No sé si el 12 de enero de 1969, cuando asomaste tus ojos al mundo, a las 11:45 p.m., te asistieron personas normales o las Cachitas, esas brujas gallegas aplatanadas en Cuba. Quizá fueron tus tías, mujeres dulces, amorosas, cultas y llenas de fantasía, quienes junto a tu madre —quien te legó la determinación y el coraje—, te concedieran la llave mágica de andar por la vida con la lectura a mano. Debe haber obrado en ti el bienhechor y poderoso sortilegio de tu tía Bella, fiel amiga y confidente, auténtica hada de Garabulla o Mimundo —reinos que compartes con tus lectores y donde huyes del mundanal ruido, que tampoco te es ajeno siendo editor de ¡Ahora! y Ámbito. Poco interesa si las tías o las brujas, pero enseguida tropezaste con Había una vez, las aventuras del oso Yogui y una colección de preciosos libros españoles. Recuerdas la serie El maravilloso país de Surán, ubicada en un reino imaginario y cuyas ilustraciones parecían cuadros del David de Marat en la bañadera. Con justicia piensas que en la literatura infantil y juvenil, a veces se confunde el valor de la ilustración. Te divertiste a morir con Rompetacones, Nadasabe y sus amigos, El viejo Djin Jottabich, Emilio y los detectives, El maravilloso viaje de Nils Holgersson, Matilda y El cochero azul. Te conmovieron Oros viejos y Flor de leyendas. Ya estabas listo para batirte, cual adalid de adarga inquieta, con Verne y Salgari y descubrir la sensualidad con Las mil y una noches y El Decamerón. Entraste en la adolescencia con Isaac Asimov y Conan Doyle. Llegabas a tu biblioteca escolar (antes iglesia cuáquera), y agarrabas cualquier libro. Así leíste la Biblia, Dafnis y Cloe, bolsilibros de Dale Carnegie, manuales de primeros auxilios. Por eso de «grande» —¿lo eres? ¿alguna vez lo somos?— relees obras que alguna vez te gustaron. Con los años —y como eternamente nos sucede— lees menos y relees más. Pero de «viejo» prefieres Piñera: prosa, poesía y teatro; Bradbury otra vez, Bryce, Eco, Yourcenar, Vargas Llosa, Borges, Manuel Puig y Cortázar; y claro, te fascina Shakespeare... En fin, una lista de divinos «juguetones». Será por eso que solo lees aquella literatura infantil que te despierta al niño. No soportas lobos disfrazados de abuela o de Mamá Cabra.
Quien como tú escribió libros de adultos, ¿por qué inclinarse hacia la literatura infantil? No te lo has propuesto, dices pensativo, sencillamente vino. «El niño que vive dentro, me pidió un libro y así nació Mimundo. Lo escribí durante una semana en un curso de superación. Nada me estimula más la imaginación que una clase o reunión aburridas. Como Mimundo es un libro demasiado triste, luego vino el humor con El garrancho de Garabulla y los demás.
«Creo que voy hacia esta literatura por mi tendencia a la fantasía. Incluso en mis historias «adultas» hay siempre un elemento lúdico, gozoso. El hombre, además de sapiens, es ludens: un jugador. Y según la ciencia, el juego es una señal de raciocinio. Solo los animales inteligentes juegan. Estas lucubraciones son evasivas porque no sé qué responderte». Pero, ¿te sientes cómodo en ambas perspectivas, Rubén? «Son trajes que me quito y pongo a voluntad. Espero no confundirlos alguna vez, aunque a veces no recuerdo cuál llevo puesto. Tampoco quiero que me pase como al emperador del cuento. Tengo la esperanza de que mis amigos me avisen a tiempo de que voy en cueros».
Crees con justeza que es un vicio del periodismo preguntarte siempre para quién escribes y tratar de ser coherente. No te lo tomas como limitación, existen códigos y fronteras entre una y otra literatura. No les haces a los niños un cuento sadomasoquista. Aunque bien me recuerdas que históricamente en los cuentos infantiles hay un cruel trasfondo: los cerditos achicharran al lobo feroz y Hansel y Gretel cocinan a la bruja; para problemas de autoestima nada mejor que El patico feo, y en Blancanieves aparecen cuatro intentos de homicidio; la madrastra de Cenicienta se le escapó al Marqués de Sade. ¿Y qué decir de personajes que desaparecen y nadie los ve nunca más? Cuando niño te espantaba el destino de esos infelices que ya no estaban en la página siguiente. Coincidimos ambos en que tampoco puedes venirles a los adultos con una fabulilla infantil. Sin embargo, a la hora de escribir asumes una gran verdad: a todos nos gustan los cuentos. Desde su nacimiento, la Humanidad no ha hecho otra cosa que contar. Les han llamado Historia, Filosofía, Religión, pero siempre han sido cuentos. Me recuerdas que lo dijo Antonio Gala: el periodismo es una excelente gimnasia. Enseña síntesis, sintaxis y humildad, esta última teniendo en cuenta uno de los probables destinos de cualquier periódico. En literatura, todos somos deudores, porque estamos escribiendo la misma historia, desde el principio de los tiempos. Cada texto se inserta en un metarrelato cósmico: la gran aventura de la Humanidad. Pero, si de deudas se trata, asumes que ahí están el absurdo de Piñera, la nostalgia despojada de Ray Bradbury, los reportajes del norteamericano Tom Wolfe, las novelas históricas de Robert Graves, el humor de Mark Twain y del cubano Marcos Behemaras, un pelín de Cortázar, una pizca de Lezama, un par de cohetes de La Edad de Oro de la ciencia ficción, algún cadáver que se le escapó a la Christie, y hasta una maceta de mamoncillos de Nersys Felipe... También algún montaje robado al cine, un capítulo de telenovela y quizá un par de cuadritos del cómic. Uno es lo que lee, me dices. «¿Qué podemos hacer si los griegos lo inventaron todo? Ha corrido mucha intertextualidad bajo el puente para pretender la originalidad. Ya nada lo es, ni el pecado. ¿Me guardarás el secreto de confección?».
A esta altura de nuestra conversación, debo preguntarte: ¿Cómo concibes a un autor para niños? Y al punto me dices que como un niño travieso que escribe muy bien. ¿Qué atributos morales piensas que debe portar consigo un buen libro infantil? Ser honesto, sin proponérselo, dices al punto. Fracasa todo lo que es un fin en sí mismo.
Te veo tan indeciso cuando pregunto: ¿si debieras salvar diez libros de un naufragio? «Me ahogaría escogiéndolos». Pero alegra oírte decir que salvarías Los mitos griegos, de Robert Graves, y correrías a la cola de los botes. Tu modestia te impediría tomar un libro tuyo, pues solo así «podría escribirlo de nuevo». Me parece magnífica tu idea de que «lo mejor sería encontrarte con los náufragos de otras entrevistas y entre todos armar una buena biblioteca en la isla, porque para cada náufrago hay una isla». Por eso tu historia ideal es esa que siga las infalibles 33 funciones del ruso Vladimir Propp, sobre los cuentos clásicos, y que no se le note y está claro que si se te diera nacer en Garabulla por supuesto que reencarnarías en Ernesto.
—¿Te sientes un autor puramente holguinero?
—Uno es de algún lugar, de Neverland o del Quinto Pino. Funciona como una reafirmación. Desde el terruño se puede alcanzar la universalidad, pero es difícil. Por eso un novelista como Soler Puig es considerado solamente, por algunos, como un autor santiaguero. ¿Te acuerdas de Alicia? Ella pregunta sobre los insectos del Espejo: «¿De qué sirve que tengan nombres si no responden cuando los llaman?». Y el mosquito le contesta: «A ellos no les sirve de nada, pero sí les sirve a las personas que les dan los nombres». No asumo mi gentilicio con un sentido peyorativo. Incluso, no soy siquiera de la ciudad de Holguín, sino de un pueblecito que queda cerca y se llama Floro Pérez, aunque en los mapas viejos aparece como San Marcos de Auras. Pretender la trascendencia es una petulancia. Para curar el ego pienso en Stephen Hawking y la muerte térmica del Universo, en el Apocalipsis según San Juan o en el trunco calendario maya, que es lo mismo, pero con plumas verdes. O en esos meteoritos que atraviesan el cosmos como pedradas de Dios, descuajeringando mundos. Dice una amiga que el hombre es un parpadeo entre dos eternidades.