Látigo y cascabel
Una figura que durante décadas ocupó un perfil bajo dentro de la práctica artística adquiere cada vez más un rol preponderante. Su presencia en el competitivo mundo del arte se ha convertido en imprescindible, sobre todo cuando se trata de concebir exposiciones.
Hablo del curador, especialista que luego de haber permanecido prácticamente encerrado en los museos, con el advenimiento de la contemporaneidad y la realización de muestras transitorias e itinerantes, se convirtió en un personaje público con una gran responsabilidad.
Estos profesionales, cuya misión original se limitaba a custodiar una colección, conservarla y restaurarla (de ahí su nombre), actúan como mediadores entre la obra del artista y el público, o entre la propuesta estética y el sistema de recepción que incluye instituciones especializadas, coleccionistas y entidades de mercado. Seleccionan las piezas que integrarán la muestra y se ocupan de crear un discurso que oriente al receptor y le permita entender la intencionalidad de lo que se expone. Investigan, sugieren temas, le dan sentido a la propuesta expositiva, justifican la relación entre las piezas y están pendientes de la seguridad y catalogación de estas.
Algunos de ellos gozan de fama internacional y son contratados para que organicen exposiciones en muchos lugares del mundo. Su entrada en el mercado del arte les ha dado el poder de imponer obras, nombres y técnicas, elegir cuadros, negociar, y está bien que así sea, porque una persona ajena a la propuesta resulta más objetiva al hacer una elección correcta.
Sin embargo, el problema comienza cuando esta profesión es ejercida por sujetos con un escaso sentido de la ética y poca o ninguna formación en Historia del Arte, sobre todo en disciplinas relacionadas con la visualidad en general.
Copiando modelos foráneos y queriendo imponer sus ideas, andan desde hace algún tiempo ciertos «curanderos», como les ha llamado el maestro López Oliva. Afortunadamente son los menos, pero existen y sin el menor respeto por esa profesión organizan exposiciones, carentes de un aparato conceptual sólido que las sustente, al tiempo que favorecen a determinados artistas a cambio de beneficios económicos. O crean un aparataje que les permita moverse y competir en el «mercado de las curadurías».
Me he preguntado muchas veces de qué archivo arqueológico sacan ellos ciertos discursos que usan, los cuales resultan incomprensibles para la mayoría de las personas y frecuentemente también para los verdaderos creadores y especialistas del arte. Queriendo aparentar una cultura que no tienen o disfrazar la comunicación mediante un tipo de expresión que impida reconocer sus carencias profesionales, emplean palabras rebuscadas al escribir los textos del catálogo y realizar comentarios en revistas, lo que reduce la función de un material que debe servir de referencia o detonante para que el público disfrute de la exposición.
No estoy en contra de la incursión de otros profesionales en el trabajo público y cultural con las creaciones artísticas, siempre que este sea capaz de enriquecer con una nueva mirada el campo de estudio en el que se incursiona. Pero sí de la existencia de parásitos que se aprovechan del desconocimiento de algunos para ganar liderazgo y alterar lo auténtico del valor estético.
Muchas son las razones que pueden haber influido en que estos personajes existan, pero la más importante de todas quizá sea la falta de especialización académica. Si bien en la carrera de Historia del Arte se incluyó la asignatura Curaduría y en los últimos años se han impartido algunos cursos de posgrado, todavía no es suficiente. Hay que ser más sistemáticos y adquirir una mayor conciencia de cuánto está en riesgo si cae en manos de farsantes nuestro patrimonio cultural.
Preocupante resulta también que el protagonismo alcanzado por estos «curadores» empieza a competir en algunos casos con el del artista, lo cual es bien peligroso, pues no debe este último ser desplazado a un segundo plano y convertido en mero suministrador de materiales, como ya está sucediendo en muchos lugares del mundo.
Curar una muestra es una labor que no puede realizar cualquiera. Se requiere de una alta preparación. Un curador debe abrazar una idea, defenderla y ayudar al público, a coleccionistas y a mediadores en la comprensión de la exposición, porque lo esencial, como decía el Principito, es invisible a los ojos.