Frente al espejo
«Estimada Margarita Barrio: Soy arquitecto y asiduo lector de JR. Me complació mucho la entrevista publicada acerca del entierro de José Antonio Echeverría (Generación marcada, 13 de marzo). Casualmente la leí el Día del Arquitecto. Ha sido como un regalo en este día y lo aprecio más por estar muy lejos. Conocí de detalles históricos de José Antonio que se salen de lo cíclicamente publicado en los medios, algo totalmente nuevo. Estoy agradecido por la información brindada, y deseo que siga haciendo trabajos tan buenos como este en el futuro. Mucha suerte en su profesión y en su vida personal». (Fernando García, colaborador cubano de la construcción en Sudáfrica)
«Mileyda: Ante todo, quiero felicitarla por lo hermosa que está la página Sexo Sentido que usted edita. No se imagina cuánto me ayuda en mi quehacer diario, pues atiendo a grupos de estudiantes que realizan preguntas, y gracias a ustedes puedo autoprepararme para enfrentar la ardua labor de ser maestro. Por todo, muchas gracias». (Yoandris de la Cruz Durán, Holguín)
La maldición de apellidarse «ARLT»Y Roberto Retamoso, poeta y profesor argentino, hizo llegar este mensaje a nuestro colega Ciro Bianchi: «Le cuento que estuve en la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde pude adquirir Yo tengo la historia (se trata de una compilación de artículos de Ciro Bianchi publicados en Juventud Rebelde), libro que leí de un tirón porque me resultó verdaderamente interesante. Es verdad que las crónicas son un género muy especial, y usted lo maneja con maestría. Mire —y esto no es una alabanza de ocasión—, por momentos me recordaban las Aguafuertes Porteñas que escribiera nuestro Roberto Arlt hace ya tantos años...».
¿Y quién era Roberto Arlt? Pues fue un destacado novelista, dramaturgo, periodista e inventor argentino (nació en 1900 y murió en 1942), a quien Ricardo Piglia y otros notables consideran el primer autor moderno de esa nación. Hasta donde averigüé, Aguafuertes Porteñas es la compilación de crónicas suyas aparecidas en el periódico El Mundo, en las cuales Arlt describió escenas de la vida cotidiana de Buenos Aires allá por los años 30 del pasado siglo. Una de ellas, hecha a propósito de su raro apellido y titulada Yo no tengo la culpa, resulta tan simpática que quise acercarles algunos fragmentos:
(...) Y otras personas también ya me han preguntado: «Dígame, ¿ese Arlt no es pseudónimo?».
Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.
Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota aldea de Germania o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa (...).
Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento, mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras. Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la nariz, levantaba la cabeza, y decía:
—¿Cómo se escribe «eso»?
Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora, humanizándose, pues se en-contraba ante un enigma, exclamaba:
—¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es?
—Alemán.
—¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy gran admiradora del kaiser —agregaba la señorita. (¿Por qué todas las directoras serán «señoritas»?) En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro, examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: —Oiga usted, ¿cómo se pronuncia «eso»? («Eso» era mi apellido.) Entonces, satisfecho de ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:
—Arlt, cargando la voz en la ele.
Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que inmediatamente no dijera el maestro:
—Debe ser Arlt.
Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.
Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de hablar, el director le decía:
—Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.
Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la badana (...).
Y a mí, me revienta esto.
Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o cualquier otro «eso», de esos; pero en la material imposibilidad de transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germania o de Prusia, y me digo: ¡Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt! (...)
Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero irremediable (...).