto / y sin novedad».
En 1898, finalizada la guerra, se vieron desfilar por las calles de las ciudades cubanas caravanas de soldados españoles que volvían a España sin gloria y sin salud y hasta sin ropas ni zapatos. Tristes espectros de unos jóvenes que, como el tenientico del improvisado hospital de Dragones, salieron de su patria para meterse en una guerra que no les iba ni les venía.
En vapores correo salían los soldados para sus lares. Les llamaban allá los repatriados e inspiraron al maestro Caballero una linda jota de la zarzuela Gigantes y cabezudos. Los jefes y oficiales, no más desembarcaban, para evitar las iras y las burlas del pueblo, se despojaban del uniforme y vestían de paisano. Los soldados… qué remedio.
Un semanario humorístico que se publicaba en Madrid insertó entonces en sus páginas una caricatura intencionada. Al pie del dibujo se comparaba de manera implícita la salida de Colón hacia América por el puerto de Palos, en 1492, y el regreso sin gloria del ejército colonial, y decía: «Salimos de Palos y volvimos a palos».
De más está decir que el periódico fue suspendido.