Cuba sabe que Celia dio el alma y la vida por la Revolución Autor: Juventud Rebelde Publicado: 09/01/2020 | 08:30 pm
MEDIA LUNA, Granma.— La casa vivió un revuelo inusual. Una de las niñas, acaso la más traviesa, intentaba despegar con la boca la etiqueta de su «biberón» —un bulbito farmacéutico— cuando sucedió lo inesperado.
«Ay, me lo tragué», dijo la pequeña de cuatro primaveras para provocar la agitación en todos.
Por suerte, Manuel, el padre, un médico de gran experiencia, supo mantener el control y le suministró un jarabe inductor de vómitos junto con abundante líquido, un método con el que consiguió «sacar» intacto el pomito del susto.
Ese sería, tal vez, el primer episodio con el que la niña sorprendería a sus circundantes; poco tiempo después, cuando tenía seis años, volvería a llamar la atención de los familiares, pues pasó varios días con una fiebre emotiva y sicológica, surgida luego del fallecimiento de Acacia, la adorada madre.
Esos episodios, que dibujan respectivamente la travesura y la ternura, hubieran quedado escondidos en el olvido si su protagonista, Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley, no hubiese traspasado, con otros hechos mucho más singulares las barreras del tiempo.
La raíz
«Él le enseñó a amar la historia y la Patria. ¡Qué relación más linda entre Celia y su padre! Parece como de una novela», dijo una vez emocionado Armando Hart Dávalos, sobre el progenitor de quien sería la Flor más autóctona de la Revolución.
Esa novela se hizo más sólida a partir del fallecimiento de Acacia Manduley Alsina. Manuel Sánchez Silveira se había casado con ella el 12 de abril de 1913; tuvieron, en la casa de Media Luna, nueve hijos —siete hembras y dos varones—, aunque una de las niñas falleció a los 14 meses.
Después de la partida de Acacia, víctima de paludismo, Manuel se dedicó por entero al cuidado y enseñanza de los ocho retoños junto a su suegra Irene y su cuñada Gloria. Con frecuencia los reunía en torno a él para leerles libros vinculados con los próceres independentistas, especialmente con José Martí.
Esas enseñanzas y la manera de vivir amorosamente en familia calaron en la personalidad de Celia, quien se convirtió en el brazo derecho de Manuel en sus consultas como médico y dentista, que muchas veces no cobraba.
Sánchez Silveira fue una personalidad de la historia nacional, a quien le debemos la señalización del lugar exacto donde cayó Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria. Guio, casi a los 67 años de vida, la expedición que situó el busto de José Martí en el Pico Turquino, en mayo de 1953; se carteaba con Gonzalo de Quesada y Miranda, era conocido del pintor Carlos Enríquez y seguidor de las ideas del líder ortodoxo Eduardo Chibás, quien llegó a visitarlo en mayo de 1948, cuando ya residía en Pilón.
Anécdotas humanas
El mito hermoso de la guerrillera —la primera de Cuba— siempre debe ir acompañado del de la mujer de carne y hueso. Y Celia fue mucho más que la valerosa heroína, capaz de disfrazarse de embarazada para cumplir un encargo clandestino o de esconderse dentro de un tupido monte de marabú —donde se enterró incontables espinas en la cabeza— para burlar una persecución feroz.
En 2000 el combatiente Adolfo Figueredo —ya fallecido—, quien junto a ella creó la primera célula del Movimiento 26 de Julio en Pilón, contó a Juventud Rebelde que cada 6 de enero, Día de los Reyes Magos, «Celia salía a repartir juguetes por todo el pueblo, se pasaba un año ahorrando y haciendo alcancías. Ese amor por los niños le nació desde antes de subir a la Sierra».
Por su parte, la historiadora oriunda de Media Luna Maritza Acuña, quien por años dirigió el museo Casa Natal de Celia, recordaba que maravillaba en su personalidad el apego a la naturaleza. «Adoraba el paisaje de Pilón, esa combinación de mar y lomas, donde vivió desde 1940 a 1956».
Tal amor a lo natural es recalcado por el investigador pilonense Julio César Sánchez Guerra, quien señala que Celia no usaba la flor mariposa en el cabello por causalidad, ni por gusto le dijo a su padre que le construyera una casita de tablas en lo alto de un algarrobo. «Le fascinaban las orquídeas, los helechos, las palmas reales».
Precisamente una de las anécdotas más conmovedoras de su existencia está vinculada con esta planta: una monita, regalo de un marinero, se le escapó y se trepó en lo alto, por lo que buscaron a un liniero para atraparla.
Cuando el hombre empezó a clavar sus pinchos para escalar, Celia le reclamó: «Así me vas a acabar la palma», pero el hombre le respondió que no había otro modo de hacerlo.
Entonces, con resignación, ella aceptó, aunque dijo: «Está bien, sube, pero trata de que no le duela mucho a la planta».
Su gran amor
Creadora de tantas bromas tremendas junto a sus hermanas —como pintar un caballo y hacerlo correr hasta la planta baja de un hotel para asustar a los presentes, o cerrar la llave de paso para dejar enjabonado a un vecino, o esconder los zapatos a un pariente durante largo tiempo—, tuvo lógicos defectos, pero como diría un coterráneo suyo «las virtudes no los dejaban ver».
Su vicio principal era el cigarro —copiado seguramente del padre— porque ella empataba un cigarro con el otro, y uno de sus errores estaba en alimentarse poco hasta en épocas de trabajo continuo.
Entre sus luces vale mencionar la de estar pendiente de lo que parecía más mínimo. ¿Cuántos papelitos y notas de la etapa guerrillera se conservaron gracias a ella para después armar la historia? ¿Y cuántos asuntos personales resolvió luego del triunfo revolucionario a ciudadanos de los más diversos orígenes?
Miles de personas de todos los puntos del país, cuando veían sin salida sus problemas, decían como sinónimo de resolución: «Voy a escribirle a Celia».
Gustaba de las excursiones, de la pesca y de montar a caballo, de hacer piruetas espectaculares en un carro, de cruzar líneas vedadas, de organizarlo todo con minuciosidad, de las artes manuales, de buscar la belleza en lo impensado, como las prendas hechas a partir de sacos de harina.
De caligrafía embrollada, de complexión delgada, temerosa únicamente de los ratones, vivió el fracaso amoroso en la juventud, algo que le originó enormes tristezas.
«Lo que debemos subrayar es que el gran amor de su existencia fue la Revolución. Por ella lo antepuso todo, se desveló, dio el alma y la vida», comentó hace 20 años en Media Luna el historiador Ricardo Vázquez.
La sonrisa siempre
El 30 de noviembre de 1979, en Santiago de Cuba, 42 días antes de morir, la Mariana Grajales del siglo XX, como la llamó Armando Hart, enseñaba una sonrisa que asombraba a muchos.
Ya la habían operado de un pulmón por la conocida neoplasia y, sin embargo, como expresara Maritza Acuña, en lugar de cuidarse se consagró más al trabajo y a ayudar con todas sus energías al Comandante en Jefe.
No en balde, Eusebio Leal señaló lúcidamente, en un acto celebrado en Media Luna a principios de este siglo, que Celia no fue la sombra de Fidel, sino la luz para Fidel.
Por otro lado, Julio César Sánchez remarcó que en estos momentos necesitamos interpretar mejor el epíteto de la Flor más autóctona de la Revolución: «Ella expresa lo autóctono por su criollez, su cubanía; siendo diputada, del Consejo de Estado, del Comité Central, nunca dejó de comportarse con su gracia y acento campesinos, de gente del pueblo. Ni miró jamás por encima del hombro a alguien».
Y expresa lo autóctono, también, porque era «esa cubana bromista, jaranera, pero a la vez responsable, exigente, comprometida, anónima y modesta».
A Celia tendremos que viajar siempre, no solo en este enero, o en mayo próximo, cuando se cumple su centenario. Ella seguirá siendo la madrina de los necesitados, la encarnación de la sencillez, verdad de un país, una criatura única y seductora, un referente amoroso de este tiempo, de todos los tiempos.
Celia fue una cubana bromista, jaranera, pero a la vez responsable, exigente, comprometida y modesta.
Fuentes:
—Celia, ensayo para una biografía, de Pedro Álvarez Tabío.
—Periódico Juventud Rebelde (enero de 2000, 2005 y 2015, y mayo de 2006).