Una de las mejores instructoras de arte del país, una muchacha que salió de un barriecito desconocido, cuenta algunas de sus anécdotas a JR
JIGUANÍ, Granma.— Hace varios años muchos no hubieran creído aquella historia en El Bolo, un caserío casi sin memoria, situado a ambos lados de una carretera de curvas y pendientes.
Pero ahora, después que han visto las páginas deliciosas escritas por Lorianne Rodríguez Batista, la mayoría allí cree que lo quimérico puede volverse terrenal... aunque cueste luchas y nervios.
Ella, una muchacha de 22 años, sorprendió a esa comunidad ignota cuando en octubre de 2005 sus vecinos la vieron por televisión en la Ciudad Deportiva, al lado de Fidel, leyendo el compromiso de los 3 000 miembros de la segunda graduación de la Brigada de Instructores de Arte José Martí.
Un asombro mayor vino después cuando se enteraron de otro suceso: por los resultados escolares y extradocentes había sido seleccionada para participar, como integrante de la delegación cubana, en la III Cumbre de los Pueblos, celebrada en Mar del Plata, Argentina.
También se maravillaron al saber que sus méritos como estudiante la habían catapultado al VIII Congreso de la UJC, en 2004. Y que, también por eso, mereció la medalla Abel Santamaría, otorgada por el Consejo de Estado a propuesta de la Unión de Jóvenes Comunistas.
Pero esos estupores en El Bolo no nacieron porque Lorianne hubiese sido antes una descarriada. Sucede que jamás en la vida, ni siquiera en sueños, había estada ligada al mundo del arte; y tales saltos, por supuesto, pasmaron a más de uno.
Lorianne Rodríguez Batista. «La primera que se maravilla ahora, al repasar mis pequeños triunfos, soy yo. Nunca toqué guitarra, tampoco canté, ni siquiera en el baño», confiesa con una sonrisa pícara esta chica que hace unos meses estuvo entre los nueve instructores de arte del país que recibieron, en acto solemne, el Reconocimiento Especial de la Brigada José Martí.
«Yo aprobé las pruebas de aptitud de ritmo y melodía no sé cómo. Parece que tenía un bichito dentro», dice sobre sus inicios en 2001, un año en el que debió lidiar con su mamá, quien quería que estudiara Psicología o Derecho.
«Pasé tanto trabajo en la escuela al principio que muchas veces lloré a solas. Vivía detrás de los profesores y de los compañeros que sabían un poquito más para que me enseñaran. Me pasé noches enteras estudiando y ejercitando. ¡Y no fue en vano!».
Algo muy cierto: al terminar su último curso se llevaba el pergamino de mejor graduada de la escuela de instructores de arte Cacique Hatuey. «Fue una cosa linda, que me hizo recordar muchos momentos, como la vez que temblé de miedo cuando tuve que cantar por primera ocasión en un acto público».
Aunque quizá lo más hermoso en la existencia de Lorianne, aparte del abrazo a Fidel en 2005, fue el retorno a la escuela primaria Camilo Cienfuegos, la misma de sus primeras clases en El Bolo.
«Ese reencuentro con mis antiguos maestros fue muy emocionante. Llegué, como instructora de arte, a llevarles a los niños lo que yo no tuve en mi infancia. Y una de mis alumnas fue mi propia hermanita. Imagínense...
«En los primeros encuentros aquellos alumnos tímidos se me escondían detrás de la puerta, se asustaban, no querían proyectarse en público. Pero cuando empecé a impartir los primeros talleres, a enseñarles a bailar y cantar, todo cambió. Después varios de ellos concursaron con entusiasmo en festivales a distintos niveles».
Sin embargo, los azares del destino llevaron a esta muchacha a abandonar El Bolo. Su novio la «raptó» para Jiguaní, un lugar en el que también dejó su magia, especialmente en el Centro Escolar Conrado Benítez. «Nunca me olvido de mi raíz, y cada vez que puedo me doy un brinquito por allá», subraya.
Aquí, en Jiguaní, también ha tenido experiencias fantásticas, como las vinculadas a algunos niños que hacían rechazo a la escuela y hoy son bastante aplicados al estudio, gracias a «la Profesora de Música», como le llaman cariñosamente.
«De todos los casos el que más me ha llegado al corazón, fue el de una niña que pasaba su tiempo amargada y triste. Estaba en un hueco emocional y sin perspectiva alguna en la escuela: había muerto su abuela —quien la había criado—, las condiciones de vida en su casa no eran buenas, tenía otros problemas personales...
«Sin embargo, después que empecé a relacionarme con ella y hablarle del arte, dio un cambio extraordinario. Avanzó en los contenidos docentes, se motivó, salió de aquella situación de desconsuelo. Ahora ya está en la Secundaria y me sigue mirando como una madre».
Y hablando de hijos: Lorianne ya tiene el suyo. Nació en noviembre y se llama Raciel Humberto. «Por la licencia de maternidad apenas he podido trabajar en este curso; pero ya me estoy alistando para el próximo. Echo de menos a mis talleres, a mis alumnos, al ejercicio de esta profesión tan bella», acota, para despedirse con dos aclaraciones.
La primera: hoy su mamá pasa los días orgullosa, la apoya en todo y se alegra infinitamente del camino de Lorianne, el que no compartía en principio. La segunda: «Viva donde viva —nos dice— yo seguiré siendo aquella guajirita sencilla y sin “humos” del barriecito de El Bolo».