Lecturas
El comandante Guillermo Moncada, Guillermón, es nombrado jefe de las fuerzas que, hasta poco antes, mandaba en la zona de Guantánamo el coronel Policarpo Pineda, y recibe órdenes terminantes: debe poner fin a los abusos que comete en la jurisdicción el «guerrillero» Miguel Pérez y Céspedes, cubano al servicio de España, que al frente de su tropa asola los cafetales cuyos propietarios simpatizan con la causa independentista.
Quiere Moncada cumplir con la orden recibida y mucho más después de leer el mensaje que Pérez y Céspedes dejara para él en un cruce de caminos. Decía: «A Guillermo Moncada, en donde se encuentre— Mambí: no está lejos el día en que pueda, sobre el campo de la lucha, bañado por tu sangre, izar la bandera española sobre las trizas de la bandera cubana. Miguel Pérez y Céspedes».
Decidió Moncada que el mensaje permaneciera en el mismo sitio, pero escribió en su reverso:
«A Miguel Pérez y Céspedes, en donde se hallare— Enemigo: Por dicha mía se aproxima la hora en que mediremos nuestras armas. No me jacto de nada, pero te prometo que mi brazo de negro y mi corazón de cubano tienen fe en la victoria. Y siento que un hermano extraviado me brinde la oportunidad de quitarle el filo a mi machete… Guillermón».
No transcurriría mucho tiempo para que se enfrentaran ambos hombres. La tropa de Pérez y Céspedes ataca a la de Moncada y la victoria parece sonreírle. No obstante, tras cinco horas de rudo combate, ordena Moncada una carga al machete. La encabeza él mismo, y, con voces de aliento, atraviesa de un lado a otro a la fuerza enemiga, que queda despedazada. Pérez y Céspedes paga su traición.
Con el parte de la victoria, envía Guillermo Moncada al mayor general Máximo Gómez las insignias militares del jefe adversario. A la vuelta, con felicitaciones, Gómez hace llegar a Guillermón el ascenso a teniente coronel.
En la oscuridad de la noche, bajo la lluvia y alumbrados solo por la luz de los relámpagos, seis hombres se mueven en total silencio por el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba.
No son seres escapados de sus tumbas, sino patriotas que decidieron rescatar los restos de Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria, inhumados poco antes en una fosa común.
Ha muerto el primer Presidente de la República de Cuba en Armas abandonado por sus compatriotas. Depuesto de su cargo por la Cámara de Representantes con el apoyo de 3 000 hombres al mando del mayor general Calixto García, en el primer golpe de Estado que registra nuestra historia, lo humillan primero obligándolo a moverse a la saga del nuevo gobierno y de Cámara hasta que, sin escolta ni protección especial alguna, lo confinan en el caserío de San Lorenzo. Quiere el entonces capitán José Lacret Morlot, prefecto de la zona, proteger de alguna manera al ex mandatario, y monta guardia nocturna en torno al bohío que habita. Poco dura ese empeño. Cuando el coronel Benjamín Ramírez Rondón, que había sido jefe de la escolta de Céspedes, asume la jefatura de la Brigada de Cambute y de la región donde se halla San Lorenzo, uno de sus primeros actos fue el de acudir al lugar y desarmar al capitán Lacret. Allí, una mañana, sorprendió al Iniciador una tropa española del Batallón de Cazadores de San Quintín. Intercambió Céspedes disparos con el enemigo. No se dejaría coger prisionero. Herido de bala, cayó por un barranco «como un sol que se hunde en el abismo».
Ahora seis hombres se empeñan en rescatar de la fosa común sus restos a fin de evitar que se pierdan para siempre. Encabeza el grupo Calixto Acosta Nariño, corresponsal secreto de Céspedes en Santiago de Cuba, que había visto su cadáver cuando lo expusieron en el Hospital Civil de esa ciudad. Lo conforman Luis Yero Budén y José Navarro Villar. Hay también tres negros en el grupo. Pero sus nombres lamentablemente no quedaron recogidos en la historia.
Cavan en la fosa, identifican y extraen el cadáver del ex Presidente y lo llevan a un lugar seguro, donde después se erigiría el panteón de quien, en una carta a su esposa, Ana de Quesada, redactó su propio epitafio: «En cuanto a mi deposición, he hecho lo que debía hacer. Me he inclinado ante el altar de mi Patria en el templo de la ley. Por mí no se derramará sangre en Cuba. Mi conciencia está muy tranquila y espera el fallo de la historia».
Tiene el mando español buenos informes. Amalia Simoni, la esposa del mayor general Ignacio Agramonte, se refugia, en compañía de otras mujeres y niños, en un ranchón próximo a la finca El Idilio, en la Sierra de Cubitas.
Una columna española al mando del general Fajardo Izquierdo se adentra en la zona en busca de la presa. Llega al fin al lugar y lo rodea. Penetra enseguida en el claro y arrasa el rancho, mientras los allí reunidos se aprestaban a celebrar el primer cumpleaños del hijo del Mayor. Esperaban incluso que Agramonte concurriese a la fiesta. Inicia la tropa el regreso a su base; lleva presos a niños y mujeres.
El general Fajardo Izquierdo aprovecha un alto en el camino para acercarse a Amalia. Le propone un trato. La pone en libertad de inmediato si pide a Agramonte, por escrito, que abandone la lucha.
Amalia lo mira con desprecio. Responde: —General, primero me cortará usted la mano antes que le escriba yo mi marido que sea traidor.
Más que una historia, este relato parece cosa de leyenda. Yace Antonio Maceo, casi moribundo, en la hamaca de un hospital de campaña. Tiene en el pecho una herida del tamaño de un puño y una mano prácticamente destrozada. Se hacen esfuerzos desmedidos por salvarlo cuando la columna española del general González Muñoz, perseguidor incansable del Titán, se hace presente en el lugar. Ayudado por su esposa María Cabrales, su hermano José y otros combatientes, logra Maceo dejar la hamaca y subir a un caballo. Se esfuma, a todo galope, ante los ojos de los que daban como segura su captura.
Poco después, el capitán general Arsenio Martínez Campos informaba a Madrid: «Creí habérmelas con un mulato estúpido, con un rudo arriero, pero me lo encuentro transformado no solo en un verdadero general, capaz de dirigir sus movimientos con tino y precisión, sino en un atleta que en momentos de hallarse moribundo en una camilla, es asaltado por mis tropas y abandonando su lecho se apodera de un caballo, poniéndose fuera del alcance de los que lo perseguían».
Así era Maceo. Como decía el coronel Francisco Camps en sus memorias: «Un hombre a quien las balas no matan».
Tal como vimos en la primera estampa, no era raro que, durante las guerras por la independencia, combatientes de ambos bandos dejaran mensajes en lugares visibles. Letreros provocadores que inflamaban los ánimos de parte y parte.
En una pared, escribió un español: «No vemos nunca a los mambises como no sea de espaldas, y esto desde muy lejos». A lo que un cubano respondió: «Estás ciego, gallego. Estoy aquí».
En otra ocasión fue un mambí quien escribió: «El soldado cubano es el más baliente del mundo. Yo me atrevo a peliar con diez españoles juntos». Y tuvo esta respuesta de un soldado español con sentido del humor: «Este tío es tan guapo que hasta se faja con la ortografía».
Está Maceo en Nueva York reunido con amigos y compañeros de lucha y se queja de un fuerte dolor de muela. Uno de los presentes le aconseja que visite a un dentista; le recomienda uno, norteamericano, y a su consultorio se encamina el Titán llevando como intérprete al hijo de su amigo.
Contó el muchacho después que notó a Maceo nervioso e intranquilo durante la espera. No le dio importancia, sin embargo, al asunto, que atribuyó a la molestia que le producía la pieza cariada.
Examinó el dentista a Maceo. La muela estaba en tan mal estado que no dejaba más alternativa que la extracción.
—Hoy no puedo, vuelvo otro día —comentó Maceo y, sin perder un minuto, abandonó el sillón del especialista.
Ya en la calle, el bravo entre los bravos, que tenía ya en su cuerpo 21 cicatrices de guerra, sonrió y con cierta ingenuidad infantil dijo a su acompañante: —¡Tengo horror a que me saquen una muela!
Corre el mes de julio de 1898. Ha comenzado la batalla de Santiago de Cuba y numerosas personas abandonan la ciudad.
El mayor general Calixto García, jefe de las tropas cubanas, examinaba las listas con los nombres de los que habían buscado refugio en su campamento y descubrió en una el de Federico Capdevila, capitán retirado del Ejército español. Llamó de inmediato a su ayudante Luis Rodolfo Miranda de la Rua y le ordenó que localizara de inmediato al valiente defensor de los estudiantes de Medicina, le presentara, en su nombre, sus respetos, y se enterara de lo que quisiera o pudiera necesitar para él o su familia. Recalcó el guerrero:
—Fíjese bien, Comandante, tengo especial interés en que no le ocurra a Capdevila nada desagradable. ¡Cuide a ese hombre que supo serlo cuando muchos no fueron capaces de ello!
Ha finalizado la guerra y conversan en el Liceo de la ciudad de Camagüey un comandante del Ejército norteamericano y un teniente coronel del Ejército Libertador. Reparando en la juventud del oficial cubano, dice, con desprecio, el oficial extranjero:
—No me explico por qué es usted teniente coronel. Yo llevo 12 años en el cuerpo y no soy más que comandante.
—Lo que sucede, señor, es que no es lo mismo matar indios indefensos en el Oeste que enfrentarse al Ejército español en Cuba.
(Con información del doctor Ismael Pérez Gutiérrez.)