Acuse de recibo
Desde calle 90 No. 10510-B, en Güira de Melena, Romilio Soto quiso compartir una historia de alturas, de cielos despejados para siempre después de una gran tormenta sentimental, que lo ha marcado en lo más hondo.
Sí, porque él viajaba en el vuelo 920 de Cubana de Aviación Habana-Guantánamo del 7 de marzo pasado. Apaciblemente miraba por la ventanilla los solitarios celajes, las caprichosas formas de las nubes cuando, de súbito, la aeromoza solicitó por el audio la presencia de algún médico entre los pasajeros.
Era que una bebé de siete meses que iba con sus padres, operada del corazón en el cardiocentro William Soler, comenzó a presentar síntomas de falta de aire. Y una bebé se convierte en la causa de todos.
De inmediato aparecieron cuatro médicos, que se consagraron al servicio de la pequeña, y al pie de la niña estaban también las dos aeromozas, tranquilizando a los atribulados padres.
Una de las azafatas, incluso, informó a los doctores que, de acuerdo con la comunicación del capitán de la aeronave, aterrizarían en el aeropuerto más cercano si peligraba la vida de la niña.
Por suerte, la asistencia médica salvó a la nena y espantó el peligro. Y dicen que ese fue el vuelo más exitoso de Cubana de Aviación en muchos años. Como en esos finales felices de trilladas películas, que de vez en cuando necesitamos para ahuyentar las penas.
Por los medios de comunicación disponibles en la nave, las enfermeras solicitaron los servicios de una ambulancia a Guantánamo, la que aguardaba en la pista cuando el avión aterrizó en el aeropuerto Mariana Grajales.
En la euforia de la salvación, Romilio apenas pudo identificar a la doctora Cuza, pediatra guantanamera, y al doctor Frank Ramón, ortopédico del hospital habanero Enrique Cabrera.
«No sé si un gesto humanista, desinteresado y de alto valor emocional como el protagonizado por los doctores y el personal de la tripulación del avión sea frecuente. De lo que sí estoy seguro es que esos médicos y trabajadores de la Aviación Civil refuerzan, con su actuación, los grandes valores sembrados por la Revolución», concluye Romilio.
Es muy triste que las proezas y el arrojo demostrados ante situaciones extremas no se reproduzcan siempre por igual ante deberes y obligaciones cotidianos.
Es el colmo que Fernando Guevara Loureiro tenga que escribir a un periódico nacional, desde calle 1ra., edificio 111, apartamento 57, en Felton, municipio holguinero de Mayarí, para denunciar lo que debía haberse resuelto allí, localmente. La vergüenza que nunca debió permitirse.
Cuenta Fernando que la leche para los niños y para las dietas de enfermos no tiene horario fijo para llegar al municipio de Mayarí, al extremo de que se recibe en los puntos de venta a cualquier hora del día y de la noche.
Lo más delicado es que, en ocasiones, esa leche no llega en el día y se distribuye doble al siguiente, como si los niños no tuvieran que alimentarse cada mañana.
«Esta situación —describe Fernando— mantiene en jaque a padres y demás familiares para comprar la leche cuando llegue. La del día 10 de marzo llegó a las 12:30 a.m. del día 11. Los niños exigen su leche y no entienden; los padres tampoco».
Y lo que no comprende este redactor es cómo las autoridades de Mayarí pueden dormir tranquilas cuando peligra la alimentación de los niños y enfermos. Explicaciones puede haber muchas, pero ninguna saldará tanta irresponsabilidad ni justificará tamaña desatención.
«¿Hasta cuándo?», pregunta Fernando. Y este periodista dice: ¡Hasta ya!, Hasta nunca más, haya que hacer lo que haya que hacer.