Foot cover de Noticia Autor: Juventud Rebelde Publicado: 11/08/2022 | 09:32 pm
En esta hora de Cuba es inevitable volver a la pregunta que hace casi seis años, remando su discurso en medio de doloroso tsunami, nos hacía en La Habana el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega: «¿Dónde está Fidel?». El amigo preguntaba una y otra vez, retóricamente, y todos hacíamos un inventario de emociones para responder casi sin palabras, porque a finales de noviembre de 2016 las palabras parecieron aves migratorias —hasta tocororos grises se vería volar entonces— que nos abandonaban, mudas de canto, para refugiarse en Santiago, bajo el calor de una piedra.
«¿Dónde está Fidel?», dónde… hay que indagar ahora que este pueblo vuelve a sufrir y —con pertinencia o sin ella y sin una certificación económica formal— muchos creen vivir un cruel déjà vu «noventero» o haber arribado a un período especial 2.0. No es solo reconocimiento al líder, es también el mejor ejercicio de aliento y de supervivencia colectiva: los cubanos sabemos que, hallando a Fidel, nos encontramos a nosotros mismos.
Quien no lo sienta al lado, que lo encuentre pronto. Fidel Castro es el mejor talismán político, no porque su largo índice sea vara mágica ni haga él solo el trabajo de un pueblo sentado, sino porque activa, con su ejemplo tanto como con su sabiduría, nuestras neuronas patrióticas y músculos de mover mundos.
Hay mucho que moldear en su estatua de legado —la única que no pudo prohibirnos— ahora que recordamos, unidos en nueva lucha, los 96 años de su alumbramiento, palabra nunca mejor dicha.
Si, rumbo a puertos mejores, los cubanos queremos seguir siendo los reales patrones de esta barca-isla, debemos sostener su convicción de cuando el Granma era una hojilla por echarse a la mar: si salimos (al futuro) llegamos; si llegamos, entramos; si entramos, triunfamos… ¡Qué intensa travesía hicimos bajo su mando! Pues su carta náutica, nada póstuma, por cierto, es aún más segura que las otras.
Tenemos, por ejemplo, pleno derecho a exigir más luz eléctrica entre irri/tantísimos apagones, pero sería ingenuo hacerlo sin preservar, al mismo tiempo, la claridad soberana de la nación, lo que depende exclusivamente de los generadores (de megaValor/hora) que todos llevamos dentro. Y aun cuando más queme el dolor, la resistencia —¡¿más?!, puede exclamar cualquier paisano— es el primer recurso de la esperanza.
Definitivamente, hay que seguir a Fidel para no ver el día en que nos conviertan en otro arbolito de banalidad del capitalismo, con todas las lámparas encendidas, pero con la patria a oscuras.
Algunos dicen que Fidel Castro está muerto, estático en una roca. ¿Y qué? Él no es el faraón que se esconde en su tumba, sino el guía que sigue limpiando caminos. No espera por su ramo; siembra flores con nosotros. Su espíritu salva, como primer rescatista de la nación. Es el mismo hombre que, frente a tribunal hostil, después de asaltar el Moncada, inspiraba miedo a los peores asesinos. Alberto del Río Chaviano, el temido coronel batistiano, admitía entonces que, en el juicio, el rebelde hacía «un daño terrible al Gobierno».
Impresiona todavía. El público en la sala eran unos cien soldados y oficiales —apostados allí para intimidarlo—, pero la reacción del procesado, que ponía su alegato verbal en la cabeza de cada asistente, fue insólita: «¡Gracias por la seria y amable atención que me están prestando! ¡Ojalá tuviera delante de mí todo el Ejército!».
Un país se levanta con ladrillos, pero una patria, con ofrendas intergeneracionales: así como el jefe del Moncada aclaró —sin tapar su crédito de pelea— que el autor intelectual del asalto era José Martí, los cubanos de ahora sabemos que el principal organizador de nuestra lucha se llama Fidel. Por eso la Historia no cesa de absolver a este pueblo tan vilmente condenado por un vecino de martillo grande pero de toga podrida.
Ahora que los tiempos parecen re/endurecerse, hay que pedirle al diamante en la piedra de Santa Ifigenia que nos enseñe cómo aprovechó la cárcel para enseñar, a quienes no pudieron tomar un cuartel, la manera de conquistar una nación.
Por grande que (sabía que) era, Fidel no dejó nunca de beber en la Historia ni de considerar tácitamente que otros le superaban. Es la lectura que puede hacerse de su lectura, en plena cárcel, de las Crónicas de la guerra, del general José Miró Argenter, y de la observación que apuntó sobre la gesta que el libro cuenta: «La Ilíada de Homero no la supera en hechos heroicos; nuestros mambises parecen más legendarios, y Aquiles, no tan invencible como Maceo».
Entonces, ¿seguimos, con él, a nuestro Aquiles mulato o nos plegamos frente a un muro que, a diferencia del de Troya, no es defensivo sino de ataque? Es cierto que hincan otros, pero… ¿habría mayor infortunio que caer como «fruta madura», que no sería otra cosa que una fruta rendida, en la mesa del viejo Sam? El agobio por todo lo que falta —¡y vaya si falta y mire si agobia!— no puede llevarnos a ignorar todo cuanto sobra: disponemos de un tutorial del arrojo.
He aquí una estampa: en abril de 1958, Fulgencio Batista y sus amos intentaron ahogar el movimiento guerrillero. Antes del cerco al Frente número 1 de la Sierra Maestra, el general Eulogio Cantillo, jefe de las fuerzas militares de la tiranía, escribió a Fidel y le dijo que tenía suficientes armas y hombres para arrasar los bosques y las montañas y aniquilar a todos los rebeldes.
El barbudo mayor respondió a Cantillo: «Tal vez cuando la ofensiva pase, si aún estamos en pie, vuelva a escribirle para exponerle mi pensamiento y lo que creo que usted, el ejército y nosotros podemos hacer en bien de Cuba, sobre la que tiene puestos sus ojos la América entera».
A seguidas, explorando otro desenlace, el jefe de la Revolución le comentaba que, aun en el caso de que fuera exterminado hasta el último rebelde: «…no se entristezca usted de nuestra suerte, porque dejaremos a la Patria un ejemplo que hará palidecer las páginas más heroicas de la historia y algún día hasta los hijos de los mismos soldados que hoy nos combaten mirarán con veneración los picos de la Sierra Maestra».
Raúl explicaría, años después, las claves de lucha de su hermano: «…nos enseñó a combatir lo mucho con lo poco, lo fuerte con lo débil, la superioridad tecnológica con la inteligencia». ¿Tendremos, ahora, mejor plan de acción?
Librando combates, frenando fuegos, pescando agujas, jugando pelota, ¡haciendo Revolución…!, Fidel no aceptaba la derrota. Su escudo, que compartió en los 11 millones de trozos de acero moral con que nos armó, fue la unidad. Cada uno un Comandante en Jefe, así que, ¿a quién dispara el enemigo?
Aprendimos, como nos dijo, que mucho antes las divisiones nos habían cortado las alas en el Zanjón, nos achicaron —hasta desaparecer— la Guerra Chiquita, nos escamotearon en provecho ajeno la virtual victoria de los mambises, en 1898, facilitaron la nefasta intervención del vecino goloso que hoy quiere reinstalarse y nos frustraron, en los años 30, otro capítulo revolucionario que hubiera adelantado sobremanera las aspiraciones de avance de este pueblo.
Fidel alfabetizó en torno a la unidad hasta hacernos a todos Doctores de Honor y Causa en luchas colectivas. Durante décadas, fuimos un pueblo creando amparados en la copa de un caguairán. Nos hicimos hermanos y nos volvimos invencibles, porque teníamos un padre común. Ahora simplemente debemos ejercitar los verbos de querernos; y cuando haya que llorar, llorar juntos y haciendo.
Más trágico que no lograr la unidad nacional sería destejer hilo a hilo, hijo a hijo, la unidad conseguida. Sin ella, Cuba se convertiría en una islita sin conquista y conquistable por el «mal calibre» que la mide al norte. Entre nuestras palmas y su ambición imperial, el Gobierno yanqui tiene en medio del camino —roca dentro de roca, cual «patrioska» sagrada— la piedra plantada en Santa Ifigenia. Esa gema, de color verde guerrillero, se llama Fidel.
Eduardo Galeano escribió una vez que Fidel Castro era «el caballero que siempre se batió por los perdedores», pero lo cierto es que hizo más que eso: los enseñó, nos enseñó, a ganar. ¡Ni el fuego te vence, Cuba! ¿Dónde está Fidel? Entre nosotros. Aún después de su vida, y sin su muerte, tantos le acompañamos porque sabemos que, donde él esté, monta casa la victoria.