Lecturas
Antonio Maceo ha regresado a Cuba. Tuvo que vencer, antes de decidirse a hacerlo, mil escrúpulos y remilgos. ¿Solicitar él un pasaporte español? ¿Volver como un hombre de paz y concordia cuando lo que quiere es la guerra?, piensa una y otra vez, pero le llegan, cada vez con más insistencia, noticias de que crece en Cuba la agitación revolucionaria y hasta rumores de una insurrección posible. Sopesa los pro y los contra y decide intentar lo que no hizo desde que salió de la manigua en 1878: volver, conocer en el terreno la opinión de sus compatriotas y, si le es factible, alzarse en armas. Es un trago muy duro para él ese regreso al amparo de la bandera española, pero ¿de qué otra forma puede palpar mejor el sentir del país que haciéndolo por sí mismo? Su regreso sería provechoso de cualquier manera. Estando aquí, si la situación le era propicia, podría iniciar la guerra sin necesidad de organizar una expedición que lo trajera desde el exterior, lo que costaría tiempo y dinero. Si no podía alzarse, la organización que vertebraría a lo largo de la Isla sería, llegado el momento, un factor importante en el reinicio de las hostilidades.
A través del consulado español en Kingston solicita Maceo la autorización para el regreso y el capitán general Manuel de Salamanca ordena que se le extienda el pasaporte. No hay vapores directos entre Jamaica y La Habana y decide el cubano esperar en Haití. Salamanca, que morirá en el ejercicio de su cargo, está enfermo, y Maceo comprende que, de no contar con su garantía, la estancia en Cuba sería arriesgada en exceso. Una carta, llena de ofrecimientos y promesas, remitida por el mismo Salamanca al cónsul español en Puerto Príncipe, calma sus preocupaciones y el 30 de enero de 1890 el barco que lo trae desde Haití, después de un día de navegación, ancla en el puerto de Santiago de Cuba.
Hay trabajo abundante y seguro en Panamá. Una compañía francesa construye la vía interoceánica y miles de caribeños encuentran allí empleo, entre ellos muchísimos veteranos de la contienda del 68. Máximo Gómez es uno de los capataces en las obras del canal y Maceo, muy bien acogido por los funcionarios de la empresa, se convierte en contratista. Está, por otra parte, activo en la masonería. Es un lector voraz. Se mantiene muy atento a lo que sucede en Cuba. Observa y analiza desde Panamá el auge del autonomismo en la Isla y las concesiones que, muerto Alfonso XII, hace a los cubanos el Gobierno de Sagasta. No se deja arrullar por cantos de sirena. Sabe, y en eso coincide con Martí, que muchos autonomistas desean en el fondo de su alma la independencia, aman las libertades patrias y ansían el triunfo de la revolución.
El despotismo político aniquila todo vestigio de libertad individual. La situación económica del país, por otra parte, es deplorable. El azúcar está por el suelo. Pese a drásticas restricciones que contemplaron la rebaja del 50 por ciento de los jornales, los precios no cubren el costo de producción ni se sostienen por el proteccionismo que en algunos países ampara el azúcar de remolacha y la imposibilidad de encontrar nuevos mercados para el dulce, mientras EE.UU. sigue imponiéndose como comprador único.
Se ceba la malaria en los trabajadores del canal. Hay muchos enfermos y los muertos se cuentan por centenares. No se libra Maceo del mal; la fiebre, que lo devora, le obliga a guardar cama durante semanas. No está del todo restablecido, a comienzos de 1888, cuando recibe un mensaje que le hace olvidar los pesares. Lo suscriben Martí y otros patriotas. Dice: «La hora parece llegada».
Llama el documento a acreditar en Cuba la solución revolucionaria; a organizar en el exterior la parte militar de la revolución y extenderla dentro; a unir las emigraciones; a impedir que se tuerza la empresa patriótica por el predominio de intereses de grupo, de una clase, de autoridad militar desmedida, de una comarca o de una raza y a cortar la tendencia anexionista.
Maceo no demora su respuesta: «Hoy como ayer pienso que debemos los cubanos todos, sin distinciones sociales de ningún género, deponer ante el altar de la patria esclava y cada día más infortunada, nuestras disensiones todas, y cuantos gérmenes de discordia hayan podido malévolamente sembrar en nuestros corazones los enemigos de nuestra noble causa».
Relee el mensaje en los días subsiguientes al de su respuesta. Lo estudia, reflexiona y vuelve a escribir a Martí: «El día que nuevamente disputemos a España su menguado derecho sobre Cuba, o que rotas ya sus cadenas, tome su puesto en el concierto de los pueblos libres y soberanos, me opondré hasta donde sea posible, a toda usurpación de los derechos de una raza sobre otra; viniendo a ser, con esta mi resuelta y firme actitud, una garantía para todos».
No permanecerá inactivo el patriota a partir de ese momento. Encarga a su hermano José su quehacer de contratista en las obras del canal y parte hacia Perú, donde cree que recaudará fondos para la lucha. No los consigue. Sostiene largas pláticas con el ecuatoriano Eloy Alfaro y preparan un plan de cooperación que abarca asimismo la independencia de Puerto Rico. Cuando regresa a Panamá, la situación es caótica. Quebró la empresa francesa que acometía la construcción del canal y 40 000 hombres quedaron sin trabajo. Regresa Antonio a Jamaica, donde lo esperan su madre y su esposa, María Cabrales. Lo acompaña José.
El plan de Martí entra en receso. Se le opone Flor Crombet, quien quiere que los fondos que se recauden para la revolución sean manejados por los militares, mientras que Martí insiste en que la dirección del movimiento quede en manos de civiles. Crombet, violento, provoca un incidente que lleva a muchos a recelar de Martí y verlo como un hombre deseoso de mando.
Estrecha Maceo entonces sus relaciones con los emigrados de Cayo Hueso. Sus contactos son Fernando Figueredo y José Dolores Poyo, pero el empuje de esos patriotas se reduce a mantener viva la llama del patriotismo en los emigrados que lo rodean. Surge en el Cayo un movimiento de más envergadura. Lo encabeza Gerardo Castellanos Lleonart y de inmediato se ve secundado por Poyo, Figueredo y otros cubanos residentes en la localidad. Le llaman La convención cubana, y se propone la guerra con el concurso de todos los elementos revolucionarios. Tiene el movimiento enlaces en Camagüey, Santiago, Santa Clara, Manzanillo, Holguín, Trinidad, Sancti Spíritus y lo apoyan Máximo Gómez, Guillermo Moncada, Bartolomé Masó, Serafín Sánchez, Juan Gualberto Gómez y Antonio Maceo, por supuesto. Es entonces que este decide regresar a Cuba.
El primer día en su patria lo pasa Maceo prácticamente oculto en el barco que lo ha traído y que hace escala en el puerto de Santiago. No quiere bajar a tierra y ruega al capitán de la embarcación que niegue su presencia a bordo. No puede eludir, sin embargo, recibir a Flor Crombet y a algunos de sus familiares que suben a saludarlo. La provincia oriental está dispuesta al alzamiento, le dicen, y Antonio les revela que se propone hacer en toda la Isla una propaganda activa a favor de la independencia.
Se pone en marcha de nuevo el vapor con destino a La Habana. Toca los puertos de Baracoa, Gibara, Nuevitas… En todos, ante la noticia de la presencia de Maceo, se repite la misma escena. Viejos camaradas de guerra y jóvenes entusiastas de la causa cubana insisten en testimoniarle su respeto, su admiración, su cariño. Con ellos va Maceo formando su opinión sobre la situación del país. Holguín, Bayamo, Tunas y Mayarí solo esperan órdenes para alzarse en armas y en Camagüey, aunque la propaganda española lo niegue para desanimar a la emigración, hay también grupos que aguardan esa orden. La emoción lo embarga en Baracoa: es el teatro de muchas de sus hazañas durante la Guerra Grande.
Ya en La Habana, el Inspector de Marina sube al vapor y da la bienvenida a Maceo. Lo saluda en nombre del gobernador Salamanca, a quien, dicho sea de paso, quedan solo horas de vida. Un periodista lo acompaña en los trámites de emigración. Quiere, ya en tierra, tomarle una declaración. Maceo habla de lo sucio de la ciudad, su aspecto moral, la pobreza de la población, la falta de libertad, y concluye: «Todo me causa repugnancia».
Se aloja en el hotel Inglaterra. La noticia corre por la ciudad y provoca una conmoción enorme. Todos quieren conocerlo y saludarlo. Los veteranos y los jóvenes, los intelectuales, los ricos y los pobres. También los militares españoles, que se ponen en posición de firme al verlo y le dan trato de General. Con Enrique José Varona, una de las cumbres de la inteligencia en la época, se explaya en largas pláticas. Corre el rumor de que quieren hacerle un atentado y jóvenes de la Acera del Louvre, aquella juventud que muchos tildaban de frívola, se constituyen en escolta de Maceo y en su ayudantía; lo acompañarán a todas partes para protegerlo. Gana a todos los que lo conocen. Es el héroe de la guerra. Y es también el caballero irreprochable; un conversador atento, fino en el trato. Los años de lucha y sacrificio no le hicieron perder sus hábitos de pulcritud y su vestimenta realza su elegancia natural. Se toca con un sombrero de copa y luce una levita inglesa que, entreabierta, deja ver el escudo de la República que lleva al relieve en la hebilla del cinturón. El sastre Leonardo Valencienne aprecia, como buen conocedor, las medidas estatuarias del patriota. «¡Qué figura! Así da gusto cortar una prenda», exclama orgulloso de contarlo entre sus clientes. Tiene un cuerpo macizo y músculos de acero. Es alto, ancho de espaldas. El cabello empieza ya a encanecerle, pero el rostro se mantiene fresco y los ojos le relampaguean. La voz es pausada y suave, aunque el acento es ligeramente gutural. Tiene una mirada profunda y escrutadora, pero dulce. Julián del Casal, que le dedicó su poema A un héroe, no pudo evitar exclamar al verlo: «Es muy bello».
Un español quiere pagarle una deuda de gratitud. Maceo no lo recuerda y su interlocutor le hace memoria. En la guerra fue su prisionero y el cubano lo puso en libertad sin condición alguna. Viene ahora a corresponder. Aunque viste de civil, es capitán y le han dado la misión de espiarlo con dos oficiales y cuatro sargentos, hospedados todos en el hotel Inglaterra, en habitaciones próximas a las del patriota. Tiene órdenes de seguir todos sus movimientos y detenerlo si lo cree oportuno.
Varias veces se encontrará Maceo, en el restaurante Cosmopolitan, con el coronel español Fidel de Santocildes. Conversan sobre la guerra, sus recuerdos de la campaña, de estrategia… nunca de política. «Usted volverá a la manigua y me tendrá frente a frente… Sin usted la campaña no tendría atractivo para mí», dice Santocildes. Años después la guerra provocaría el encuentro de estos dos hombres. Se trasladaba una columna española, mandada por Martínez Campos, de Veguitas a Bayamo, cuando al pasar por la hondonada de Peralejo fue atacada desde las alturas por una fuerza mambisa.
Martínez Campos, al observar los movimientos del enemigo y las acertadas órdenes que recibía, dijo a los oficiales de su Estado Mayor, entre los que figuraba el ya general Santocildes: «Ahí está Maceo». Poco después, cuando del lado de las tropas españolas los clarines de orden dieron el toque de «Jefe muerto en combate», Maceo tuvo el presentimiento de que la mala hora había llegado para su viejo conocido del Cosmopolitan. Y cuando confirmó la noticia dedicó a su memoria un sentido recuerdo.
Quiere Maceo en La Habana verlo todo. Varona le habló sobre el papel cada vez más destacado de la incipiente clase obrera cubana como elemento de resistencia a la explotación y la opresión de España y de la urgencia de encaminar en una sola dirección a los grupos que harían la revolución. Por eso insiste en visitar gremios obreros y sociedades culturales. La sociedad Bella Unión lo agasaja, y una niña, que abre el homenaje, le da trato de General. Él, preocupado de que se le acuse de agente provocador, reacciona de inmediato.
—No, hija mía, no me llames General, dime Antonio, a secas.
—No, para las cubanas usted es nuestro General —respondió ella, resuelta. (Continuará)