La edición del concurso correspondiente al 2006 invitaba a los jóvenes a redactar el final del relato La Pantera, del escritor mexicano Sergio Pitol, Premio Cervantes 2005.
Un jurado constituido por los ministerios de Educación y Cultura, la Unión Latina y nuestro diario evaluó los trabajos enviados y eligió ganador el relato de María Carla González Pérez, de 17 años, quien estudia 3er. año de Teatro en la Escuela de Instructores de Arte Eduardo García Delgado, en Ciudad de La Habana.
A todos los participantes en el concurso, nuestras felicitaciones por el formidable esfuerzo realizado.
LA PANTERAPara Elena Poniatowska
Ninguna de las magias que atravesaron mi niñez puede equipararse con su aparición. Nada de lo hasta entonces concebido logró confundir tan soberbiamente refinamiento y fiereza. En las noches siguientes imploré, divertido, al final impaciente, casi con lágrimas, su presencia. Mi madre repetía que de tanto jugar a los bandidos acabaría por soñarlos. En efecto, al término de unas vacaciones la persecución y la infamia, el coraje y la sangre frecuentaron mis noches. En esa época ir al cine se reducía a disfrutar una sola película con ligeras variantes de función en función: el tema invariable lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las huestes del Eje. Una tarde de programa triple (en que con indecible deleite vimos llover obuses sobre un fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios se diluían en una inmensa vertiente de fuego; épicos juramentos de amor, penumbra de refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Veronica Lake resistiendo impasible la metralla nipona mientras un grupo de soldados heridos era evacuado de un rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos despedazados y cráneos de enfermeras me lanzaran sobresaltado a buscar amparo en la habitación de mis hermanos mayores.
Con plena conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie divertían. Remplacé el consuetudinario antagonismo entre policías y ladrones o el nuevo, y consagrado por el uso y la moda, entre aliados y alemanes por el de otros fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras sorpresivamente atacaban una aldea, cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y furia al ser atrapadas por cazadores implacables, combates encarnizados entre panteras y caníbales. Pero ni ellos, ni la frecuencia con que leía libros de aventuras en la selva hicieron posible que la visión se repitiera.
Su imagen persistió durante una temporada que no debió ser muy larga. Con indiferencia fui comprobando que la figura se volvía cada vez más endeble, que mansamente se difuminaban sus rasgos. El flujo atropellado de olvidos y recuerdos que es el tiempo anula la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria. A veces me apremiaba la urgencia de escuchar el mensaje que mi torpeza le había impedido transmitir la noche de su aparición. Aquel bello, enorme animal, cuya negrura brillante desafiaba la noche, trazó un enorme rodeo en torno a la alcoba, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal movimiento me inspiraba, las volvió a cerrar agraviado.
Salió de la misma nebulosa manera en que había aparecido. Durante días no cesé de echarme en cara mi falta de valor. Me reprochaba el haber podido imaginar que aquella hermosa bestia tuviese intenciones de devorarme. Su mirada era amable, suplicante, su hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre para la caricia y el juego. Nuevas horas se ocuparon de sustituir a aquellas. Otros sueños eliminaron al que por tantos días había sido mi constante pasión. No solo llegaron a parecerme tontos los juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar con precisión la causa que los originaba. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme en el cultivo de la letra y en el apasionante manejo de colores y líneas.* aquí comienza el ejercicio de «terminemos el cuento»
FINAL DEL CUENTOEl dibujo me deleitaba especialmente y, en la misma habitación donde antes me habían aterrado sueños febriles de banderas rojas y humeantes de sangre, ahora mi mano creaba figuras fantásticas, conjugadas en un derroche de matices y formas. A veces trazaba inconscientemente formas oscuras y difusas que me eran vagamente familiares al contemplarlas de pronto, pero que luego perdían todo sentido.
Transcurrieron así los meses, algunos años, hasta que una noche cualquiera regresó. Desde mi ventana la vi surgir de entre la niebla con el mismo paso imponente y magnífico. Inmóvil, extasiado, dejé que la visión penetrara, me invadiera hasta romper la barrera del olvido que el tiempo había levantado. Todas las emociones que había despertado su primera aparición me inundaron como un torrente inacabable. Anhelante, dudé en acercarme, temiendo que, orgullosa, la bestia no me permitiera acariciarla después de la injuria que mi temor le había ocasionado tanto tiempo atrás. Sin embargo, inclinó dócilmente la cabeza, como si también hubiera estado deseando el saludo piel a piel. Corrí hacia ella y extendí las manos para palpar al fin su pelaje aterciopelado; entonces vi que estaba herida, que la espesa negrura de su piel estaba rota, maculada de rojo. Posó la cabeza sobre mi rodilla como pidiendo perdón por haber demorado tanto el encuentro. Clavó en mí sus ojazos apagados para no permitir que el tiempo me volviera a arrebatar su presencia. Supe que iba a presenciar una muerte diferente, no como aquellas fílmicas de espectrales, crueles, terribles imágenes, sino el suave adiós de un amigo.
Permaneció así por largos segundos, o minutos o siglos. Luego se incorporó y, con una última mirada, se volvió para internarse nuevamente entre los arbustos y la maleza, dejándome solo, con la garganta atorada de palabras no dichas.
Con pasos aturdidos regresé a mi cuarto, y por largas horas dejé que mi vista se extraviara en el impreciso punto donde había desaparecido la pantera. Así permanecí unos días, mientras continuamente visiones y recuerdos acudían a mí y luego me abandonaban. Aterrado, comprendí que nunca olvidaría la sensación que su regreso había generado, pero que otros sucesos volverían a tragarse nuevamente sus ojos, su magnífica figura. Decidí entonces no permitir que esa imagen se desvaneciera inútilmente y, con el auxilio de pinceles, colores y líneas, la atrapé para siempre en una pared de mi habitación.
*Extraído del libro Los mejores cuentos, de Sergio Pitol