Acuse de recibo
Entre los calores y el esfuerzo del día, el pasado 30 de mayo, a las 10 y 20 de la noche, Alberto Ramírez llegó del trabajo muy cansado a su casa, en calle 11 número 1116, entre 14 y 16, Vedado, La Habana.
Y después de tantas peripecias cotidianas, ¿qué le esperaba? Su esposa no había podido cocinar la cena, pues el fogón había sufrido una avería. Siempre hay un problema, a cualquier hora del día y de la noche. El niño quejándose, llorando del hambre. ¿Qué hacer a esa hora, si no tienes convertibles?
A las 11:06 de la noche, Alberto y los suyos llegaron al restaurante Potín, en Línea y Paseo, casi como aquel hombre del cuento del «gato» para levantar el auto. Esperaba un no rotundo, un rictus de desentendimiento, una componenda de la desatención tantas veces sufrida detrás de un mostrador, en una mesa con sucios manteles, en un rostro impertérrito...
Pero una muchacha les sonrió y les dijo:
—Pasen y siéntense. Estamos cerrando, pero hay atención para ustedes.
Les tomaron el pedido, les sirvieron con agilidad. Los trataron con respeto y buenos modales...
Alberto y su familia cerraron complacidos el restaurante Potín, y abrieron mil interrogantes en el camino a casa. Agradecidos de tan oportuno y esmerado trato, se preguntaban si ha- bían soñado o estaban despiertos. Nunca olvidarán la sonrisa de aquella joven que les abrió las puertas a la confianza, una frágil confianza en la que aún puede rescatarse la gastronomía estatal.
Ese día 30, quizá a la misma hora en que Alberto y los suyos viajaron por la cordialidad, Carmen Fernández me escribía desalentada desde su casa en calle número 107, apartamento 21, entre 11 y 13, en el propio Vedado.
La misiva viene acompañada de una carta que Carmen le hiciera al director del Cementerio de Colón, en la capital, y que se la rechazaron a su hermano allí mismo en las oficinas de la necrópolis.
En la carta al director, Carmen denunciaba que el pasado Día de las Madres, al visitar el panteón de su familia, ubicado en el cuartel N.E., cuadro 26 C.C. a nombre de Baldomero Junco Alea, título de propiedad 2785, ella reparó en la ausencia de una jardinera dedicada a su sobrina-nieta Claudia Fernández, fallecida el 8 de octubre de 1988.
«No es la primera vez que se profana esa bóveda, señalaba entonces Carmen. En julio 22 de 2002, al exhumar los restos de la mamá de mi esposo y otro familiar, encontramos que las cajas habían desaparecido, incluyendo los cristales. No había ni rastros de madera, y los huesos estaban depositados en dos bultos de tela, incluso mezclados los de uno y otro. En aquella ocasión no quise reclamar a esa dirección, porque ni siquiera comenté lo sucedido a mi esposo, por lo doloroso que le habría sido conocerlo, ya que él se encontraba muy enfermo».
Pero esta vez, en el caso de la jardinera, Carmen sí se había decidido a exigir un esclarecimiento, y para ello acompañaba la carta al director con copias de la foto de la bóveda, donde aparecía la jardinera ausente.
Ahora, en su carta a la sección, Carmen refiere que su hermano se presentó en el Cementerio el pasado 28 de mayo, para entregarla personalmente a la secretaria del director. «Esta comenzó a leer la misiva, y la “consultó” con el jefe de Protección, que, casualmente, se encontraba allí. Y este último, sin más, “orientó” a la secretaria del director no recibirla, a pesar de haberle puesto incluso ya la fecha al pie de la carta», señala la señora.
Carmen está doblemente indignada, porque, además de la profanación, «está ahora la negativa de dos trabajadores del Cementerio a recibir una queja al respecto, dirigida al director y no a ellos. ¿Cómo poner entonces en conocimiento de dicho funcionario este hecho delictivo?».