Fotograma de 12 años de esclavitud Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:46 pm
Si se le preguntara al archiconsagrado cineasta británico Steve McQueen por qué razón su tercer largometraje de ficción, 12 años de esclavitud, intenta saldar la asignatura pendiente del cine norteamericano con el pavoroso tema de la esclavitud, probablemente su respuesta tenga mucho que ver con el reconocimiento de las insuficiencias y desmemorias de la industria cinematográfica estadounidense. Porque el tratamiento de este asunto en el cine quedó sellado por las observaciones medio racistas y reaccionarias de Lo que el viento se llevó (1939, Víctor Fleming), que rememoraba románticamente, cual paraíso perdido, el infierno esclavista; o derivó hacia los excesos pantagruélicos y el delirio burlesco de Django Unchained (2012, Quentin Tarantino). La cinematografía norteamericana necesitaba del rigor artístico e histórico y el verismo doloroso que trasluce esta nueva película, ahora de estreno en Cuba.
La interrogación que menciono al principio de este texto por supuesto que estuvo en la agenda de numerosos periodistas. Al respecto, Steve McQueen comentó al periódico español El Mundo que se siente parte de la historia de la esclavitud: «No es un problema de nacionalidad. Mis padres son de las Indias Occidentales. Los dos son de Granada, el lugar en el que nació la madre de Malcolm X. Mi madre nació en Trinidad, de donde procede la frase black power (poder negro). No se trata de ser británico, sino de ser parte de la diáspora africana. Y lo soy. Yo soy parte de la historia de la esclavitud». En otro momento de la entrevista, McQueen se niega a etiquetar su filme como un testimonio de pasados horrores: «Mi película habla fundamentalmente de la dignidad humana y del respeto. Considerar a Mandela simplemente un luchador contra el apartheid es muy restrictivo. Él, en realidad, es un símbolo de la Humanidad. Porque lo es del respeto, la dignidad y el perdón».
Como todo filme histórico digno de respeto, 12 años de esclavitud es una lección de historia que jamás pierde de vista al espectador contemporáneo, sus preocupaciones e inquietudes. McQueen quiere, necesita, que el público sienta en su propia piel las cadenas, los latigazos y, sobre todo, las humillaciones. Al parecer, ese nexo de identificación con el protagonista quedó establecido a la luz de la celebración mundial de la cinta por parte de críticos, del público y de los especialistas, pues además de premios como el Globo de Oro y el Bafta (de la Academia británica), alcanzó nueve nominaciones al Oscar. Aunque Gravity (Alfonso Cuarón) y La gran estafa americana (David O. Russell) acumularon mayor cantidad de candidaturas, con diez, es casi seguro que la saga ambientada en Estados Unidos, en la segunda mitad del siglo XIX, alcance el galardón a la mejor película.
Porque si bien la cultura norteamericana incluye gestos antiesclavistas en la línea de The Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave (1845), la novela La cabaña del tío Tom (1852, Harriet Beecher Stowe), el testimonio feminista y abolicionista Memorias de una esclava (1861, Harriet Ann Jacobs) o la formidable serie de televisión Raíces (1977), la cinematografía de aquel país jamás, hasta ahora, había incursionado en este tema a través de tan poderosas y veristas imágenes, que por su cariz naturalista y acusador recuerdan el filme soviético Ven y mira (1985, Elem Klimov), la más rotunda inculpación al horror de la guerra. De todas formas, en fecha reciente, el cine norteamericano ha convertido el antirracismo en una moda y abundan los testimonios fílmicos en torno a la servidumbre y el vasallaje, tocados directa o indirectamente no solo en el filme de Tarantino antes mencionado, sino también en Lincoln, The Help (Señoras y criadas) o El mayordomo. Ninguna de estas se sumerge en las profundidades de 12 años…, de modo que quizá los académicos sepan resistir la tentación de continuar sobrevalorando la vacía ingravidez de Gravity y terminen reconociendo en lo que vale a esta categórica aniquilación del ideario esclavista.
En términos de realización, lo que primero resalta son las extraordinarias actuaciones de todo el elenco. La cadena de padecimientos, injusticias y crueldad que sufre Salomon Northrup (un personaje sacado de la vida real, cuyas memorias sirvieron de punto de partida al guion) alcanzan una dimensión sobrecogedora gracias, sobre todo, al talento del actor británico, de ascendencia nigeriana, Chiwetel Ejiofor, quien debiera ganar el Oscar si la Academia llegara a ser capaz de sobrepasar su habitual chovinismo. Pocos personajes en la historia del séptimo arte (tal vez el Papillón interpretado por el mítico Steve McQueen en el filme de 1973) logran tanta honestidad y crédito en el obstinado anhelo de obtener la libertad y defender algo de su dignidad humana, menguada entre terribles puniciones y cadenas. Uno de los peores oponentes del protagonista está defendido por Michael Fassbender, quien con una carrera relativamente corta ya agotó el prontuario de elogios de muchos cronistas. Fassbender acompañó al director en sus dos largometrajes anteriores: Hambre y Vergüenza, también consagrados a mostrar la dignidad humana amenazada.
Llama la atención poderosamente el estilo semidocumental de la fotografía, con largas tomas y movimientos de cámara en mano bastante inusitados en los filmes históricos de inspiración literaria, que suelen apegarse al canon de la quietud exhibicionista y el pintoresquismo. McQueen también se vale de un guion dispuesto a aprovechar cada diálogo o situación, con el fin de poner en evidencia un estado de innombrable bestialidad. El libreto de John Ridley posee la innegable virtud de confiar a la fuerza de las imágenes, y a las situaciones dramáticas no verbales, su poder de convencimiento, que intenta eludir la propaganda explícita y los lugares comunes, para tratar de garantizar, con su entrega absoluta a los personajes, ese estremecimiento compasivo, o colérico, de cualquier espectador contemporáneo necesariamente identificado con la tragedia colectiva que fue la esclavitud, el llamado holocausto americano, como lo nombró Tarantino en una entrevista reciente.
Además de pasarle la cuenta al espantoso origen de Estados Unidos como nación, y demostrar la mentira, culpable por omisión, de todas esas visiones idílicas y nostálgicas respecto al pasado sureño de plantaciones de algodón, por donde se pasean los pulcros latifundistas, escuchando los spirituals provenientes de la tristeza cautiva, 12 años de esclavitud tiene absoluta vigencia, como aseguraba el realizador en la entrevista citada. Además de explorar las implicaciones aciagas de la esclavitud, el filme denuncia indirectamente el racismo contemporáneo en tanto una de sus peores secuelas, y conste que la acusación implícita, para que resulte más sólida y abrumadora, rehúye la mayor parte del tiempo el melodrama y el patetismo. Porque la distancia emotiva era indispensable para conseguir los tonos de retrato cabal. Claro que no se trata de una propuesta perfecta. Tal vez a ratos devenga reiterativa y apenas le permita un respiro al espectador apabullado. Pero nadie debiera dudar de que estamos en presencia de una película ciertamente memorable.