Gerardo Alfonso en el concierto de Bellas Artes. Foto: Jorge Villa El más reciente concierto de Gerardo Alfonso en la agradable sala del Museo de Bellas Artes (excelente acústica y no menor calidad en la climatización) confirmó que el artista se renueva siempre para bien y que se hace difícil (entonces) elegir etapas e incluso canciones dentro de tan coherente trayectoria; que el suyo es uno de esos jardines donde la mala hierba no crece, pero sí hay flores, y bien perfumadas, como demuestra su proyecto Té de jazmín.
Antes, presentado por el director del proyecto (el trovador Enrique Núñez Díaz) y el del Centro Pablo de la Torriente Brau, el poeta Víctor Casaus, tuvo lugar la premier mundial del documental Gerardo, el otro y el mismo que, auspiciado por esa institución y el Canal Educativo 2, dirigiera Mitchell Lovaina. Notablemente editado, con efectos que evidencian olfato fílmico (segmentos de fotos sincronizados en la imagen con acordes musicales, encuadres y planos ingeniosos), el filme tiene un defecto que, como reza el dicho, le coge el cuerpo entero: al joven realizador lo único que parece interesarle respecto al artista, es su cambio de imagen mediante el pelo, desde el «look rasta» al cabello corto o el término medio, con las respectivas argumentaciones de Alfonso acerca del porqué de tales transformaciones en diversos momentos de su carrera, y cómo ninguna apariencia define en realidad otros aspectos verdaderamente esenciales de vida y obra.
No es que sea objetable, ya se sabe, cualquier aspecto seleccionado por un cineasta de la figura elegida para su documental, pero en este caso se lamenta que el énfasis deviene redundancia y, sobre todo, que una personalidad y una poética tan apasionantes, ricas y sugerentes como las de Gerardo Alfonso, se reduzcan a una única (y para nada tan importante) parcela.
Afortunadamente, un concierto como el que siguió sí resultó suficientemente locuaz respecto a la carrera de Alfonso, al dejar en claro la valía del artista: la permanente reinvención del músico, del que siempre he admirado, entre otras virtudes, esa amplitud referencial en tanto solfas, y, respecto a las letras, esa conjugación sabia entre un lenguaje popular y una expresión poética para nada reñidas. En este sentido tomó de veras cuerpo el título del documental, que entonces cuadró mejor al concierto: Gerardo es el mismo y a la vez siempre otro (s).
Si su voz de peculiar timbre siempre ha dicho muy bien sus creaciones, resulta saludable que ahora alterne con jóvenes y encantadoras mujeres de su grupo que, además de estar excelentemente dotadas también vocalmente, ejecutan instrumentos; de modo que se abren otros horizontes, otras perspectivas a la música de Alfonso, mediante estos jazmines del agradable té vespertino que nos sirvió la sala del Museo Nacional.
Nidia Crespo, a la vez competente bajista, sobresalió en La pantera, jazzeada y llena de encrespamientos que obligan a una modulación con todas las de la ley; Yaniuska Rodríguez, segura y audaz en la ejecución de vientos (sax, flauta) trajo su versión de una pieza que ya su autor incluso grabara en un CD: Nuevos caminos, haciendo honor al título al pasearse ufana por los difíciles intervalos de esta suerte de zamba rockeada; por su parte, más idónea para el pop y el rock, con un envidiable registro alto, Dunia Correa (quien también se maneja muy bien con las guitarras) se lució Sacando fuego.
Mas afortunadamente, el cantautor no deja de serlo, y así recibimos piezas viejas y nuevas (o renovadas) al estilo de Paranoico, Y si te quieres divertir, El revólver o la imprescindible Sábanas blancas. Valga anotar entre los estrenos (o al menos lo que aún no conociera el crítico), otras de las originales incursiones por un tipo de canción erótica que se precia de elegante sin perder (todo lo contrario) un ápice de sensualidad (La droga mía), la dualidad sociocultural que implica la impronta yanqui (Comiendo del pastel americano) y, entre lo ya clásico, esa balada de altos kilates que es Giovanna, con el sensible y arpegiado piano del cantautor, o esa versión posmoderna, entre irónica y reverente a la novela El perfume, best seller de Patrick Suskin.
Cuando uno disfruta este amplio y frecuente Gerardo, tiene que perdonarle cosas muy menores, donde el «encargo» asoma la oreja peluda y el lugar común aflora, como el tema del programa de TV Cuando una mujer (Se puede ser).
No puede obviarse el resto del grupo, tan cómplice en los resultados estéticos de cada entrega: la dirección musical del pianista Roberto Castellá complementa la información sonora del compositor, diseñando complejos mundos armónicos que mezclan y desgranan los más diversos ritmos y géneros, tanto foráneos como locales; Juan Carlos Otero y Rodolfo Terry saben dar a todo el andamiaje percutivo acentos muy personales (el primero al oportuno cajón flamenco, el segundo a los drums).
Concierto representativo de un artista negado a bajar el mínimo peldaño de su siempre ascendente vuelo, le agradecemos también los jazmines de un té —como en aquella película—, pletórico de simpatía.