Látigo y cascabel
Cierto que a veces nos contagia la enfermedad de las «modas». Y de repente nos hallamos haciendo exactamente lo que otros, aunque no esté del todo correcto. Así, hoy resulta de lo más «natural» andar por la calle o en el transporte público portando esos aparatos de música ruidosa y altisonante «en cuello», obligando a los demás a asumir como suyas nuestras preferencias (una maña que se les ha pegado, al parecer sin cura, a conductores de guaguas, bicitaxis y almendrones). Pero eso únicamente suele afectar a personas que, como yo, valoramos las bondades del silencio, con lo cual el mal es «menor».
Me preocupan más otras prácticas —como las de querer implantar en un lugar lo que funcionó en otro—, cuyas afectaciones pueden ser más dañinas para la sociedad toda. Pienso, por ejemplo, en ese interés que ha surgido en buscar que nuestras ciudades pierdan su identidad; esos rasgos que las hacen únicas, distintas entre sí y, por ende, más atractivas.
Entonces, se nos ocurre repetir en las provincias esas noches que se apellidan con el nombre de los municipios cabeceras, y en las que cada sábado sacamos hacia afuera mesas, sillas y rones y cervezas, asamos puercos, y ponemos bocinas en todas las esquinas...
Bueno, también clonamos bulevares por doquier. Solo que mientras esas jornadas recreativas pueden desaparecer o cambiar de forma, y tampoco ocurriría nada, las huellas de mala calidad que les dejemos a nuestras ciudades las marcarán para siempre.
De momento, nos vemos de una manera frenética rompiendo aceras y adoquines centenarios que cuentan nuestra historia, que hablan de nuestro paso por esta tierra, para colocar otros elementos que a veces desentonan con el entorno. Y eso es funesto, sobre todo, en aquellas localidades dueñas de importantes valores patrimoniales, que desvirtuamos tal vez sin darnos cuenta.
Es cuando aparecen esos pisos de granito superpulido que hieren la vista y se convierten en espejos artificiales que reflejan «de maravillas» el sol, al tiempo que crean algo muy parecido al efecto de invernadero (uno tiene la sensación de que se «asfixia» transitando por allí).
Y no obstante, no puedo dejar de reconocer que el nacimiento de estos bulevares mueven los territorios donde se sitúan, cuando traen aparejado la llegada de disímiles iniciativas; la reactivación de la gastronomía (con la consiguiente prestación de servicios, por lo general en moneda nacional), que hace que florezcan restaurantes, cafeterías, heladerías, dulcerías..., con lo cual se explota el potencial real que poseen nuestras urbes en lo productivo, con ganancias que se pueden revertir en el desarrollo de ellas mismas.
Visto así, es genial que se reaviven esas arterias donde siempre estuvo enclavado «el comercio», que recuperen su esplendor inmuebles abandonados o semidestruidos, de modo que se logre transformar esa imagen de deterioro que todavía nos angustia. Pero esa tarea titánica debe llevarse adelante junto a arquitectos de reconocido prestigio, junto a creadores que puedan emprenderla con arte, gracia y total responsabilidad, conservando los principales valores de estos espacios; con un accionar que responda a una política del Estado, dentro de sus programas de desarrollo nacionales, sobre la ciudad y la arquitectura.
De hecho, ese constituyó uno de los principales llamados del VII Congreso de la Uneac, que tuvo lugar en 2008, como resultado del serio trabajo realizado entonces por la comisión Ciudad, arquitectura y patrimonio, la cual otra vez dará su dictamen en el próximo cónclave de la organización de la vanguardia de los escritores y artistas cubanos, el cual se desarrollará este 11 y 12 de abril, en el Palacio de Convenciones.
Imagino que de igual manera los intelectuales del patio irán a la carga contra los excesos de rejas y cabillas, de cercas perimetrales donde abundan columnas con formas de cuanto Dios crió; o contra esas casas que pululan «forradas de pies a cabeza» de piedra de Jaimanita..., expresiones todas de una indisciplina urbanística que con frecuencia está fuera de control.
Y es que «Las ciudades, la arquitectura y el patrimonio en la encrucijada de la cultura y la sociedad cubana actual» constituye uno de los temas que convocará a la reflexión de los delegados al VIII Congreso de la Uneac, quienes están conscientes de que si no velamos por ellos estaremos tirando por la borda nuestra nacionalidad, nuestra identidad, grabadas en edificios, calles, pueblos y barrios, llenos de tradición y espiritualidad.