CULIACÁN, México.— Quizá ese mutismo que asumen los pasajeros en una travesía aérea descubre el temor reprimido de saber que uno está a 10 000 pies de altura o a más y que no hay para dónde virarse. Lo curioso es apreciar cómo cada cual asume ese recogimiento dentro de la nave, el único lugar del mundo donde más personas convergen en un lugar reducido y prevalece casi un silencio absoluto.
En el despegue, ese ensimismamiento de muchos se refleja al recostar la cabeza al espaldar del asiento, como si estuvieran dormidos, ajenos totalmente a lo que pasa a su alrededor, cuando están más espabilados que nunca. O en abrir un libro sin pasar de la primera página, aunque haya pasado una eternidad.
Los hay que por nada del mundo se asoman a la ventanilla por temor a que les de vértigo. Y qué rostro de espanto ponen ante cualquier estremecimiento del avión por un pasajero mal tiempo. Y si a alguien se le ocurre mencionar un reciente accidente aéreo, el más cercano te frena en seco: «Oiga, si no tiene de otra cosa de qué hablar, por favor, cállese». Si calculan que ha pasado mucho tiempo sin dar la señal, para quitarse los cinturones de seguridad, empiezan a sudar.
Los aviones, aunque son muy seguros, siempre despiertan cierta desconfianza, aunque se tengan cien horas de vuelo. Si no, cómo explicar ese cambio de comportamiento de los pasajeros, que nada más chillan las gomas como señal de que se posó en la pista, les desaparece el mutismo y se les iluminan los rostros. En fin, se acaba la tranquilidad sepulcral con que transcurrió el vuelo.