Yuliet Cruz entrega con su Marina una de las féminas más ricas de nuestra escenas. Autor: Archivo de JR Publicado: 21/09/2017 | 05:17 pm
No había que aguardar al «año virgiliano» (2012, centenario del célebre dramaturgo, poeta y narrador Virgilio Piñera) para reponer en la escena cualquiera de sus clásicos, Aire frío entre ellos. El teatro cubano siempre está en deuda con quien también concibiera dramas imprescindibles como Electra Garrigó o Dos viejos pánicos. Mas, si ello ocurre durante la celebración, doble regocijo, de modo que la puesta que ahora mismo puede apreciarse los fines de semana por Argos Teatro (Ayestarán y 20 de Mayo), implica un acontecimiento mayor.
Con puesta de Carlos Celdrán, quien comanda el colectivo —a propósito, también de cumpleaños: aniversario 15 dentro del cual se cuentan excepcionales montajes como La señorita Julia, Stockman y Chamaco—, la nueva versión sobrecoge desde los primeros momentos por su austeridad representacional: la humilde casa habanera donde tantos tragos amargos, privaciones (¡y calor!) pasó la familia Romaguera, indiscutiblemente autobiográfica, deviene un espacio único donde las acciones y mutaciones de los personajes tienen lugar armando e impulsando la radiografía de cualquier núcleo familiar en la Cuba de la primera mitad del siglo XX: baja clase media asfixiada, también literalmente, en sueños y empeños.
De ahí que el diseño escenográfico de Alain Ortiz sea tan preciso y elocuente, expandiendo un «todo terreno» donde los combates cotidianos de Luz Marina y los suyos conforman el microcosmos de un estrato y un país en una época que, sin embargo, en otras coordenadas se prolongan ad infinitum, trascendiendo estrechas lecturas diacrónicas (por eso, cuando al final Enrique habla por un celular, para nada significa alguna boutade fuera de lugar).
Y a propósito de tiempo(s), ese que alude al paso de las horas que en el relato constituye un código de elevado peso dramático (sensación de parálisis, de estatismo), ha sido resuelto por un encomiable trabajo de luces a cargo del riguroso Manolo Garriga, quien permite que por la ventana del empobrecido hogar transcurra vívidamente «el implacable», en sus diferentes rotaciones y momentos.
No olvidemos que, entre otros muchos asertos, el texto virgiliano es una profunda «puesta en abismo» donde tantos vasos comunicantes confluyen: realismo que deviene surrealismo, teatro del absurdo que se vira como guante develando la más llana y golpeante literalidad; que puede leerse tanto como un «arte poético» donde el escritor, más allá de los géneros (y aquí Oscar, trasunto del autor, es un poeta desesperado por publicar un libro) restriega en la cara de los demás su incomprensible superioridad, como un homenaje a esos otros cuyas personalidades e historia son tan entendibles y representables, fuera del vínculo afectivo del dramaturgo con/hacia ellos.
Celdrán y sus colaboradores han entendido todo esto, por ello no se amedrentaron ante la carga de la tradición que significan honorables puestas de Aire frío: su lectura es tan respetuosa —y respetable, entonces— como muchas de las que engrosan el canon, y de veras que no queda nada detrás; uno pudiera desear ciertas elipsis que enfatizan un poco demasiado en ideas y supraenunciados recurrentes, pero ello, esencialmente, no resta alcance a estos nuevos (y saludables) aires.
Quienes han seguido la trayectoria de Argos Teatro saben que es este un rubro modélico, al margen de preferencias y subjetividades; esta vez no rompen la regla. Comenzando por Yuliet Cruz quien, en vez de amedrentarse ante los inmensos referentes (de Verónica Lynn a Miriam Learra), dona a su Luz Marina, sin dudas una de las féminas más ricas y criollas de nuestro imaginario escénico, de autenticidad y grandeza: esa mezcla de (justo) enfado y ternura, de fiereza y sensibilidad, la proyectan hasta el presente, como esa mujer típicamente cubana —y nada más hay que agregar— de todos los tiempos.
Alexander Díaz concibe a Oscar con la fragilidad y el optimismo de su escritor en ciernes; difícil representar este alter ego virgiliano ausente de estereotipos, pero es algo que afortunadamente, y en términos generales, logra. Pancho García y Verónica Díaz (los padres) insisten en esa tan justamente elogiada sabiduría histriónica que los distingue; sin embargo, respecto a él deben los encargados del maquillaje ser más cuidadosos en lo concerniente al proceso de envejecimiento, mientras ella pudiera flexibilizar un tanto su desempeño, a veces algo rígido.
José Luis Hidalgo y Waldo Franco, otros fogueados actores, llevan a feliz término sus personajes, sobre todo el primero (Enrique), con mayores posibilidades de lucimiento.
Aire frío sopla desde Argos Teatro con renovadas energías, con la certeza de que sus muchos valores no solo están intactos sino que se multiplican, y encuentran oídos receptivos también en los nuevos. Sobre su autor, el eterno Virgilio Piñera, pudiera decirse algo semejante a lo que los argentinos afirman respecto a su ícono, Carlos Gardel: «Cada día escribe mejor».