Burlando cercos. Autor: Adán Iglesias Publicado: 26/12/2024 | 08:52 pm
Eran las 11 de la mañana del 28 de diciembre de 1958, cuando tres jovencitos —casi niños— penetraron en la casa de un conocido politiquero batistiano nombrado Rosendo Arteaga, alias Chendo, en la calle Fernando Zayas No.266, entre Bella Vista y Benavides, en La Vigía, Camagüey… una casona de las grandes de la ciudad de los tinajones.
Albertico, junto a sus amigos Carlos y Rafael, ya habían reconocido el lugar con anterioridad, por lo cual atravesaron un solar yermo por la tapia de la pared posterior de la casa y, sin mucho trabajo, entraron por la parte superior de una puerta que se comunicaba con la sala. Al inicio, caminaron dentro con mucha precaución, hasta cerciorarse de que no había nadie. En realidad, casi siempre estaba vacía pero no era descabellado asegurarse. Al parecer el dueño solamente iba por las noches y, según Albertico, debía trabajar en algo relacionado con la prensa.
La casa no tenía muebles. Siempre les había llamado la atención ese detalle. Quizá por eso Chendo no hacía vida allí y solamente se aparecía en las noches para trabajar o dormir. Lo que sí había en la casona eran unos grandes cuadros colgados en las paredes con fotos del dictador y otros defensores del régimen.
Los tres iban en silencio y, una vez que comprobaron que podían realizar su acción sin problemas, la orden de ataque fue espontánea con el propósito de dar un golpe a un batistiano en el centro de la ciudad. Fue así que rompieron varios cuadros de la sala con fotos de Fulgencio Batista y su esposa, uno de ellos con un marco en forma de estrella.
El trabajo mayor lo pasaron en el primer cuarto, con un cuadro inmenso de un lienzo muy fuerte que tenía la imagen de la «primera dama», figura que tan mal sabor dejaba en las madres cubanas cuyos hijos había asesinado su esposo, y en los miles que no tenían un plato de comida para sus pequeños. Albertico, Rafael y Carlos pensaban en el sufrimiento de tantas familias cubanas en aquellos años de dictadura, y con más fuerza desgarraban marcos, cartulinas, lienzos…
Finalmente, decidieron dejar una huella para que no hubiese dudas de quiénes habían estado allí. No eran unos simples ladrones o jóvenes revoltosos: era la Revolución. Por eso pintaron bien grande en una pared de la sala y con carbón Viva Fidel y el M-26-7.
Antes de salir, prendieron fuego a una cantidad considerable de propaganda política a favor de Batista que guardaba Chendo. El humo comenzó a apoderarse de la sala que tenía las ventanas herméticamente cerradas, y los tres jóvenes salieron por donde mismo entraron antes de que se dieran cuenta en los alrededores. Cada cual tomó un rumbo diferente para evitar ser capturados. Albertico, que había dado la vuelta y se había situado en una tienda a menos de una cuadra del lugar de los hechos, pudo ver con satisfacción desde allí el corre-corre por la humareda y a los vecinos tratando de apagar el fuego.
Aproximadamente una hora después se presentó en el lugar un jeep con cuatro soldados del ejército. Iban armados, dispuestos a escarmentar a los culpables. Sin embargo, por más vueltas que dieron y buscaron con desespero, no hallaron ni una pista ni a los autores. Ningún vecino supo qué decir. Los letreros dibujados con carbón en la pared eran la prueba de que los revolucionarios estaban en todas partes ya.
Albertico lo vio todo desde su posición. El temor de ser aprehendido era menos que la satisfacción de haber protagonizado una acción en contra de la tiranía. Mientras veía salir el humo y escuchaba los gritos de los vecinos, recordaba la primera vez que oyó hablar de Fidel y que lo escuchó cuando la edición príncipe de La historia me absolverá; y la segunda luego, durante una estancia con la familia en la capital, cuando lo volvió a ver en una publicación de la revista Bohemia en 1956, al asegurar que ese año serían libres o mártires.
Desde entonces, asumió que junto a aquel hombre valía la pena luchar, que valían la pena los riesgos por los demás y por la patria; y, a pesar de su corta edad, se sumó al Movimiento para ayudar en todo lo que pudiera: comenzó con propagandas clandestinas, pequeñas encomiendas, de mensajero, y luego otras misiones en la imprenta donde trabajaba para ganarse la vida a pesar de ser solo un adolescente. Recordaría a su jefe, Tony Ginestá, a Alfredito Álvarez Mola; en cómo después de la Huelga del 9 de abril se quedó solo, por la captura o asesinato de valientes jóvenes del 26, otros que tuvieron que pasar a la más absoluta clandestinidad o subir a la Sierra, y entonces decidió actuar por su cuenta.
Sabía de un Frente guerrillero en Camagüey que había iniciado hacía poco tiempo…, pero él estaba allí, con 14 años, en plena ciudad, sin apartarse de las ideas rebeldes y las inspiradas por las victorias de los barbudos de Fidel en la Sierra. Quería hacer cosas, ayudar… sabía que cualquier acción por pequeña que fuese, contribuiría a la caída de la tiranía batistiana, y estaba seguro de que había que hacer de todo en cualquier lugar.
Cuando el jeep de la policía se fue sin hallar a los culpables del incendio, Albertico salió de la tienda y se fue caminando en dirección a su casa como si nada hubiera sucedido. Iba seguro de que había burlando un nuevo cerco.
La Revolución Cubana triunfaría pocos días después con la fuga del tirano. Fidel recorrería el país en una caravana inolvidable, y allí en Camagüey, entre la multitud que salía a recibirlo, estaban aquellos jóvenes, casi niños, que también habían luchado, aunque él no los conociera.
Sesenta y seis años después, Albertico ya es Alberto… siguió combatiendo cerquita de Fidel, y conserva la Bohemia con la cual se convenció de que su camino estaba en la lucha junto a él. En combate continúa y acaso por la extrema modestia que lo caracteriza —y lo comprensible de esto si tenemos en cuenta que hubo muchos que también hicieron su aporte y son desconocidos—, nunca cuenta sus cosas: prefiere guardarlas y compartirlas solo si es necesario para retomar el brío…
Como ahora, que me permite publicar con nombres, pero sin apellidos, para que los jóvenes de hoy y los de mañana comprendan que la Revolución es más grande que uno mismo, que costó sangre y sudor a generaciones enteras, y que siempre necesitará de cada uno de nosotros para asumir todos los riesgos por Cuba y luchar hasta la victoria; porque ellos lo hicieron, y demostraron que no existen imposibles para el aguerrido pueblo de Martí y Fidel.