Vencedor de la muerte se titula esta instalación del reconocido artista habanero, de 150 x 80 cm (2011). Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:16 pm
Cuando un creador toma la decisión de exponer una obra acabada, nos está lanzando al rostro un desafío. Una apasionante aventura estética comienza. Aventura, sí, pues contiene en sí misma todas las expectativas de un hallazgo inesperado.
De la más reciente muestra de Vicente Rodríguez Bonachea: Una oscura pradera me convida, que se exhibió hasta esta semana en la galería Orígenes, del Fondo Cubano de Bienes Culturales, lo primero que llama la atención son los diversos recursos utilizados para componer un universo donde, sin abandonar los caminos anteriores, emprende otros nuevos. Pues la sintaxis de su original lenguaje pictórico, lejos de romperse, se enriquece con detalles que lo elevan a una categoría suprema, en la que un cierto dramatismo ocupa posiciones.
En las certeras palabras del catálogo, Alex Fleites subrayaba este importante acierto cuando expresaba: «Tal vez por su figuración tan peculiar de seres sinuosos y zoomorfos, que remite enseguida al mundo de las ensoñaciones infantiles, el espectador se había acostumbrado a situarse ante su obra desde una perspectiva exclusivamente lúdica. Por eso, la carga dramática de muchas de las piezas agrupadas en la exposición, dejó perplejo a más de uno...».
Es que cada uno de los trabajos del artista cubano Vicente Rodríguez Bonachea (La Habana, 1957), constituyen un acceso hacia el naciente del espíritu; como un haz de luz tibia que recorre los espacios más sensibles de nuestro cuerpo. También un juego y un diminuto poema que convocan a un encuentro diferente del hombre con la naturaleza, con sus pensamientos y sus sueños. Son, en pocas palabras, formas pensadas para el disfrute y el deleite de los sentidos, para desintoxicar el cuerpo, y también el alma.
Con sabiduría sensible y eficaz, y ojos de la imaginación, Vicente Rodríguez Bonachea —graduado de la Academia de San Alejandro en l976— recrea las más variadas fábulas sobre los lienzos y cartulinas. De ahí que toda suerte de situaciones puedan ser vividas en sus trabajos, donde se dan la mano animales en metamorfosis, hierbas de una extraña primavera, seres extraídos de sueños, como iluminados por una brillante memoria imaginativa que vibra y hasta respira en la noche. Porque en los territorios de la oscuridad aparece el original bestiario de este creador inspirado, que esconde sus fantasmas (recuerdos y vivencias) en esos fondos inquietantes, familiares, de otra dimensión, en los que el contemplador está «de visita» y, al mismo tiempo, se siente subyugado y próximo al ambiente y a los hieráticos personajes.
Dibujante y pintor de matices, sutilezas, sugerencias y del orden en el caos de los objetos, es de esas personas que se resisten a abandonar los terrenos de la infancia. Como de un juego pictórico o de un catálogo de alucinada mitología, surgen sus piezas adonde propone una cosmogonía personal, de raigambre cubana y al mismo tiempo universal.
Vicente Rodríguez Bonachea sazona la realidad convenientemente con ingredientes variados: fantasía, alucinación, erotismo, historias, sueños, humor, para saltar sobre el límite determinante de su presencia. Desde la morbidez del cuerpo femenino, cruzando el enhiesto mundo sexual y oloroso de las flores; entrando en un bosque de raros árboles donde asoma una fauna lúdica, hasta alcanzar la inflexión del clímax en la aparición de personajes insólitos, descontextualizadores, que añaden descanso a esta serie reciente, todo tiene cabida en las pinturas de Vicente Rodríguez Bonachea, «el mejor retratista de los sueños», como lo calificara un poeta mexicano.
La racionalidad de los elementos
Al contacto con la obra de Vicente Rodríguez Bonachea, uno de los más interesantes creadores que actualmente visten la plástica cubana, enseguida se puede percibir una concepción imaginativa.
No es solo el ojo moderno liberado del yugo de la centralidad, sino la capacidad de síntesis narrativa, sabiendo aprovechar al máximo las sugerencias de lo visible cuando se presenta como una presencia encubridora. El mérito del artista es su eventual comprensión de la especificidad del hecho plástico, enfatizando su concisión, y el sentido de la imagen pintada.
En sus pinturas y dibujos perfila una actitud y un credo estético: el de la racionalidad de los elementos y la síntesis en la representación. Bonachea, como solemos llamarlo los amigos, es un creador diestro y cuajado de sutilezas, que consigue orquestar la figuración en atmósferas variables, siendo su punto de partida la idiosincrasia de lo cubano. Por lo esmerado de la facturas y la función de los detalles, el trazo se mueve en un área en la que comprime sensaciones, integra sensualidad, y suma motivos procedentes de la cultura y los sucesos humanos corrientes (en gran escala los suyos).
En Una oscura pradera... regresa con nuevos bríos artísticos, para entregarnos otra visión de su mismo quehacer, respirando siempre en la nocturnidad, con sus luces y sombras extraídas de tonalidades sobrias, sugerentes que aportan una vital dosis de misterio y hasta concentración a su labor pictórica, que aparece aquí enriquecida.
No caben dudas de que nos regala visiones de viajes interiores que luego traduce con una línea precisa, un trazo vigoroso y hasta transparencias que se acomodan entre las formas, amén de las texturas y el volumen que acerca aquí. Entre ellas, vale la pena mencionar las esculturas e instalaciones que resumen ideas y sobre todo sensaciones-sentimientos profundos de su mirada humana, que ahora «esculpe» con toda intención para señalarnos detalles de la existencia, de la vida propia y ajena, con mano diestra y mucho tino a la hora de decir en arte.
Portadoras de un sólido rigor constructivo, sus creaciones son reflejos de la vida misma, y no solo de una vivencia onírica o de pensamientos, como si el artista, luego de mirar distraídamente hacia el alinde neblinoso del espejo, obligara a su imagen a salirse de él, a desafiar impávidamente una hueste de aparecidos o interrogara soledades, y ya de retorno, con la imaginación transida de quiméricas anatomías y fragmentos de toda índole, el arte del autor comenzara a unir lo disperso y a dispersar lo unívoco en una transmutación en la que clama, se retuerce y vibra el ingenio del artista por ordenar la realidad.
Realidad personal o colectiva que se nutre de leyendas, mitologías y realidades muy propias, donde la naturaleza, la fauna original, la figura ¿humana?, y los signos-símbolos se cobijan en una amalgama compacta por donde se traslucen sentimientos que se metamorfosean como las imágenes.
Sus trabajos reflejan, pues, el alma, repleta de preguntas, anhelos, tristezas y alegrías que se aglomeran en un espacio pequeño semejante a un embrión. Lo mejor que se puede decir de la maestría expresiva de Bonachea es precisamente eso: que nos abre la puerta a mundos por los que la imaginación puede viajar a través del tiempo y el espacio. Lo otro, lo de que emplea lienzo, madera, resina, cristal, poliuretano..., es como basar el talento de un poeta en el número de arcaísmos o de neologismos que utiliza.
Su quehacer responde a la idea de mostrar lo inefable, aquello que no puede ser descrito con palabras por su etérea fugacidad, tan etérea y tan fugaz que se hace casi invisible. Él pinta vida, recuerdos o sueños que pretende recuperar a través de la pintura, pero que no se atreve a mostrar como realidad material. En esta enigmática exposición nos regala algo más que comienza a aflorar en sus adentros pictóricos...