La extraordinaria Sabine Azema, sin dudas una de las estrellas indiscutibles del cine galo, como la pintora aficionada de la película dirigida por Arnaud y Jean-Marie Larrieu Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 04:51 pm
La presencia de Sergi López constituye una garantía para el circuito europeo. El actor español, que trabaja más que todo en el cine francés, interesa sobremanera a los espectadores exigentes, quienes descubren en él a un prodigio de sutilezas, emociones refinadas, sentimientos a menudo encontrados y una extraña intimidad con la cámara. Se recuerdan, particularmente, sus ojos humedecidos durante Una relación pornográfica, donde no sabía qué hacer con el amor inesperado que le suscitaba Nathalie Baye. No era para menos, la verdad.
En Pintar o hacer el amor, filme dirigido por Arnaud y Jean-Marie Larrieu, que acaban de exhibir algunos cines habaneros, Sergi interpreta un personaje repleto de matices: un alcalde de un pueblo francés; ciego, pero que no hace de la ceguera un drama ni una patología; eróticamente audaz, hasta la desfachatez y el disfrute más pleno. Un personaje a su medida, y, cierto, lo borda y lo desborda.
Tiene como contraparte nada menos que a Daniel Auteil, verdadero «elefante» del cine francés. Auteil es un actor robusto como un árbol viejo y sabio. Expresada siempre desde la rigurosa economía gestual, posee una consistencia emocional que lo evangeliza como uno de los intérpretes más sólidos del cine europeo. Auteil mueve una pestaña y un terremoto se siente a sus pies. En Pintar o hacer el amor hace un meteorólogo en retirada, a punto de la jubilación, pero que no pierde las ansias de volver a empezar la vida y de descubrir nuevas experiencias en el apetito erótico, en la comunicación con su esposa, como con el resto de los humanos. Sin límites.
¿Y quién es su esposa, además de una pintora aficionada? Sabine Azema, ahora mismo la veterana más codiciada del cine galo, luego de Isabelle Huppert. Los que la vieron en Corazones, del maestro Alain Resnais, habrán reconocido el arte de una actriz maravillosa, con una destreza especial para los tonos tragicómicos, para la sinceridad y las transiciones emocionales. Si la Huppert es la reina de la severidad elocuente, la Azema es la emperatriz de la emoción encauzada con arte, con delicadeza, con inteligencia a la hora de encontrar lo cómico de lo trágico, o lo patético dentro de lo hilarante.
Con una cuarta pata muy profesional en el desempeño de Amira Casar, es este el cuarteto de lujo con que nos seduce Pintar o hacer el amor, película colmada de preciosas canciones francesas, mucho vino derramado al buen postor, y un uso maduro e intencionado del diálogo subjetivo. Las actuaciones resultan ya una razón de peso para no perderse la película, pero hay bastante más.
Madeleine (Azema) y William (Auteil) son de esos que estiman que entre dos está bien pero con más no quedaría mal. Ellos han llegado a un momento de la relación en que comienzan a sentir el cansancio, el vencimiento de los años, el pliegue. Pero se aman; se aman turbadoramente; eso está fuera de la menor duda. Y descubren un día, un buen día, que pueden invitar a otras parejas a que hagan parte de sus vidas, por qué no. Madeleine y William son las antípodas del egoísmo: no son tacaños; ellos reparten. Vamos, que se alquilan para soñar.
Dos virtudes fundamentales asisten a esta tendencia a la cabalgata cuatripartita: primero, la extraordinaria inteligencia fílmica con que se nos presenta la audacia. Ello es: sin palabrería, sin demasiada filosofía explícita; con acciones sutiles, fluidas, orgánicas, que no se ufanan altaneramente de su osadía; con la naturalidad con que un río corre. Cuando Adán (López) va a desanudar la ligazón entre los cuatro, simplemente dice a Madeleine: «¿Subimos?». La alcoba aguarda. Los ojos de William se desorbitan solo durante segundos, porque el encanto de Eva no espera menos... Y dos: la belleza y la limpieza de estas relaciones nada peligrosas, donde los cuartetos, duraderos o fugaces, cruzan órganos y sentimientos, caricias y emociones. Alma y cuerpo no están en ellos separados. La vieja disputa metafísica encuentra entre todos el comodín perfecto. No viven experiencias meramente sexuales, sino sensuales, con involucramiento de los afectos y del amor plural. Encuentran a Otros que también buscan a Otros; se trata, en lo esencial, de un asunto de comunicación.
Claro, nada es fácil. No piense nadie que tanta apertura de mente y cuerpo no tiene su precio, no suscita su consternación. Cuando se agradece lo nuevo, lo que llega a reenergizar, ¿cómo queda lo que se tiene con seguridad? ¿No queda expuesto, como desprotegido; a expensas de qué o quiénes? Posesión y propiedad siguen siendo temas consustanciales a todo este tipo de pruebas a que se someten los humanos. Pero ya decía que el filme tiene la habilidad de no hablar de eso, sino referirlo mediante acciones propiamente. Digamos, después de la primera apertura de la propiedad privada hacia la colectiva, Madeleine y William sufren un accidente que expresa mejor que nada el atolondramiento y la conmoción que implica para ellos ceder al Otro, compartir al Otro. Huele a peligro y lo saben. Sin embargo, la mediocridad de la existencia es peor.
La hermosura y la delicadeza de la exposición resultan enternecedoras. Es esta una película donde uno se pasa todo el tiempo emocionado, más que sobresaltado. No hay el menor grosor en nada. Si alguien extravió un paradigma gráfico de lo que es la elegancia, que se vaya urgente al cine, a ver Pintar o hacer el amor. La recomienda alguien convencido de que el amor y el sexo entre dos continúa siendo algo maravilloso; el mismo que, al propio tiempo, no se resiste a la evidencia de que la vida es bastante más ancha que cuanto se abre ante sus ojos. Así permanecen los personajes de Pintar o hacer el amor: atentos a cuanta experiencia pueda ensancharles los días.
Hay dos momentos especialmente hermosos en el filme. Uno de ellos tiene lugar cuando el matrimonio recibe en casa a otra pareja, esta más joven, y la muchacha pide ir al baño. William la acompaña, suben, la muchacha lo invita a entrar, él observa cómo ella se desnuda para orinar, disfruta enormemente el tiempo en que la joven orina, y luego la seca con una toalla. La escena parece una pintura del Cuty. Es bellísima, sencillamente. Dejemos a un lado la santurronería, que, entretanto, nos perdemos experiencias de comunicación, sensaciones, aprendizajes por encima del bien y del mal, al alcance de la mano.
Otra escena de culto acontece cuando Madeleine y William acaban de hacer el amor con otra pareja (que estos personajes se llamen Adán y Eva sí denota un gusto incierto, por lo trasnochado del simbolismo) y ante la belleza del paisaje, los olores y los sonidos naturales del amanecer afuera, se acarician los cuatro y estrechan lazos de cariño, de afecto, de necesidad sensual y humana. El deseo es tierno, limpio, conmovedor.
En este punto de la crítica, mi lector debe estar pensando en el final del filme; lo sé. Una película así solo tiene dos caminos para cerrar: Madeleine y William «degeneran» esas prácticas hasta convertirlas en un deporte gratificante; o Madeleine y William, con los Otros, refuerzan, ennoblecen y renuevan su propia relación. ¿Qué creen ustedes que suceda? En caso de lo segundo, ¿Madeleine y William «utilizan» a los demás? Bueno, y los demás, ¿no los «utilizan» a ellos? Hay utilizaciones y utilizaciones. Las que hacen daño, las que dan pena, quedan sin lugar; pero las que mejoran la vida a todas las partes, ¿no merecen acaso todo el respeto y la atención del mundo?
Jamás vi una película tan valiente expresada de modo tan poco adolescente y arrogante, al punto de que se la recibe como si se asistiera a un cumpleaños. Jamás vi película tan refinada, tan tenue, al abordar asuntos que podrían tildarse de «escabrosos». No crea mi lector que se la ve con desasosiego, con la boca abierta. No. Se la disfruta con la paz que reporta comprender cómo la vida es una avenida profunda, larga y espaciosa, y que la felicidad depende de la agudeza con que sepamos renovar el diálogo, lejos de la menor estrechez o de cualquier moralismo.
La vida es lo que está pasando mientras la moral censura. La ética es otra cosa. La ética sí resulta sagrada. Los personajes de Pintar o hacer el amor, sin manifestarlo, sin tener que confesarlo a cámara, poseen un concepto altísimo de la ética: ellos quieren compartir su amor, en la certeza de que el prójimo no está nunca suficientemente próximo.